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Sentido de realidad

Por Rafael Tomás Caldera

Go, go, go, said the bird: human kind.

Cannot bear very much reality.1

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La irrupción de ChatGPT en el ambiente de las redes sociales —casi una marcha triunfal— ha desatado multitud de especulaciones acerca de una transformación de la vida de la cual este chat resulta como un heraldo, si acaso no el protagonista.

Sin duda, los desarrollos en inteligencia artificial (IA) pueden ser usados (como toda tecnología poderosa) para mucho daño, pero también para logros que hoy están aún lejos de nuestro alcance. El admirable Salman Khan ha planteado (es más: trabaja en eso, por lo pronto en los programas de su academia) cómo el chat, en sus diversas versiones, nos permitiría realizar el sueño de que cada alumno tenga un “tutor particular”, así como cada profesor podría tener un “asistente” para él solo. No puede minimizarse lo que esto representaría en el mundo de la educación formal, más si cabe en los países económicamente deprimidos.

Imagen generada por Ia
Imagen generada por Ia

Diría que la propuesta de Khan confirma la verdad de las afirmaciones de John Vervaeke acerca del error que supondría considerar la IA como una “herramienta” más, sin duda muy poderosa, pero herramienta, al fin y al cabo. Eso sería olvidar la suerte de “actividad espontánea” que estas nuevas creaciones pueden desarrollar. Khan, por ejemplo, insiste en que su chat (Khanmigo) interroga de manera socrática al estudiante para ayudarlo en su comprensión del tema.

Es asunto para mucha polémica y, como suele ocurrir con las grandes innovaciones, para profecías de diversa laya, algunas en verdad apocalípticas. No es nuestra intención detenernos en ello, menos aún aportar alguna visión de futuro de cosecha propia. En cambio, quisiera considerar algunas implicaciones de la introducción de la inteligencia artificial en el mundo de lo cotidiano.

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Byung-Chul Han ha escrito de nuestro vivir en informaciones más que con cosas reales y cómo esto nos hace perder el sentido de realidad. El punto tiene mucha importancia puesto que el ser humano —diría Zubiri— es un “animal de realidades”.

No cabe duda de que, inmersos la mayor parte del tiempo en la realidad segunda que hemos generado con los medios de comunicación, podemos perder la capacidad de distinguir lo verdadero de lo falso. No en vano estamos en el tiempo de la posverdad, las fake news y los personajes supuestos.

Al hablar de “inmersión” queremos decir no un mero “estar conectado”, sino el grado de atención que prestamos a lo que ocurre en el mundo de las redes. Atender significa también (si no, sobre todo) valorar, de tal manera que el tiempo invertido y la respuesta continua a las “notificaciones” del smartphone terminan por conformar nuestra estimativa: aquello (lo que sea que se nos presente) es lo que importa.

Tiene por eso mucho sentido hablar de realidad segunda. Hemos “construido” un ámbito donde pasamos buena parte del tiempo, superpuesto, podríamos decir, a la realidad primaria donde tenemos ser.

Sin duda, las nuevas técnicas permiten dar mayor cuerpo a esa realidad superpuesta. Imágenes visuales, sonidos, acciones, todo ello con una apariencia de verdad que fascina, al mismo tiempo que confunde. Lo recibido nos envuelve de tal manera que hay reacciones afectivas innegables: desde una descarga de adrenalina ante un combate, un accidente o la aparición de alguna amenaza, a las lágrimas que pueden acompañar la narración de escenas humanas conmovedoras.

Ello trae consigo la dificultad de discernir el carácter —ficticio o verdadero— de lo que se nos presenta. Algunos, con buen juicio, han propuesto ya la adopción de algunas reglas que, justamente, permitan a quien recibe los contenidos saber a qué atenerse.

El asunto puede llegar a ser grave, muy grave, por la capacidad de engaño y, por consiguiente, de manipulación de la gente.

El episodio de La guerra de los mundos, puesto en escena en la radio por Orson Wells, quedó como paradigma de lo que podía producirse: el 30 de octubre de 1938, noche de Halloween, el mundo asistía a uno de los fenómenos que ha marcado la historia de los medios de comunicación. Una narración inocente, de apenas una hora de duración, provocó el pánico entre miles de personas que salieron despavoridas, en el convencimiento de que el mundo estaba siendo invadido por un ejército de alienígenas.

