Por Antonio Pérez Esclarín
Si bien una inmensa mayoría celebra la Semana Santa de un modo totalmente ajeno a su sentido religioso original, deberíamos tener un poco de coherencia y, sin importar dónde estemos, tomarnos un tiempito para asomarnos al misterio de un Dios que llevó su locura de amor hasta dar la vida por nosotros en medio de los más insoportables sufrimientos. La cruz no nos revela a un Dios sanguinario, que exigió el sufrimiento y sangre de su hijo para calmar su cólera y perdonar nuestros pecados, sino que nos muestra a un Dios maternal, al servicio de la vida, que se identifica siempre con las víctimas, no con los verdugos, que está con los que padecen el sufrimiento, no con los que lo causan.
En la Semana Santa, Jesús refrendó con su propia sangre sus enseñanzas esenciales: la vida se salva cuando se entrega, cuando se dedica no a competir, dominar, ganar a cualquier precio, sino a ayudar, compartir, servir. La grandeza de una vida se mide, en último término, no por los conocimientos que uno posee, ni por los títulos, dinero o bienes que ha acumulado, ni por el prestigio o éxito social, sino por la capacidad de servir y ayudar a los demás, por la disposición de gastar la vida para que todos tengan vida en abundancia. Perdemos o malgastamos la vida si nos dedicamos a acumular riquezas y vivimos de espaldas a las necesidades de los demás. Ganamos la vida si nos dedicamos a servir y a trabajar por un mundo mejor, donde todos podamos vivir con dignidad.
En nuestro mundo, lo importante es triunfar; para Jesús, lo importante es servir. En nuestro mundo, es primero el que más tiene (poder, títulos, dinero…); para Jesús es primero el que más sirve con lo que tiene. Jesús no ejerció nunca el poder sobre las personas, sino que lo orientó a humanizar la vida y aliviar los sufrimientos, para hacer crecer la libertad y la fraternidad. El poder suele ir acompañado de soberbia y de autoritarismo y no es capaz de cambiar los corazones. Jesús cree en el servicio humilde de los que buscan una sociedad mejor para todos.
Pobres, enfermos, despreciados se colgaban de sus labios, bebían con avidez sus palabras en las que encontraban una respuesta a sus ansias de vida. Jesús era como una fuente de agua viva en la que podían lavar sus cansancios, limpiar sus suciedades y saciar su sed más profunda. Era una luz que guiaba sus pasos para no perderse y encontrar el camino de la vida verdadera.
Jesús fue, en definitiva, un perfecto anti rey, totalmente opuesto a los reyes y gobernantes de la tierra, que entró en Jerusalén montado en un burrito como los campesinos, y no en un caballo brioso como los conquistadores, que resumió su vida poniéndose a lavar los pies de los discípulos y diciendo que así debían comportarse sus seguidores. Un rey coronado de espinas cuyo cetro fue una caña y su manto un trapo sucio, rey que triunfó no desde un palacio imperial sino desde la cruz de los condenados.
Semana Santa: Tiempo para entregar la vida a impedir que se sigan crucificando inocentes, para bajar de la cruz a tantas víctimas del odio y la violencia.