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Silencio

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Ángel Antonio Pérez Gómez

Apóstatas o mártires

Silencio es el título que Shusaku Endo (1923-1996), un novelista japonés católico –una rareza, en aquel país–, puso a la historia del martirio o apostasía en el siglo XVII de los cristianos japoneses y los misioneros que los evangelizaban. Martin Scorsese lo ha mantenido para la película que lo adapta al cine. Plásticamente ese silencio lo ha plasmado en la niebla densa que difumina los contornos de personas y lugares y que envuelve y preside muchas de las secuencias del filme. No encubre lo sucedido con aquellos católicos, sino que refleja la ambigüedad moral de lo acontecido durante aquella cruenta persecución. De resultas de ella los cristianos fueron obligados a convertirse en apóstatas o mártires. Pero algunos apostataron externamente, aunque mantuvieron la fe en su interior. No debe olvidarse que la novela original se publicó en 1966 cuando todavía estaba vigente el existencialismo en Europa y se hablaba del «silencio de Dios» como falta de respuesta de éste a las preguntas angustiosas del ser humano por su existencia. Endo se había educado en Europa y no debió ser ajeno a esta corriente de pensamiento. Así, la duda y el miedo del creyente aparece como parte de su experiencia de fe.

Muchas sociedades –y el Japón ha sido buen ejemplo de ello hasta épocas muy recientes– se defienden del influjo extranjero poniendo barreras difíciles de franquear a todo lo que viene de fuera. Las autoridades niponas (el shogunato de entonces) impusieron el aislamiento absoluto frente al mundo exterior (sakoku) y una de las primeras consecuencias fue la expulsión de todos los extranjeros (portugueses, españoles, indios, filipinos…), especialmente de los misioneros cristianos, y la persecución de la confesión y práctica del catolicismo como religión extraña a la cultura nacional. Fueron exceptuados los holandeses, únicos autorizados para comerciar en puertos señalados, pues sólo hacían negocios y no proselitismo religioso.

En esa situación dos jóvenes jesuitas portugueses, Rodríguez y Garupe, piden a su superior que les envíe a Japón clandestinamente para comprobar si el P. Ferreira, que fuera su maestro y formador, ha apostatado para salvar su vida y para conocer de primera mano la situación de la cristiandad. Con la ayuda del japonés Kichijiro, que hace de guía e intérprete, desembarcan en una playa desierta, en el archipiélago de Goto, en la provincia de Nagasaki. Allí contactan con pescadores y campesinos cristianos. Es gente humilde, hospitalaria y firme en sus convicciones religiosas, dispuesta a perder la vida en medio de torturas y suplicios antes que abjurar de su fe. Para entender esta fortaleza y desprecio a los tormentos hay que recordar que en aquel tiempo el valor de los juramentos o promesas empeñadas eran «de obligado cumplimiento» para los que los proferían. Por otra parte, creían firmemente en que, al dar su vida por la fe, salvaban sus almas del infierno que en caso contrario iba a ser su destino.

Poco a poco el film se va centrando en esta cuestión: la tolerancia al sufrimiento y la tortura por parte del creyente y la fragilidad humana que hace que algunos acepten cometer actos sacrílegos con tal de librarse de los atroces castigos y ejecuciones a que eran condenados en caso de persistir en su postura. Curiosamente, son Ferreira y el propio Rodríguez, a su vez, quienes –como el nativo Kichijiro– prefieren renegar antes que ser víctimas de la crueldad de los verdugos. La mayoría de los cristianos japoneses denunciados, en cambio, optaron por el brutal martirio que sufrieron.

La decisión, sin embargo, de Rodríguez –al igual que la de Ferreira– de mantener su fe interiormente, aunque apostaten en público nace de la compasión y la duda. Desean ahorrar a los demás y a sí mismos un sufrimiento intolerable. Al hacerlo condenan el dolor gratuito infligido no por la naturaleza sino por la perversa voluntad humana con el ánimo de violentar las creencias ajenas. Estamos, pues, ante una cuestión que rebasa el planteamiento estrictamente religioso, como es el problema del mal, no el producido por fenómenos naturales, sino el causado por el ser humano contra su semejante.

