Por Pedro Trigo, s.j.*
Los discípulos tienen que seguir a Jesús para así participar de su misión
Seguir a Jesús, que no está aquí sino en el seno del Padre como nuestro Primogénito y nos ha enviado como el Padre lo envió a él, es habérnoslas en nuestra situación de modo equivalente a como él se las hubo en la suya. Como las situaciones son distintas, no podemos hacer lo mismo. Tenemos que hacer lo equivalente. Así pues, el que sigue a Jesús no puede imitar a Jesús. Se precisa creatividad porque las situaciones son distintas, pero fiel porque se trata de hacer lo equivalente. Nosotros no somos capaces por nosotros mismos de vivir con esta fidelidad creativa; necesitamos apoyarnos en el impulso del Espíritu, que él derramó sobre todos desde la Pascua.
Ahora bien, para hacer en nuestra situación lo equivalente de lo que él hizo en la suya se requieren dos cosas: conocer lo que Jesús hizo en su situación y conocer nuestra situación. ¿Cómo podemos conocer lo que Jesús hizo en su situación? Los dogmas, la doctrina y los preceptos son absolutamente insuficientes. Por ejemplo, el que siga el Credo, desconociendo los evangelios, no puede ser cristiano consciente porque no puede seguir a Jesús si no le conoce, ya que en el Credo solo sabemos de Jesús que “nació de santa María virgen y que padeció bajo el poder de Poncio Pilato”, y no sabemos nada entre la concepción y la muerte, nada sabemos de cómo vivió su misión, que es precisamente lo que necesitamos saber para seguirlo. Eso solo lo podemos saber por los evangelios. Eso significa que, si sé todo del cristianismo, pero no los evangelios, no puedo ser cristiano consciente y consecuente.
Lo fundamental son los evangelios. Ellos tienen que ser nuestro libro de cabecera. Tenemos que contemplarnos con fe; es absolutamente insuficiente un estudio, digamos científico, porque ese estudio nos dará en el mejor de los casos datos sobre su vida; pero no su sentido profundo, su misterio. En ellos tiene que estar basada nuestra oración personal y ellos tienen que ser lo más importante que tenemos que dar a los demás.
Ahora bien, los evangelios están escritos en otro lugar y en otro tiempo. Tenemos, pues, que saldar esa brecha para tener acceso a ellos. Para que sea posible, la actitud básica tiene que ser la de querer contemplar a Jesús: “queremos ver a Jesús” (Jn 12,21), tiene que ser nuestra petición al Padre, como fue la petición a Felipe de esos griegos que habían venido a Jerusalén a la Pascua. Tenemos que desear hacernos presentes en cada escena. Tenemos que rogar no proyectar sobre la escena nuestro horizonte mental, nuestros pensamientos y deseos, sino ponernos a ver y escuchar lo que realmente sucedió, hasta empaparnos de Jesús. Esa tiene que ser nuestra oración y nuestra actitud de fondo.
Pero para contemplar la escena tenemos que desandar el tiempo y hacernos cargo de su cultura. Para eso es bueno que comencemos por Marcos, no solo porque es el evangelio más antiguo y porque en él domina lo narrativo, que es lo más directamente asequible, sino porque está escrito para paganos, como el de Lucas. Y porque estamos seguros de su fidelidad porque los que lo inspiraron, especialmente Pedro, siempre quedan mal y nadie quiere contar algo en que él quede sistemáticamente mal, a no ser que se haya dado una iluminación que hiciera ver todo a la luz de Jesús, cosa que efectivamente ocurrió cuando se les apareció resucitado y les entregó su Espíritu.
El de Mateo es mucho más difícil porque está en contrapunto con el judaísmo de su época, pero desde la asunción de muchas de sus concepciones y prácticas: es un evangelio judeocristiano. Lo mismo podemos decir del de Juan, que contiene también la meditación de su misterio por parte de la comunidad del discípulo amado.
Hay palabras que no entendemos y tenemos que averiguar su significado, por ejemplo, fariseo, que significa “separado” y alude a la ley de pureza. Alguien nos tiene que explicar cuál era el sentido y la importancia de esa ley en ese tiempo; pero es más difícil hacernos cargo del significado en su cultura de palabras que suenan en la nuestra, pero con otro sentido, por ejemplo, pureza o sacrificio.
Por eso tenemos que procurar un conocimiento, al menos básico, de lo que pasaba en Galilea y Judea en tiempos de Jesús.
Luego tenemos que ir en la contemplación muy poco a poco. Después de haber leído una escena y de desentrañar las palabras, tenemos que fijarnos en la situación inicial y precisarla lo más posible, luego ver lo que se plantea, a continuación, lo que en efecto acontece y después el efecto de lo acontecido en los presentes. Todo eso tiene que hacerse muy poco a poco, de manera que vaya apareciendo, que se vaya manifestando, no sólo la materialidad de lo que sucede, sino su sentido de fondo. Su sentido, no el que ponemos nosotros desde nuestro horizonte.
Cuando la escena haya dado de sí, cuando la hayamos contemplado despaciosamente hasta hacernos cargo e impregnarnos de ella, tenemos que cerrar el evangelio y trasladarnos de ese espacio y ese tiempo a los nuestros y, haciendo silencio, silencio interior, tenemos que preguntarnos qué nos ha estado queriendo decir el Señor a cada uno de nosotros y al grupo como tal mientras contemplábamos la escena. Tenemos que hacer silencio para escuchar con fe qué nos ha estado queriendo decir la escena, el comportamiento de Jesús en ella y desde él también el de los demás personajes, para nuestras vidas.
