Conocido como el Papa bueno, este hombre supo que la Iglesia necesitaba un cambio profundo y proclamó el Concilio Vaticano II, en el que instó a todos los obispos del mundo a promover la adaptación de la Iglesia católica a los nuevos tiempos, como por ejemplo, que las predicaciones se hicieran en un lenguaje más comprensible para todos. La Iglesia debía convertirse en una casa abierta
Por Alfredo Infante, s.j.*
San Juan XXIII no es la clásica imagen del santurrón desengastado de la cotidianidad y sumergido en los altares en busca de una perfección lejos de la carne y el mundo. Es, por el contrario, el hombre que decidió hacer relucir desde la fe lo más bello, fino y exquisito de su humanidad, en el corazón del mundo. Un hombre de Dios que supo cultivar desde niño una relación íntima y profunda con nuestro Señor Jesucristo, al punto que esta relación fue tallando y modelando toda su vida. Por eso, quienes lo conocieron, se sintieron atraídos y conducidos desde su persona a Jesucristo; porque irradiaba una bondad cultivada y exquisita.
El Papa bueno, regordete, campechano y con un agudo sentido del humor, fue un hombre de una inteligencia brillante, cualidad que supo cultivar con una rigurosa autodisciplina de estudio y trabajo, pensando desde la fe las grandes cuestiones del mundo. Esta actitud de vida le hizo ganar el respeto de sus compañeros y profesores durante el tiempo de su formación; disciplina que mantuvo con tesón por el resto de su vida. Gracias a esa combinación de bondad, inteligencia, humor, autodisciplina, apertura de mente –fundada en la fe, la esperanza y caridad–, supo discernir y tomar importantes decisiones en la misión encomendada, cosechando buenos frutos en torno a la construcción de la paz, la defensa de los derechos humanos, el diálogo por la unidad de los cristianos, el diálogo interreligioso y el diálogo político con el comunismo en un contexto de Guerra Fría. El mundo fue su campo de misión y la humanidad su templo.
La inteligencia le salva
Ángelo Giuseppe (Juan XXIII), nació en el seno de una familia campesina y en un contexto de austeridad y estrechez económica. Desde niño presenció el proceso de emigración hacia las Américas que vivía la Italia de finales de siglo XIX y principios de siglo XX. En este contexto de pobreza que provocaba una gran diáspora, las familias que optaban por quedarse muchas veces no tenían más remedio que resignarse al circuito de la sobrevivencia, para lo cual tenían que dedicar a sus hijos al duro trabajo de la tierra, sacrificando la escolaridad. Ángelo mostraba un gran interés por los estudios, acompañado por una fina inteligencia, curiosidad intelectual y una gran devoción por Jesucristo y su Iglesia, poco común entre sus pares. Rebuzzini, el párroco de su pueblo, percibió el don del niño y procuró la solidaridad de Giovani Morlani –propietario de las tierras– para que el niño Ángelo estudiara. Ángelo sintió desde niño una gran admiración y respeto por el padre Rebuzzini, un cura bueno de pueblo, amigo de los pobres, que hacía mucho bien a la gente. La relación cercana con Rebuzzini le encendió el deseo, ya desde niño, de hacerse cura y estudiar para ayudar a su pueblo.
Cultivo interior
Vale destacar tres pequeños hechos que contienen en cierne la calidad humana de Ángelo y su trascendencia desde la fe. El primero, es que estando en el seminario, registra en su diario del alma, su empeño por llevar una vida virtuosa para conquistar la santidad, experimentando al mismo tiempo en su vida las flaquezas e incoherencias ante los santos propósitos. Esto le llevará a reconocer que todo es gracia, que la santidad no es una conquista humana, sino un don que se acoge y nos configura humanizándonos. En segundo lugar, dada su vocación intelectual y autodisciplina de estudio es enviado a Roma en 1901 a continuar con la teología, y allí se ha debido topar con excelentes profesores porque esta etapa la registra en su diario de la siguiente manera: “daba discretas alas a nuestra juventud y coraje para alcanzar grandes horizontes”. Un tercer hecho, es su decisión solidaria de ofrecerse voluntariamente al servicio militar en lugar de su hermano Zaverio, quien apoyaba en el sustento de la familia.
