Por F. Javier Duplá, s.j.
El mundo está lleno de ruido. Música vibrante que escapa de las radios; parlantes que atruenan en todas las convocatorias políticas. Y cuando los convocados regresan a la casa no pueden vivir sin la televisión a todo volumen. ¿Dónde quedó el silencio? Las jóvenes generaciones viven pendientes del celular, que les inunda de noticias, shows, demandas, espectáculos. ¿Dónde quedó el silencio personal? No quedó, no parece existir más. El silencio interior es necesario para escuchar a otra persona sin interrumpirla. Tenemos necesidad de aprender a escuchar.
Dice el papa Francisco (Mensaje para la 56 Jornada mundial de las Comunicaciones Sociales, 24 de enero de 2022):
También en la Iglesia hay mucha necesidad de escuchar y de escucharnos. Es el don más precioso y generativo que podemos ofrecernos los unos a los otros. Nosotros los cristianos olvidamos que el servicio de la escucha nos ha sido confiado por Aquel que es el oyente por excelencia, a cuya obra estamos llamados a participar. “Debemos escuchar con los oídos de Dios para poder hablar con la palabra de Dios”. El teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer nos recuerda de este modo que el primer servicio que se debe prestar a los demás en la comunión consiste en escucharlos. Quien no sabe escuchar al hermano, pronto será incapaz de escuchar a Dios.
La comunión no es el resultado de estrategias y programas, sino que se edifica en la escucha recíproca entre hermanos y hermanas. Como en un coro, la unidad no requiere uniformidad, monotonía, sino pluralidad y variedad de voces, polifonía. Al mismo tiempo, cada voz del coro canta escuchando las otras voces y en relación a la armonía del conjunto. Esta armonía ha sido ideada por el compositor, pero su realización depende de la sinfonía de todas y cada una de las voces.
Es un acierto comparar una sinfonía con la Iglesia. En la sinfonía todos los instrumentos emiten sonidos distintos, pero todos contribuyen a la creación de un conjunto polifónico, que eleva, admira y hace gozar a los oyentes. Eso mismo ocurre en la Iglesia entendida como pueblo de Dios en marcha. San Pablo habla de carismas, de dones del Espíritu que contribuyen armónicamente a la edificación y el buen funcionamiento del Cuerpo de Cristo. Los carismas actúan después de “escuchar” a los demás, sabiendo que su voz es distinta y contribuye al bien de todos.
Escuchar. Parece fácil, pero no lo es. Hace falta estar atento a lo que dice el otro, entender sus razones, no interrumpir, buscar una solución del problema común, proponer metas atractivas. Cuántos matrimonios se convierten en un infierno por falta de escucha, por mantenerse en su propia visión y no querer escuchar a la pareja. En el mundo de los negocios el buen vendedor adapta su discurso a las necesidades y expectativas del comprador, que ha sido consultado sobre sus preferencias. Y en la política nacional e internacional se ve claramente la importancia del diálogo y de la escucha. Los que detentan el poder toman el diálogo como una forma fácil de ganar tiempo, de “correr la arruga”, porque no les interesa escuchar. No caen en la cuenta porque su visión miope de corto plazo no les hace ver la destrucción social, humana y ecológica que están causando en el planeta.
Dentro de la Iglesia a lo largo de los siglos no ha existido la escucha por parte de las autoridades, porque consideraban que el cristiano lo que tiene que hacer es obedecer. El Concilio Vaticano II inició un camino de escucha al considerar a la Iglesia como pueblo de Dios. De ahí que la sinodalidad, o sea la búsqueda de un camino común, —ese camino nuevo que inició Francisco—, favorece las iniciativas de tantos cristianos que buscan formas nuevas de interpretar la Palabra de Dios, de hacer la liturgia más cercana y atrayente, de despertar la alegría de la fe.
La sinodalidad favorecerá el dejarse guiar por el Espíritu Santo hacia las periferias del mundo. Este camino lo recorrerá la Iglesia toda si sabe escuchar a la mayoría de los habitantes de la tierra, que viven en zonas periféricas donde falta de todo. Escucharles, sintonizar con ellos, sentirse en ese mundo, del que tantos intentan huir. Entonces la Iglesia se convierte en voz de los que no tienen voz, y entabla diálogo con los poderosos de estas sociedades, para que transformen sus corazones y aprendan a escuchar a los pobres, desvalidos y abandonados de este mundo en el que vivimos.