Es claro que no se puede pasar a esta segunda parte sino cuando haya quedado clara la primera. Si nuestra contemplación dura una hora, por lo menos tres cuartos tienen que dedicarse a contemplarla. Sólo cuando la escena hable claramente, podrá ser verdad que es el Señor el que nos aplica la escena a nuestro hoy, y no que somos nosotros los que decimos lo que se nos ocurre.
No se contempla una escena cuando se la lee dos veces y se dice que cada quien diga la palabra que más le ha llamado la atención. Ese es el modo más expedito de no contemplar los evangelios sino, a propósito de los evangelios, decirnos a nosotros mismos lo que queremos oír.
En la contemplación privada cada escena amerita varios días. Por ejemplo, yo contemplo cada escena al menos durante cinco días una hora cada día. Se trata de contemplar a Jesús, que es nuestro Maestro, nuestro guía, nuestro Señor, nuestro Hermano, el Hijo de Dios que nos hace hijos. Es una relación despaciosa, inagotable.
Los evangelios son un pozo inagotable. Cuanta más agua se saca, más mana. Es el alimento más nutritivo para la vida cristiana. Es un alimento que cuando se lo gusta ya no puede prescindirse de él. Y puede no prescindirse de él porque, repito, es inagotable. Por ejemplo, yo estoy leyendo los evangelios en comunidades desde la segunda mitad de los años setenta y en ninguna hemos llegado a Juan. Hemos comenzado en Marcos, hemos seguido con Lucas y en las que más tiempo llevamos estamos acabando Mateo. Durante la pandemia empezamos a leer Marcos por Zoom. Estamos en la sesión 80 y todavía no hemos acabado, y cada sesión dura como hora y veinte minutos.
Si alguien quiere ser discípulo de Jesús, en el sentido auténticamente cristiano de la palabra, necesita alimentarse de los santos evangelios, más todavía que de los alimentos. Esto desgraciadamente no estuvo claro antes del Concilio. Por eso, como el Concilio apenas se ha recibido, no es de extrañar que no se nos haya planteado con seriedad.
Gracias a Dios el papa Francisco, un Papa latinoamericano, lo viene recordando sin cesar, sobre todo a la vida religiosa. Por eso, sobre todo, encuentra tanta oposición porque los evangelios nos descuadran, nos exigen abrirnos íntegramente y son incompatibles con el establecimiento, también con el eclesiástico. Por eso tenemos miedo de que nos interpelen y o los ladeamos o los domesticamos con lecturas proyectivas en vez de receptivas.
Así pues, para hacer en nuestra situación lo equivalente de lo que él hizo en la suya necesitamos saber lo que Jesús hizo en su situación, cosa que solo podemos saber en la contemplación orante de los evangelios porque no es un saber objetual sino un conocimiento interno, una participación real en cada escena, una verdadera contemplación y posteriormente una escucha de lo que nuestro Señor Jesucristo nos quiere decir para nuestro hoy.
Pero para seguirlo no basta saber lo que Jesús hizo en su época. Para hacer hoy el equivalente necesitamos también conocer nuestra época. Pero, como dijimos del conocimiento de Jesús, no se trata de un conocimiento objetual, sino de un conocimiento como el suyo: desde dentro y desde abajo, es decir, desde una encarnación en ella, desde echar la suerte con ella. Pero no desde cualquier lugar, sino, como él, que no tuvo dónde reclinar la cabeza, desde abajo, desde los de abajo. Lo hacemos, sin duda, porque así lo hizo Jesús, pero es que lo hizo porque solo desde el bien de los pobres se puede lograr el bien de todos, solo cuando les vaya bien a los pobres, nos irá humanamente bien a todos.
Esto tampoco está en el ambiente; en la dirección dominante del orden establecido echar la suerte con los pobres es una necedad. Y así nos va: cada vez más conquistas técnicas, pero hemos roto el equilibrio ecológico y vamos al humanicidio. Tenemos que recordar que la encarnación solidaria en los medios populares es el momento más fecundo de la vida consagrada en América Latina. Y en Venezuela se realizó con mucho más espíritu que ideología.
Así pues, no podemos estar encerrados en nosotros mismos y en nuestras obras. Necesitamos vivir en la realidad, hacernos cargo de ella, cargar con ella y encargarnos de ella.
Hacernos cargo de la realidad requiere atención constante y también estudio y discernimiento. Cargar con ella es encarnarnos en ella, responsabilizarnos de ella. Y eso no se hace sin un gran amor. Y encargarnos de ella es trabajar incesantemente por mejorarla. Estas tres actitudes complementarias tienen que llegar a ser una actitud permanente. Es la actitud de un verdadero discípulo, porque es la actitud de su Maestro.
No hace falta insistir que cuando hablamos de discípulos hablamos de discípulos y discípulas. Ésta es una tremenda novedad de Jesús en su pueblo, donde no existía la posibilidad de discípulas. Y tal como aparece en el Evangelio, no fue una posibilidad que se le ocurrió a Jesús. Se le ocurrió a María de Betania. Así se lo dijo Jesús a su hermana Marta: “María ha escogido la mejor parte y no le será quitada” (Lc 10,42). Marta tomó nota y avanzó tanto en el discipulado que en el cuarto Evangelio ella es la que hace la confesión mesiánica equivalente a la de Pedro en los sinópticos (Jn 11,27).
Y, sobre todo, las discípulas fueron las que permanecieron fieles en la cruz y a ellas se les notificó en primer lugar la resurrección y ellas recibieron el encargo de anunciarlo a los discípulos y más en concreto a los apóstoles. Es que ellas tuvieron la misma actitud del Maestro de servir, y no la de los apóstoles, que apostaban a los primeros puestos.
Dios quiera que sigamos responsablemente a Jesús, obedeciendo al impuso de su Espíritu y por eso haciendo en nuestra situación el equivalente de lo que él hizo en la suya, a la medida del don recibido.