Editorial de la revista SIC 747. Agosto, 2012
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Puede sonar abusivo afirmar que somos un país de extorsionadores cuando en Venezuela hoy no extorsiona ni el uno por ciento de los ciudadanos. Pero creemos que no lo es porque las extorsiones nos afectan a todos (¿quién no conoce a alguna víctima de la extorsión o no ha sido personalmente extorsionado?) y porque el que se haya llegado a formar un clima, una cultura de la extorsión, es un indicador muy profundo de nuestra situación como país.
Dos raíces estructurales
Es una ceguera afirmar que es un subproducto del individualismo de la cuarta república y que desaparecerá cuando llegue el socialismo porque, aunque es verdad que el individualismo fue sembrado sistemáticamente en nuestro país por los medios de comunicación y los intelectuales neoliberales desde la segunda mitad de los ochenta y ellos tienen una grave responsabilidad en mucho de lo que está pasando hoy, también lo es que el socialismo del siglo XXI, estatista e impuesto, es en sí mismo extorsionador y provoca que los funcionarios lo sean.
De nada sirve invocar, como lo hizo el Che Guevara, la moral revolucionaria, cuando la revolución es estructuralmente extorsionadora: un abuso de poder que se impone a los ciudadanos contraviniendo la Constitución. Es lo equivalente a la apelación de los liberales tradicionales a la ética individual, en el mismo momento en que predicaban la lucha de todos contra todos para que se impusieran los mejor dotados o posicionados o con menos escrúpulos.
Ambas cosas se hicieron y se hacen, a veces (solo a veces), con buena voluntad, pero constituyen una expresión de idealismo en el sentido marxista: propuesta que al no estar sustentada por la realidad, independientemente de la conciencia de sus autores, sirve para encubrir la injusticia.
Por eso no hacemos esta denuncia colocándonos por encima de nuestros conciudadanos y pidiendo que se extirpe esa lacra acabando con quienes extorsionan. No se trata de endosarle el mal a un prójimo de forma arbitraria, pues de este modo jugaríamos el mismo juego que ha provocado la cultura de la extorsión: el de las élites desde los años ochenta. Es decir, aquel que excluye al pueblo; y al mismo tiempo, el juego que practica sistemáticamente el Gobierno al no gobernar para todos los venezolanos sino excluyendo a quien no siga los dictados del Presidente.
Una realidad que duele
Sacamos a la luz esta realidad porque nos duele. Nos duelen, ante todo, tantas víctimas que, ante el que las priva, tan sin ninguna razón, del fruto de su trabajo, sienten la tentación de abandonar ese esfuerzo agotador por vivir o de responder con la misma violencia. Pero también nos duelen tantos compatriotas, hermanos (porque eso son para nosotros) desolidarizados hasta tal punto de los demás que viven como sanguijuelas de su sangre. Practican habitualmente alguna forma de extorsión como medio de vida, y eso se trasforma en un modo de ser. Es demasiado grave para dejarlo pasar sin afrontarlo para superarlo.
Pero la impunidad, caldo de cultivo de esta cultura de la muerte, es tan absoluta que para no acabar de amargarse la vida la gente prefiere no reconocerlo ante sí mismo y menos aún decirlo a las autoridades; prefiere dejarlo de ese tamaño, pues cualquier gestión que conduzca a resolver la situación podría empeorarla: puede terminar de manera fatal.
Repertorio de la extorsión
Vamos a hacer una somera fenomenología de la extorsión en la Venezuela de hoy para percatarnos de la gravedad del problema y por tanto de lo difícil de superar (por ello se hace impostergable airear esta cultura).
La más antigua es la de las cárceles: son hasta el día de hoy empresas rentabilísimas de extorsión. La extorsión no es en ellas algo incidental, propio de algún funcionario que en cuanto es descubierto, resulta sancionado. Por el contrario, es el proceder habitual de la Guardia Nacional y de los demás funcionarios, aunque siempre hay excepciones. Pero las cárceles funcionan así: hay que pagar para todo. Tres consecuencias funestas son: los delincuentes comprenden que el Estado es como ellos, que no hay Estado de Derecho y por tanto que lo que ellos hacen es normal, que el problema es solo que los aprehendan. Segunda consecuencia: para poder pagar lo que se les pide, se les insta a delinquir. Ésa es la razón de que desde las cárceles se perpetren impunemente tantos delitos. La tercera consecuencia es que el Estado, que sabe esta situación y no la arregla, se hace cómplice y pierde autoridad moral, no solo ante la ciudadanía sino ante los demás funcionarios, que piensan que por qué no pueden hacer ellos en su ministerio lo que a sabiendas del Ejecutivo se hace en las cárceles.
La extorsión más inveterada es la de funcionarios que cobran peaje por agilizar los trámites: desde dar cualquier permiso hasta permitir lo que de suyo es ilegal: que se construya donde no está permitido, que se ponga una venta de licor cerca de una institución educativa, que se autorice a una empresa que no cumple los requisitos… Esto va desde el menudeo hasta las corporaciones trasnacionales.
Esta extorsión se extiende a los sindicalistas: por ejemplo en Guayana se cobra por obtener un puesto de trabajo; los sindicatos de la construcción cobran cada viernes un tanto a las empresas, incluso a las cooperativas…
La extorsión más organizada y criminal es la de los paramilitares y guerrilleros, que antes cobraban vacuna a cuanto se moviera en la frontera y que ya han penetrado en vastas regiones del país. A este grupo puede asimilarse la Guardia Nacional que cobra peaje en los peajes, en el contrabando de las fronteras, en las minas ilegales o legales.
Lo más despiadado (aunque en este terreno todo lo es) es la extorsión que practican bandas adolescentes en barrios pobres, porque quitan a la gente literalmente el pan de la boca. Las bandas se mantienen porque la policía, en vez de perseguirlos, las extorsionan, como viene sucediendo habitualmente con los malandros y con los traficantes de barrio.
La extorsión más cobarde e impune es el secuestro y más todavía el secuestro exprés, ya que es voz común que en gran medida lo practica la policía.
El colmo es que ha llegado a las empresas del Estado, por ejemplo, empleados de Corpoelec van a hacer un arreglo en una zona popular y a la mitad se paran y no siguen si los vecinos no se bajan de la mula. Esta práctica ha llegado también a las universidades.
Da tristeza escribir todo esto porque la pregunta obvia es ¿cómo hemos permitido que esto llegara hasta hacerse un cáncer? Quienes extorsionan son venezolanos. ¿Es que no nos importa nada que compatriotas nuestros lleguen a tal estado de descomposición moral? ¿Es que no nos importan tantas víctimas inocentes, que se quedan sin nada, tan sin derecho, y que, si se hartan de la extorsión, pueden perder la vida? ¿Podemos seguir permitiendo que la convivencia ciudadana se lesione hasta ese punto? ¿No tenemos que asumir cada individuo y cada institución nuestra responsabilidad para no seguir tapando esta situación? ¿Pensamos tan mal de nosotros como sociedad que creemos que no tenemos remedio? ¿No comprendemos que resignarnos es perdernos el respeto a nosotros mismos y aceptar la inhumanidad?