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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

Señor, ¿Tiene cabezas de pescado?

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dl-feria-de-pescado-1Betzhabet Melo Medina

Desde hace algún tiempo salir a comprar comida en Venezuela se ha convertido en una anécdota digna de reflexión y análisis, especialmente de aquéllos que dicen y piensan que aquí no está pasando nada grave, que todos comemos tres veces al día, gracias a las “maravillas del gran y eficiente” Gobierno Bolivariano, Revolucionario, Socialista…

Hoy, por ejemplo, fui a comprar básicamente 4 cosas: Sardinas, huevos, queso y avena. Productos que, en mi caso, se han convertido en básicos para resolver el “pan nuestro de cada día”. Digamos que con esto soluciono bastante.

Voy feliz, con mi cestaticket, porque sorprendentemente aún me quedan 16 mil bolívares, “un dineral” para los tiempos que corren en mi haber financiero – o, más bien, en mi “deber”-. Mientras, muy al estilo de “Escarlata”– el famoso y recordado personaje de Radio Rochela- imaginaba, soñaba, que podría gastar unos 8 mil bolívares, cuando mucho, para comprar lo que necesitaba.

Llego al primer lugar en busca de uno de mis objetivos principales: avena. Es un localcito de estos árabes donde venden frutos secos, frijoles, enlatados, etc. Confieso que me alegré cuando la vi, porque no siempre encuentro, pero esta emoción duró poco, el precio del papelito pegado bajo las pacas de ½ kilo marcaba 1.650, es decir, 3.300 el kilo, ¡Increíble!, si hace 2 semanas compré 800 gramos en 2.000 BsF., que no es mucha la diferencia pero, de verdad, no me resigno, no me acostumbro a esta locura de precios a la que estamos siendo sometidos.

En fin, volví a ver el precio, saque la cuenta varias veces, lo pensé, lo medité, y seguí mi recorrido por el local, sin la avena. Pregunté por otros productos: sardinas en lata, pepitonas, pasta, granos. Y logré huir con cierta angustia y más cuentas en mi cabeza: “si compro una lata de sardinas y la rindo con vegetales, me serviría para sustituir el queso en una cena con arepas pero, entonces ¿En cuánto me saldría la cena? Si cada cena me cuesta tanto por persona y, si lo multiplico por 30 al mes ¡Dios mío que angustia! Aunque las Matemáticas no son lo mío, ya me he vuelto una experta en problemas de esos que le ponen a uno en el colegio.

A ver, si Juan gana 70 mil al mes y debe costear los gastos de 3 personas en su casa, considerando que cada almuerzo le sale en mil bolívares haciéndolo en casa y cada cena en 500 y desayuno en 500, paga tanto de alquiler, y cuanto en trasporte… ¿Cuánto le falta a Juan para cubrir sus gastos mensuales? Justifique su respuesta. La solución a este dilema aritmético es: ¡Un gran dolor de cabeza! (y tan caras y escasas que están las medicinas). Aunque viéndolo por el lado amable: ¡Gracias mami! Tenías razón, los problemas que tanto insististe en que analizara y resolviera durante la primaria, sí me servirían para algo en la vida.

Sigo, quedamos apenas en mi visita al primer local que, como les conté, no fue exitosa. Pero bueno, pensé: “Seguro en el supermercado debe haber avena, el otro día conseguí, y un poco más barata, me acercaré”. ¡Qué ingenua! A veces parece que olvido por un instante en lo que se han convertido los supermercados en este país. Ni siquiera pude llegar a la entrada del establecimiento que estaba “hasta las metras” de gente.

Unos curiosos, entre esos yo, veían qué había en las bolsas de los que salían, otros parecían sortear alguna oportunidad para colearse, mientras uno de los policías que “resguardaba” la entrada del local le daba a un “amigo” una bolsa llena de arroz, papel y otras cosas que no pude ver, porque lo llevaba como en plan de “caleta”, en una bolsa negra. Un panorama bastante deprimente, del que huí rápidamente.

