Nelson Freitez
Los días de la ira
Hay tres aspectos que llaman la atención sobre la fijación de salario mínimo en Venezuela en los últimos años. Uno: el salario no lo discuten o negocian los actores directamente vinculados a la producción, sino que lo fija unilateralmente el gobierno, al margen incluso de la participación de la central sindical oficialista. Otro: existe un prolongado congelamiento de los contratos colectivos –en especial en el sector público- lo que hace que los incrementos salariales únicamente puedan darse en lo mínimo y por decreto presidencial. El tercero: que cada vez más la mayoría de la población asalariada en el país –alrededor del 73.5 %- tiene un salario mensual por debajo o igual al nivel de salario mínimo.
Esta política salarial –incluso reconociendo que se ha aumentado el salario mínimo a partir del año 1999-, ha generado diversos efectos desfavorables para la población trabajadora del país. En primer término, se desconoce la legitimidad de las organizaciones sindicales para participar en las decisiones salariales, ya no sólo a la CTV sino a la UNT, las cuales tienen el derecho de hacerlo por mandato constitucional y por prescripción de la vigente Ley Orgánica del Trabajo (Art. 167). Este desconocimiento oficial se corresponde con una política gubernamental hacia los sindicatos que les niega su autonomía para actuar y decidir –“Nada de autonomía sindical, los sindicatos no deben ser autónomos…” (Discurso presidencial. Teatro ‘Teresa Carreño’, 24/03/07); además que se ha fomentado la intervención del CNE en los procesos electorales internos de los sindicatos, conduciéndolos a su paralización.
Esta política de desconocimiento sindical ha influido, entre otros factores, en la disminución de los 3.000 sindicatos existentes para el año 1998 a unos 1.500 que existen el presente. Contempla la promoción –ya muy disminuida por sus inconsistencias- de cooperativas de trabajadores asociados que han sustituido a trabajadores asalariados de instituciones públicas y han debilitado a los sindicatos, en particular, en las instituciones gubernamentales y en las grandes empresas del Estado –PDVSA, empresas eléctricas e hidrológicas-, contribuyendo a la generación de trabajo desprotegido, flexibilizado y en muchos casos precario –como en los entes paramunicipales de residuos sólidos-.
En tal dirección se ubica igualmente, la intención del Gobierno de desconocer, retrasar y congelar la discusión de la contratación colectiva en el sector público, lo que ha influido en que mientras en el año 1998 estaban vigentes –en el sector público la mayoría y en el privado- 880 contratos, para el presente sólo existen en el país unas 440 convenciones colectivas. La tendencia es que predominen los contratos individuales y se debiliten los colectivos. Los empleados públicos tienen 4 años esperando su nuevo contrato colectivo, así como los trabajadores del INCE que ya alcanzaron los 9 años y los del MERCAL que tienen dos años tratando de que el Gobierno les reconozca su derecho a la contratación colectiva. En general, hoy son unas 243 convenciones colectivas vencidas, que agrupan a alrededor de 2 millones de trabajadores esperando infructuosamente que el Gobierno discuta tales contratos.
El otro aspecto resaltante de la política salarial es la tendencia a la nivelación hacia abajo que está implícito en su diseño. Se centra en el salario mínimo en una sociedad en la que crónicamente alrededor del 35% de la población asalariada devenga menos del salario mínimo y sólo un 26 % gana más de éste (Informe Anual 2006 PROVEA, pág. 128). Lo que conlleva a que la gran mayoría de las familias trabajadoras tenga serias dificultades para adquirir la canasta básica de alimentos, bienes y servicios, por lo que deben disponer de los ingresos de 2 o 3 integrantes del grupo familiar para tratar de cubrir sus necesidades.
Incluso este reciente aumento del salario mínimo a 612 mil bolívares cubre sólo parcialmente el costo de una canasta alimentaria que el INE calcula sesgadamente sobre el valor de productos de precios regulados –que sólo se consiguen realmente en MERCAL- y no sobre el valor real de los mercados donde compra la mayoría trabajadora –bodegas, abastos y mercados municipales-.
En fin, más allá de la euforia del “salario mínimo más alto de América Latina” deberíamos preguntarnos por qué una sociedad con un ingreso fiscal tan alto –en promedio 50.000 mill. de dólares al año desde el año 2000- le procura a su población trabajadora un nivel de salarios tan bajos. Y también por qué los sindicatos no pueden participar en las decisiones salariales ni deben disponer de una autonomía universalmente reconocida.