Ángel Antonio Pérez Gómez
Con un reparto de postín (Clooney y Julia Roberts en los papeles estelares) y una actriz (Jodie Foster) que firma su cuarto film como directora (una carrera intermitente comenzada en 1991 con El pequeño Tate) cabía esperar un mejor resultado de la conjunción de tan excelentes profesionales. Money Monster es un híbrido que a ratos funciona como comedia y en otros como drama. Se trata de matar dos pájaros de un tiro. Por un lado, la denuncia (enésima) de los programas televisivos de consulta e información (en este caso sobre el negocio bursátil) convertidos en un circo (con payaso incluido) y, por otro, la especulación financiera. Esta última sigue siendo en la actualidad un filón inagotable para los guionistas. Como la mayoría de los mortales desconocemos el funcionamiento de los mercados, se nos puede meter cualquier trola como pan bendito. Aquí se trata de un algoritmo (mágico vocablo) que se pretende culpable de la volatización misteriosa de 800 millones de dólares de una compañía que estaba subiendo como la espuma en un vaso de cerveza (o sea, Wall Street).
Como suele ocurrir, los perjudicados –y, en concreto, los que siguen los consejos del «mago de las finanzas» de la tele, Lee Gates– son numerosos. Un chico del montón, un tal Kyle, que ha invertido la herencia de su madre en acciones de dicha compañía, se planta en el estudio durante la emisión del espacio, pone un chaleco con explosivos al presentador y amenaza con matarlo si no se le resarce por el sablazo sufrido. La tensión se desata porque el indignado secuestrador solicita la presencia del magnate de la compañía en cuestión y el empresario lleva –qué casualidad– cuatro días en paradero desconocido.
Con estos ingredientes podría hacerse un thriller contrarreloj, una denuncia clara de los manejos indecentes de quienes especulan en el mercado bursátil (precedentes los hay ya en abundancia) o tomar la senda más facilona de la comedia chusca. De todo eso hay en Money Monster y la mezcla puede resultar indigesta para quien esperaba algo más que momentos de bufonada, histrionismos de vedettes, denuncia de la violencia policial y una «suspensión de la credibilidad», como apunta un colega yanqui de la crítica. Es decir, que tienes que creerte que todo vale en un relato que se desliza (tal vez se despeña) hacia el capricho, la arbitrariedad o el espectáculo. El ejemplo lo tienen en la larga secuencia, casi final, en la que el secuestrador arrastra a su rehén –camino de las oficinas de la empresa culpable del fraude– rodeados de policías municipales y hasta de las unidades especiales de intervención por las calles peatonales de Manhattan sin que nadie, empezando por las fuerzas del orden, haga el más mínimo gesto para bloquear al delincuente.
Alguien ha indicado que lo positivo del film es la buena imagen de los personajes femeninos. En efecto, la realizadora de televisión Patty Fern, la portavoz de la empresa, la pareja embarazada del asaltante, la reportera de calle dan lecciones de sentido común, dominio y manejo atinado de la situación delicada en que se ven. Cosa que no ocurre con los hombres, desbordados por los acontecimientos, incluyendo a la inútil e incompetente policía de Nueva York.
Jodie Foster parece más preocupada de imprimir un ritmo rápido al relato que demorarse en florituras de autor. Su puesta en escena es ágil y resultona, procura que la trama discurra sin demasiadas digresiones a pesar de que en algunos momentos se intercalan escenas que alteran el punto de vista con el propósito de explicar las subtramas del guion. Planifica bien y se agradece. Los actores se notan cómodos bajo su batuta, aunque el indomesticable George Clooney se zafa a ratos de su dirección para caer en el histrionismo.
Mucho más contenida está Julia Roberts que se convierte en la verdadera protagonista del film al ser capaz de asumir con soltura el papel de Patty Fenn, realizadora televisiva que acaba por adueñarse no sólo de la función que se desarrolla en el plató sino del asunto en su conjunto, salvando primero a la gente del estudio, después a la del control de realización, más tarde a los cámaras, quedándose tan sólo con Lenny que, con el armatoste a cuestas, trasmitirá en directo el paseíllo por las calles neoyorquinas: el show debe continuar.
Como ocurre en muchas de las mejores comedias los personajes secundarios están bien dibujados en la breve tarea que les corresponde. A varios de ellos se debe que la «suspensión de verosimilitud» se atempere un poco. Son lo mejor de un guion que no se decide entre Pinto y Valdemoro y acaba por producir esa sensación de descacharre general. No condenaré a Jodie Foster por este estropicio, porque son más culpables que ella los autores del libreto que no se han atrevido a apostar a una carta y se han quedado, como los tahúres de su película, con la baraja entera.
Fuente: http://www.cineparaleer.com/critica/item/1929