El ejemplo de Cristo, muerto en cruz, ha provocado por épocas un equívoco: se ha llegado a predicar en las iglesias que el dolor es bueno porque nos asocia a la pasión de Jesús. Este dolorismo, a veces con su pizca sádica, ha confundido a no pocos cristianos haciéndoles creer que hasta el dolor inútil y evitable era redentor. Pero el suplicio en el Calvario no es una invitación a infligirse castigos corporales sino, antes el contrario, el ejemplo de lo monstruosa que puede ser la ejecución y muerte cruel de un inocente. Creo que bajo esta perspectiva es como debe interpretarse la misma resolución del film. La cremación final del cadáver de Rodríguez muestra en sus manos un pequeño crucifijo que el ex jesuita perjuro apretaba en su agonía, como el mismo Francisco de Javier, el creador de la misión en Japón, hizo en la hora de su muerte solitaria en uno de aquellos islotes como los que nos muestra el filme.

Scorsese, monaguillo y seminarista en su infancia y adolescencia, enfrenta este tema con rigor y sin derivas personalistas. Pone en el centro del relato este tema angustioso sobre la maldad humana y trata de ser fiel a las conductas de sus personajes respetando las diversas posturas que toman. No actúa de juez, sino de cronista, eso sí, contagiándose de la compasión de la que dan muestras tanto Ferreira como Rodríguez.

Se consagra como actor al joven Andrew Garfield, el protagonista absoluto del film, de una gran versatilidad al transmitir matizadamente el entusiasmo y la ingenuidad iniciales, su doloroso descubrimiento de la debilidad humana en los demás y en sí mismo, su sinceridad y compasión, su horror ante la violencia física y moral, su claudicación en aras de evitar sufrimientos. Su inicial deseo de identificarse con Jesús, cuya imagen al principio descubre por doquier, se contrapone al posterior silencio divino a sus plegarias y preguntas. Cuando la duda y el miedo se instalen en su ánimo, cuando la compasión le incite a ahorrar más torturas y muertes, su caso se llega a asemejar al de Kichijiro, siempre necesitado de perdón por sus reiteradas traiciones. Otro actor destacado en el reparto es el japonés Ogata que da vida a un personaje, el del inquisidor, que, si bien no descompone nunca el gesto, es capaz de tratar a cada uno según su condición. Sabe aprovechar los puntos flacos de cada detenido con tan extraña habilidad que es capaz de desestabilizar a individuos tan roqueños como Ferreira o Rodríguez.

La dirección de Scorsese tiene momentos de belleza y rotundidad expresivas, pero tal vez se detiene mucho en los prolegómenos de la tragedia final. El metraje se alarga –no sé si innecesariamente– y llega a pesar al principio de la segunda parte del relato. De vez en cuando nos sacude con algunas imágenes casi surrealistas como la de ese grupo de gatos en el poblado destruido. Es lo propio de los grandes cineastas, que nos sorprenden por su modo de ver las cosas desde otra perspectiva.

Silencio, que cuenta con una bella fotografía de Rodrigo Prieto, no se decanta finalmente por una postura determinada. Nos deja en el misterio y la misma duda que inquietan a Scorsese. El silencio de Dios ¿es desinterés de éste por la suerte de los humanos? ¿No responde a sus súplicas porque no existe? ¿Obliga a sus fieles a entregar la vida por su causa? Eternas preguntas que cada cual ha de responderse en un mundo en que la violencia contra las personas –diferentes o distintas de uno mismo– sigue vigente con toda su crudeza. Silencio es, en definitiva, el viaje de Scorsese al corazón de las tinieblas.

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