Por F. Javier Duplá s.j.
Ignacio de Loyola fue un hombre fuera de serie, que hizo cosas contradictorias en apariencia y también en realidad: cortesano mujeriego en su juventud y arrepentido después de su conversión hasta extremos penitenciales excesivos; muy exigente consigo mismo, pero confiando en la libertad de sus compañeros para llevar a cabo la misión que les encomendaba. Voy a fijarme en algunos aspectos de su vida que pueden tener significación actual.
El sentido de la honra
Por confidencia suya se sabe que estuvo a punto de sacar la espada para herir a un viandante que venía de frente y que no le quiso dejar la acera, y él tuvo que bajarse a la calzada. El sentido de la honra personal era muy vivo en Íñigo, mayor incluso que el de los cortesanos de su época. El lenguaje mismo lo delataba: la palabra “hidalgo” es una abreviación de “hijo de algo” o de alguien reconocido por un título de nobleza. El viandante no le daba el puesto que se merecía a él, que organizaba toda su vida en función del reconocimiento de los demás. Podríamos pensar que semejante exigencia de reconocimiento ya murió hace tiempo, pero no es así. Ahora la honra se funda sobre el dinero, sobre las fincas, yates, aviones y cuentas bancarias que puede acumular una persona de apellido X, aunque esa fortuna haya sido mal adquirida por robo del erario público o por especulación financiera.
Formación religiosa sólida
Un episodio original ocurrió cuando Íñigo peregrino después de su conversión se encontró con un moro que negaba la virginidad de María. Íñigo aplicó el sentido de la honra a la Virgen María, lo que indica que había sido bien formado en cuestiones religiosas, aunque su vida fuera por caminos contrarios. Dejó que la mula sobre la que iba montado escogiera el camino: si seguía tras el moro lo apuñalaría sin mayores explicaciones, pero si la mula escogía la bifurcación que le alejaba, dejaría al moro en paz. Esto fue lo que ocurrió, gracias a Dios, como diríamos hoy día. Alguien dijo con humor que la mula salvó a Ignacio de ser un asesino.
La búsqueda de trascendencia
Después de la herida en Pamplona, leyó libros piadosos que le pasó su cuñada y al leer la biografía de grandes santos, sintió deseos de emular a San Francisco y a Santo Domingo, pero no por una motivación espiritual sino, una vez más, por hacer algo grande que le diera fama. Hombre impulsivo, pagado de sí mismo, siempre anhelando realizar hazañas. Muchos Récords Guiness obedecen a sentimientos parecidos: hacer algo grande que les dé fama, que les haga sentirse superiores a los demás. Pero Dios iba a aprovechar ese carácter muy impulsivo y muy generoso de Íñigo para hacerle caer en la cuenta de su mundo interior, de sus sentimientos, y así ir elaborando un discernimiento espiritual que sería la base de los Ejercicios Espirituales.
Salir de sí mismo para una auténtica conversión
Íñigo se despojó de sus vestiduras, las regaló a un pobre, y caminó hasta Manresa, donde confesó sus pecados con un monje. Esa confesión duró muchas horas y luego la volvió a repetir por escrúpulos de que no había confesado todo con detalle. El confesor le prohibió repetirla, pero él no se aquietaba. Hasta tuvo la tentación de suicidarse arrojándose al río Cardoner, porque no sabía si podría seguir esa vida de conversión durante muchos años, como era en ese momento su propósito. Pasaba de un estado de consolación grande a una desolación extrema. Oraba siete horas de rodillas, ayunaba, y comenzó a conversar de cosas espirituales con muchas personas que le iban conociendo y corrían la voz. Vio que hacía mucho bien en esas conversaciones y aquí comenzó un cambio que no había previsto: hacerse portavoz del buen espíritu y no quedarse solo en su vida espiritual. De una espiritualidad egocéntrica Dios le iba llevando a una espiritualidad apostólica que a partir de entonces fue determinante en su vida.
La conversión es total, espiritual y material
La transformación de Ignacio fue total. Deseaba parecerse tanto a Cristo, que peregrinó a Jerusalén con la intención no sólo de visitar los santos lugares, sino de quedarse allá donde Cristo vivió. La conversión es total, espiritual y material. Ignacio no sabe de medianías: si de joven quería conquistar a la princesa Catalina, que luego fue esposa de Enrique VIII, después de su conversión quiso imitar a Jesucristo en todo, hasta en vivir donde él vivió. Menos mal que los franciscanos, custodios de Tierra Santa, no se lo permitieron. La providencia quería a Ignacio para otros menesteres y lugares.
De corazón humilde frente a la crítica
Poco a poco iba escribiendo los Ejercicios, que tanto bien habrían de hacer y siguen haciendo. Pero había grupos de “alumbrados”: algunas mujeres y hombres se consideraban iluminados directamente por Dios y contaban experiencias místicas de muy distinta índole. No es pues extraño que Ignacio fuera acusado de alumbrado en su trato con tantos que venían a oírle hablar y aconsejarse con él. Estando estudiando en Alcalá fue acusado ante la Inquisición y estuvo 42 días en prisión. Después en Salamanca estuvo otros 22 días y en ambos casos le exigieron entregar el texto de los Ejercicios Espirituales, pero vieron que son edificantes, que hacen mucho bien a las almas y que no contienen error alguno. Estos episodios los pasó Ignacio con gozo, como quien acompaña a Jesucristo en los malentendidos y sufrimientos que él tuvo. El actual papa Francisco ha sufrido muchos malentendidos y rechazos por sus declaraciones tipo franciscano en Laudato Si en favor de una Tierra tan peligrosamente expuesta a la destrucción por la avaricia de las empresas productivas.
Una compañía universal e incomprendida
San Ignacio y sus compañeros pensaron en una orden muy distinta de las entonces conocidas. La Compañía de Jesús se puede calificar de moderna renacentista: oración mental en vez de oficio coral, disposición a ir donde les mande el Papa –movilidad del apostolado– y no conventos monásticos, mentalidad universalista y no centrada en Roma, vestidura común con los sacerdotes de la época. Esas diferencias ocasionaron incomprensiones, de las que nunca se libró la Compañía.
La experiencia mística
Ignacio, en la iglesia La Strada en las afueras de Roma, tiene una visión de Dios Padre que le pone a él con Cristo su Hijo: quiero que tú nos sirvas. Como dice en la autobiografía:
“Y estando un día, algunas millas antes de llegar a Roma en una iglesia, y haciendo oración, sintió tal mutación en su alma y vio tan claramente que Dios Padre le ponía con Cristo, su Hijo, que no tendría ánimo para dudar de esto, sino que Dios Padre le ponía con su Hijo”.
Confirmación mística de la escogencia divina a Ignacio para fundar la Compañía. Muchas otras consolaciones experimentó Ignacio en las misas que celebraba y en la redacción de las Constituciones. La cultura actual es muy reacia a todo lo que no sea ciencia y técnica y no cree en la presencia sobrenatural de Dios, la Virgen y los santos en momentos clave de personas e instituciones. Son dos mundos diferentes, que hombres como José Gregorio Hernández supo estimar hace poco más de un siglo. Ignacio fue modesto en sus declaraciones y supo unir experiencias místicas con el gobierno diario de la orden.
Un hombre fuera de serie, un ejemplo extraordinario.