Curtido por el mundo
Ordenado presbítero en 1904, le acompañó siempre el deseo de ser un cura bueno, humano, y ese deseo configuró todo su ministerio. En sus primeros años de sacerdocio tuvo un gran maestro y amigo, monseñor Giacomo Radini, de quien fue su secretario y le acompañó a vivir una fe inserta en la realidad de la vida. En 1925 fue ordenado obispo y nombrado visitador apostólico y, aunque oficialmente fue un funcionario del Estado vaticano, este rol no eclipsó de ninguna manera su corazón de pastor, sino que, por el contrario, hizo de la nunciatura un servicio a la defensa de los derechos humanos, a la reconciliación de los cristianos, al mutuo reconocimiento de las religiones, diálogo con el marxismo y apostó a la paz de la humanidad.
Su sentido de Iglesia le llevó a misiones difíciles en distintas partes del mundo; misiones que asumió desde la fe y que le pusieron en contacto con situaciones límites que requerían mucho discernimiento espiritual y agudeza intelectual para acertar en las decisiones. En la misión de Bulgaria (1925) tuvo la oportunidad de dialogar con la Iglesia ortodoxa; en Turquía (1934), siendo administrador de la Iglesia Latina de Estambul, protege y socorre a los judíos ante la represión y persecución nazi; en 1944, en Paris, encuentra una Iglesia dividida y, al parecer, señalada en algunos de sus obispos de colaborar con los nazis; también se señala a la misión obrera de afecta al marxismo. Le toca pues, establecer los diálogos para que reluzca la verdad y se superen los conflictos internos en el seno de la Iglesia y de la sociedad. En 1953 regresa a Italia y es nombrado Patriarca de Venecia. El ya anciano Ángelo resume su misión así: “quiero ser vuestro hermano, amable, cercano, comprensivo”.
El Papa bueno: hermano de la humanidad
Con la muerte de Pio XII se cita el cónclave y, el 28 de octubre de 1958, a sus 77 años, es elegido Papa Ángelo Roncalli, quien elegirá el nombre de Juan XXIII, hoy San Juan XXIII. Previo a la elección, el Vaticano se encontraba en una lucha intestina por el poder y, al parecer, entre los bandos hubo un acuerdo implícito de escoger a un anciano que garantizara una transición tranquila y que se dejara gobernar por la curia romana.
Se equivocaron y eligieron a un hombre sabio, curtido por el mundo, dócil al Espíritu Santo, configurado por una relación íntima y profunda con Cristo, con una inteligencia tan deslumbrante como su bondad, y abierto a las grandes cuestiones de su época. El bueno de Juan, consciente de que la Iglesia estaba necesitada de repensarse a sí misma y su misión en el mundo, tres meses después de su elección, el 25 de enero de 1959, convocó el Concilio Vaticano II, acontecimiento eclesial que abrió las puertas de la Iglesia al Espíritu y al mundo. De la Iglesia entendida como sociedad perfecta se pasó a la Iglesia sacramento de salvación donde “la misión es fomentar y elevar todo cuanto de verdadero, de bueno y de bello hay en la comunidad humana” (GS 76); y de un modelo de Iglesia jerárquico, se pasó a una Iglesia Pueblo de Dios, comunidad de creyentes, en busca de la fraternidad de los hijos e hijas de Dios en la familia humana. Este fue el gran milagro de San Juan XXIII, recuperar en la Iglesia el horizonte de la fraternidad desde el servicio a la familia humana. Lo que aconteció en el Concilio Vaticano II ya había acontecido en su corazón, porque su campo fue el mundo y su templo la humanidad.
*Miembro del Consejo de redacción de la revista SIC
Fuente: Revista SIC N° 766 | Julio 2014