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“Sanar el corazón, recuperar la palabra”

Opción 1_Foto Cortesía

(VIII Domingo. Tiempo ordinario. Ciclo C)

Por Alfredo Infante s.j.*

“El fruto manifiesta el cultivo del árbol; así la palabra, el del pensamiento del corazón humano”. (Eclesiástico 27,6)

Las palabras son mensajeras de lo que habita en nuestro corazón, revelan la calidad de nuestra vida interior. Y, también, la palabra tiene poder, puede matar o dar vida.

Dicen los campesinos y los jardineros que, si uno siembra una matica y le habla con cariño, esa criatura de Dios se pondrá bonita y sus flores o frutos nos alegrarán la vida; y si por el contrario, sembramos una plantita y descargamos sobre ella nuestra violencia y nuestra mala vibra, ésta no crecerá y se marchitará. Lo mismo pasa con la persona, si recibimos maltratos e insultos, nuestro corazón se resiente, y sanar el daño implicará un largo proceso de acompañamiento psico-espiritual para reconciliarse consigo mismo y con los demás; y, si no emprendemos el camino de sanación interior, replicaremos lo que otros hicieron con uno e iremos por el mundo haciendo daño con nuestras palabras y acciones.

El peso que tiene la palabra es inmenso porque no sólo es reflejo de lo que llevamos dentro, sino que –cual efecto boomerang– puede sanar o dañar nuestro corazón y edificar o destruir nuestro derredor.

Cuántas veces no hemos sido sanados cuando logramos darle nombre a lo que llevamos por dentro y nos atrevemos a hablar del asunto ante alguien que nos da confianza y nos escucha con atención.

Narrar hace milagros, sana y libera. En los procesos de duelo, por ejemplo, narrar y conversar ayuda a sanar el corazón herido. También, en la familia, cuando nos escuchamos y hablamos con sensatez, buscando el bien común, la palabra es fecunda, da frutos abundantes. Pero, si, por el contrario, alimentamos el chismorreo y el juicio malsano, terminamos afectando la convivencia y generando espacios hostiles e inhóspitos.

San Ignacio de Loyola, para cuidar la salud de la vida comunitaria y la misión de la naciente Compañía de Jesús, recomendaba encarecidamente a los jesuitas “tener conversaciones edificantes”, es decir, conversaciones sanadoras, restauradoras, fortalecedoras, que inflamen de esperanzas, porque estaba convencido de que “el decir ayuda al sentir”. Por eso, para cuidar nuestro corazón, nuestras palabras y conversaciones, deben ser pasadas por el cernidor de la inteligencia, porque así como “El horno prueba las vasijas del alfarero, la prueba del hombre está en su razonamiento” (Eclesiástico 27,5).

En el evangelio, Jesús, conocedor de la condición humana, dice que “el árbol se conoce por sus frutos” e invita a tomar conciencia de cómo está nuestro corazón, porque “de lo que rebosa el corazón lo habla la boca”.

Nos cuentan los abuelos que tiempo atrás la palabra tenía tal peso en la convivencia humana que, para referirse a alguien creíble, se decía: “este fulano o fulana tiene palabra”. De hecho, los acuerdos se cerraban levantando la mano y diciendo: “palabra-palabra”. Pero hoy, la palabra se ha banalizado y ha perdido el peso y, en consecuencia, se ha minado la confianza en la convivencia porque al perderse el respeto por la palabra, se entra en el terreno de la desconfianza y el miedo que genera inseguridad.

La banalización de la palabra es el espejo de un mundo descorazonado; de una humanidad que ha perdido densidad interior, dañada, desencontrada, resentida, y, como insiste Jesús “Lo que rebosa el corazón lo habla la boca”. (Lucas 6:39-45)

Hoy, los poderes del mundo se reúnen en grandes cumbres y convenciones, “climáticas”, “sobre la paz”, “de derechos humanos”, y cuando se llega a importantes y necesarios acuerdos para el destino de la humanidad, tales acuerdos son frágiles porque los intereses particulares terminan prevaleciendo y echando al traste con lo acordado, banalizando la palabra. Hoy estamos al borde de una guerra mundial y de una catástrofe medioambiental, en parte, por la incapacidad de la humanidad a llegar a acuerdos, de recuperar la palabra.

También, en nuestro país se ha perdido el valor de los diálogos y las negociaciones porque los intereses de grupos particulares prelan sobre el bien común y el bien público.

El evangelio nos hace un llamado a sanar el corazón para recuperar la palabra y, así, dar buenos frutos.

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