Los productores del video sobre El fin de la realidad extrapolan en esa dirección: las creaciones de la IA resultan tan verosímiles que incluso conducen a la guerra entre países.

Acaso se pueda decir que estructuralmente el problema nos acompaña desde antiguo, solo que hay ahora un cambio en magnitud.

Platón formuló el mito de la caverna para hacer ver cómo la mayoría vive en lo pseudo: toma como reales las sombras que se proyectan en la pared. El pensamiento oriental hablará de maya, que significa la irrealidad del mundo que percibimos. Y el poeta exclama que la raza humana no puede sobrellevar demasiada realidad.

Con la IA, sin embargo, la caverna se verá enriquecida. No tendríamos esas torpes sombras en la pared, sino un verdadero despliegue de imágenes, con sonido y texto, capaces de captar la atención del propio filósofo.

Por ese camino no habrá un final de lo real que conocemos y en lo cual vivimos. Sin embargo, la ampliación del ámbito de la realidad segunda y el desarrollo de los recursos para la producción de contenidos van a tal velocidad que resulta urgente hacerse la pregunta acerca de nuestro sentido mismo de realidad: ¿cómo seremos capaces de preservarlo?

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Situarnos en las dimensiones del actuar humano nos permitirá quizá acotar el problema, al menos en una cierta medida. Esas dimensiones son, como sabemos, la técnica, que modifica lo exterior al sujeto; la acción moral dirigida a su realización, y el conocimiento especulativo, de donde la ciencia y, aún más, la sabiduría.

El impacto de la IA se hace (y se hará) sentir con fuerza en la dimensión de la actividad técnica del sujeto, abarcando en ella su trabajo profesional. Por eso, si algo preocupa, con mucha razón, es la cuestión del empleo y en qué medida perderemos el trabajo por efecto de la nueva automación. Daniel Susskind ha podido escribir un libro con el desafiante título de A world without work, donde analiza con detalle la cuestión.

En este terreno, no cabe duda de que la IA sustituirá mucho de la fuerza laboral, aunque —como ha ocurrido en situaciones anteriores— puede anticiparse que dará lugar a nuevas ocupaciones. La necesidad de reubicar a quienes podamos quedar sin trabajo ha impulsado las discusiones acerca de una renta básica universal, suerte de subsidio que garantice al menos el sustento a toda persona. El tema tiene demasiadas aristas, por lo que no es difícil comprender que la propuesta haya sido rechazada por referendo en la capitalista nación suiza.

Al plantearse, sin embargo, un nuevo campo de actividad que pueda ser asumido por algún dispositivo de IA, es preciso volver a la pregunta que Joseph Weizenbaum se hizo cuando le fue sugerido que su invención —el lenguaje Eliza— permitiría a las computadoras pasar consulta psiquiátrica. La pregunta, clara y decisiva, fue: no se trata de que puedan hacerlo, sino de que se deba hacer.

Ello sugiere un límite que ha de ser considerado cada vez que se proponga un nuevo desarrollo. Hay actividades, como cuidar a un ser humano desvalido, que no deben ser confiadas a una máquina, por perfecto que pueda ser su (presunto) desempeño.

Es una constante del progreso tecnológico que cada avance en el dominio sobre la naturaleza pone mayor peso sobre la conciencia de los seres humanos. Lo bueno (o lo malo) que se haga ahora dependerá del querer de las personas.

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La dimensión del conocimiento, en cambio, se presenta de otra manera. Es cierto, ya lo vivimos, que los motores de búsqueda de información son de enorme utilidad en el trabajo intelectual o, en general, en el manejo de datos. Confundir, sin embargo, información con conocimiento, o simple conocimiento con sabiduría, nos alejaría mucho de la comprensión del tema. Eliot1 se preguntaba, años atrás, aquello de:

Where is the wisdom we have lost in knowledge?

Where is the knowledge we have lost in information?

 

[¿Dónde está la sabiduría que se nos ha perdido en conocimiento?

¿Dónde el conocimiento que se nos ha perdido en información?]

