Beatriz García
1980-2013, 33 años del asesinato de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, San Romero de América, pastor y mártir, bautizado así por la palabra perfecta de Pedro Casaldáliga, asumido así por el pueblo salvadoreño a quien Monseñor acompañó en una terrible época de guerra civil, olvido, pobreza total y masacres, cuyos gritos aun no se silencian.
San Romero de América, su homilía no murió a pesar de la bala acertada que le segó la vida; sigue resucitando más allá de las fronteras del suelo donde sembró su sangre, dejó el país para expandirse por toda la patria grande: la América semejante, una vez más, en la historia común de crueles dictaduras que plagaron de muertes y desaparecidos este continente. Romero vive en todo aquel que lleva, hasta los confines, la opción radical por el pobre, en todo aquel que sigue a Jesús de Nazaret en el vivir construyendo su mensaje.
Ya Romero es Santo, el pueblo salvadoreño lo canonizó el 24 de marzo de 1980 cuando cayó abatido por la intolerancia de la hegemonía de los poderes instalados en El Salvador. El pueblo latinoamericano lo canonizó, muy por encima de lo que El Vaticano pudiera juzgar, porque comprendió cómo fue testimonio de un Dios encarnado en la vida de los que sufren para dar esperanza en medio de las tragedias, una esperanza que lucha, denuncia atropellos y anuncia bienaventuranzas a los sencillos.
Romero se transformó para hacerse uno con los pobres, hizo de su homilía la escucha y la voz del pueblo a quien se le mutilaba la palabra y la vida. Hacer presente a Dios en medio de una guerra implicó el mandato categórico “En nombre de Dios ordeno: ¡cese la represión!” mandato pronunciado en aquella homilía insoportable para los causantes de tanto dolor, palabra valiente, segura, sin miedo en sus letras, a viva voz sabiendo la amenaza de la muerte. Romero terminó como el Cristo crucificado, sentenciado por los poderes, incomprendido por parte del clero que interpretó su compromiso cristiano como ideológico; por eso, aunque aún no hayan decidido canonizarlo, ya lo está en el corazón que mantiene viva su memoria, a pesar del transcurrir del tiempo, porque como él mismo dijo, resucita en su pueblo.
El Vaticano tiene una deuda inmensa con el pueblo creyente de América Latina, con comunidades eclesiales que han donado la vida al lado de los excluidos, con religiosos y religiosas que padecieron martirio en medio del silencio de la alta jerarquía eclesial, una jerarquía que sentenció la teología de la liberación y amordazó algunas de sus voces más diáfanas. La imagen del Papa Juan Pablo II frente a Ernesto Cardenal arrodillado a sus pies mientras lo señalaba enérgicamente dio la vuelta al mundo para dejar claro que el Vaticano no respaldaba ese genuino movimiento de iglesia, movimiento que entendió: la fe no puede ir de espaldas a la injusticia padecida por las mayorías pobres del continente. El Vaticano adeuda la canonización de Romero, en el marco de esas otras deudas que tienen de fondo un mismo sentido: la incomprensión del seguimiento fiel a la vida, mensaje y estilo de Jesús de Nazaret aquí y ahora.
Aunque de hecho ya algunos lo nombremos Santo, en efecto la canonización de Romero sería una señal singular de un viraje en la iglesia católica, una vuelta hacia la opción por los pobres, un punto sobre una “i” mayúscula, indicador de que una nueva brisa sopla para recordarnos que Jesús nació pobre entre los pobres, anunció la buena nueva, no desde la comodidad y la distancia, si no en el caminar con los sencillos. Una esperanza corre por las venas de esta América, ojala el nuevo Papa Francisco I pueda comprender el sentir de buena parte de la iglesia latinoamericana; comprender, con el corazón puesto en esta tierra, el deseo de numerosos feligreses de ver reconocida la vida santa de un pastor y mártir que fue transformado por el amor compasivo, no ideológico, entregado hasta más allá de los límites de la muerte; el deseo también de sentir una iglesia mas parecida a los compañeros que siguen a Jesús y se hacen instrumento para la construcción del amor de Dios en esta tierra.