Resignada con el tema de la avena, me fui a la charcutería que visito con frecuencia porque en teoría es “más barata” o era, mejor dicho. Compré 1/2 kilo de queso, 300 gramos de jamón -“el económico”, todo un lujo en los tiempos que corren-, 2 litros de leche, 1/2 cartón de huevos, 1 litro de jugo, 1 paquete de pan cuadrado y 1 margarina. Reconozco que me pasé un poco de la plan de compras que tenía previsto, pero, ¿11.500 bolívares? ¿De verdad? Volví a sacar la cuenta varias veces en silencio, dudando del total que me acaban de dar, pero finalmente me resigné, con la idea consoladora de rendirlo al máximo, más allá de la semana.

Aun me faltaban las sardinas, adoradas y resolvedoras sardinas, pescado nuestro de cada día, ¡Gracias a Dios existen y aun podemos comprarlas! Así que, de camino a casa, pasé por el camioncito donde antes con mayor regularidad, compraba pescado. Confieso que no tenía muchas esperanzas de conseguirlas, porque la última vez que pregunté el señor me dijo que es lo que más se vende y se acaban muy rápido.

A pesar de mi pesimismo pregunté y, efectivamente, había. Me sentí aliviada. Un dolor de cabeza menos. Tanto así que ni le pregunté cuanto costaban, enseguida le dije: ¡Deme 3 kilos! Fue una grata sorpresa conseguirlas y sin hacer cola, pues siempre había mucha gente comprando. Pensé: ¡Que bueno! Debe ser porque es día de semana y yo venía los sábados.

Como si me hubiese escuchado, el vendedor comentó enseguida: “el día ha estado flojo, la gente no está comprando mucho pescado, solo sardina, porque es más barato”. Cuando me disponía a seguir ahondando en el tema -por mi afán periodístico de saberlo todo- interrumpió una señora con bolsa en mano: “¿Ya tienes retazos de pescado?”. Era evidente que no venía en plan de comprar y que no era su primera visita al pescadero, porque la trató con mucha familiaridad.

Dije en mi interior: ¡Dios mío! A lo que hemos llegado, la gente pidiendo sobras de pescado, para medio aguantar la pela. Pero, al mismo tiempo, me entró un fresquito de saber que podremos haberlo perdido todo, pero aún nos queda mucha gente buena y solidaria como el pescadero que da la cara por el país, aunque para muchos sea invisible.

La señora de unos 65 años, calculo, estaba muy flaca, aunque no parecía indigente. Tenía un pantalón desteñido, al igual que su camisa, viejita, pero ni rota ni sucia. También llevaba el pelo corto, y las uñas cortas y aseadas. Incluso me percaté que tenía un poquito de rubor en sus mejillas arrugadas, y sombra en sus ojos. Ella esperó pacientemente. El pescadero agarró la bolsa y le dijo: “no tengo retazos de pescado, pero sí varias cabezas, y también te pondré una ñapa de sardinas”.

La señora agarró su bolsa y sonrió, se despidió y siguió su camino. Minutos antes llegó un joven con otra bolsa, esta vez no hubo intercambio de palabras, mientras se acercaba, el pescadero replicó: “aquí te guardé unas cabezas de pescado”. Al igual que la señora, él traía su bolsita, abierta de par en par.

Ya había visto a este muchacho otras veces por la casa, junto a otros de su edad (unos 15 años) y menores que él. Desde hace algunos meses los observo hurgando en la basura, cobrando por ayudar a los carros a estacionarse frente a una panadería, peleando con “Cédula” (el indigente de la cuadra) y tocando los intercomunicadores de los edificios. Los he visto y con preocupación me pregunto: ¿Dónde están los padres de estos muchachos?, ¿Qué tipo de futuro les puede deparar siendo “hijos de la calle”?

Ante este panorama nada alentador, hoy me quedo con mi “amigo”, el héroe anónimo de esta historia, el señor pescadero. Claro ejemplo de que aún quedan muchas razones para luchar, porque entre tanta corrupción y viveza criolla, aún hay solidaridad pa’ rato.

No me queda más que decir: ¡Gracias señor pescadero por su gesto! Gracias a usted varias personas hoy tendrán al menos algo para no morir de hambre. Gracias por demostrarme que sigue valiendo la pena ser venezolano.

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