El conocimiento es un acto del sujeto; la sede de la verdad es el alma de cada persona. ¿Se falsificarán tesis universitarias, papers, libros enteros? Todo ello es posible y, sin duda, no dejará de ocurrir. De hecho, ocurre ya sin la poderosa ayuda del ChatGPT4. Pero, en ese caso, reducimos el conocer a una actividad técnica, esto es, lo medimos por un producto externo. Olvidamos entonces que lo más importante es el desarrollo mismo de la comprensión en la persona. En definitiva, es la persona lo que más cuenta.

Aquí se plantea de nuevo la pregunta acerca de la preservación del sentido de realidad.

Es cierto que tener un ámbito generado por la imaginación donde se vive, al menos un rato, es cosa antigua. El teatro ha acompañado a la civilización y su capacidad catártica ha modelado la sensibilidad a través del tiempo. Luego, el desarrollo de la literatura —don Quijote pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio leyendo novelas de caballería—, y con mucha fuerza, el cine, nos han acostumbrado a entrar en un ámbito en el cual la suspension of disbelief, como se ha dicho, nos permite compartir lo presentado como de alguna manera real.

La mención de don Quijote, a quien se le secó el cerebro, nos sugiere ya la necesidad de una profilaxis de orden personal. O, según el caso, de una verdadera terapia.

Sin duda, lo primero será practicar la moderación. Sustraernos al embrujo de la realidad secundaria y sus nuevas maravillas. Para ello, se podría decir, es necesario redescubrir la importancia del contacto con la naturaleza, sin mediaciones electrónicas; la importancia de la comunicación amistosa, cara a cara; la primacía de la acción personal por sobre la condición de mero espectador o de “retransmisor”, como ese simulacro de actividad personal que consiste en reenviar contenidos en las redes sociales.

En esa profilaxis será necesario preguntarse, en cada caso, si lo leído, oído o visto es verdad. Aun sin una respuesta fehaciente a la mano, la pregunta misma ya nos saca del sopor en el cual nos ha sumido la sobreinformación disponible. Sobre todo, nos ayuda para actualizar la tensión de nuestro entendimiento a lo real. De ese modo, se mantiene el espíritu despierto.

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Si la dimensión del conocimiento nos revela un ámbito personal en el cual la IA no puede sustituir a nadie, ello es aún más así en la dimensión del actuar libre.

Para considerarlo, acaso será oportuno situar desde el inicio lo más pleno del actuar humano: el amor personal.

La relación interpersonal no ha de ser sustituida. Sin duda, la mediación electrónica ayuda, pero lo esencial será esa comunicación de la intimidad, en medidas variables según la naturaleza de la relación, donde cada persona al mismo tiempo se actúa, se hace presente y se entrega.

Por eso, tampoco se puede remplazar el ejercicio de la libertad que funda la amistad y el amor esponsal. Querer el bien de alguien, querer bien a esa persona es máximo empeño de libertad. Muy diferente a la respuesta provocada por imágenes seductoras o amenazantes. Hablamos, en suma, de los actos más personales del sujeto, aquellos que no puede delegar en otro, menos aún en una máquina, como no podría delegar su propia existencia.

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El desafío de la realización del ser humano es permanente y toca siempre a la cabeza y al corazón. Así, ha de mantenerse la claridad esencial acerca del fin de la educación, que no puede ser sino el desarrollo y la realización de la persona a través de sus actos más propios, el conocimiento y el amor. Asegurar que la persona vive en la verdad, por la experiencia de lo real —la realidad primaria— y el diálogo amistoso.

La invasión de la vida por los recursos de la IA lo puede hacer más difícil y más de uno perderá el rumbo. Pero también lo puede facilitar, al descargar sobre la máquina todo aquello que la máquina puede hacer con ventaja.

Al final, hemos de tener claro el destino de la persona. Su encaminarse a la trascendencia y a la unión con el Absoluto Personal, con Dios. Que tal es la cuestión definitiva, y siempre planteada, lo muestran bien esos que admiramos como grandes testigos de lo humano.

Nota del autor:

Este artículo fue publicado originalmente en lagranaldea.com, el 4 de junio de 2023.

Notas:

  1. T. S. Eliot, Four quartets, Burnt Norton I, 43-44.
  2. Choruses from The rock, I.

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