En el primero de los planetas que visita el Principito, encuentra sentado en su trono a un rey vestido de púrpura y armiño. Este personaje a la vez sencillo y majestuoso, cuando ve al Principito exclama: “¡Ah! Un súbdito…” Y comienza a darle órdenes: te prohíbo bostezar.
Ante la sorpresa y la extrañeza del Principito y – por supuesto – la total desobediencia de este, el rey consternado y casi molesto, revierte las órdenes y comienza a ordenar justo lo contrario de lo anterior: pues te ordeno que bosteces.
Y nos dice Saint-Exupéry: “Y es que el rey aspiraba por encima de todo a que su autoridad fuese respetada. No toleraba la desobediencia. Era un monarca absoluto. Pero como era muy bueno, daba órdenes razonables”. “La autoridad se apoya sobre todo en la razón. Si ordenas a tu pueblo que vaya a tirarse al mar, – nos dice el rey – hará la revolución. Tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son razonables”.
Este es el encuentro del Principito con la política, pero podemos llegar más allá. Saint-Exupéry, con este rey, nos permite reconocer los diversos elementos teóricos para definir lo que entendemos por “política”.
Vayamos por partes.
Nos topamos así al inicio de la relación, en el primer instante del encuentro, la concepción clásica de la política como lucha, poder, voluntad.
Esta trilogía la apreciamos en la reacción del rey ante el bostezo del Principito. El rey convencido de su autoridad, de su superioridad, ve en el otro a un súbdito. Además, a un súbdito que rompe, que contraría una norma o una costumbre, que hace lo indebido. El rey, el poder, pues ante esta conducta, se planta y actúa con violencia: prohíbe, impone, obliga, castiga, controla… “que su autoridad fuese respetada”.
Ante la prohibición de bostezar, replica el niño: “No puedo remediarlo, he hecho un viaje muy largo y no he dormido”. “Entonces – le dijo el rey – te ordeno que bosteces…”.
La respuesta del Principito a la orden del rey y la consecuente reacción de este, nos permite arribar a la segunda trilogía en torno a la naturaleza de la política: paz, razón y justicia.
El rey, el poder, busca la resolución del conflicto por la vía pacífica, la política como paz, lo cual implica evidentemente el reconocimiento del otro, no su eliminación. Es en suma, una convivencia en la cual la “ley de las leyes” sustituya a la “ley de la jungla”.
Pero aún queda una tercera posición, que va más allá de las concepciones clásicas antes expuestas, y que Saint-Exupéry nos la presenta también.
En este mismo capítulo, nos señala otra concepción del poder, en la misma línea de Hanna Arendt, según la cual la política es el espacio del “logos”, de la razón, del diálogo, y en virtud de ello, la violencia no puede ser jamás la esencia de la política, sino todo lo contrario.
Es decir, a más violencia, menos poder.
Nos dice el rey: “Si ordenas a tu pueblo que vaya a tirarse al mar, hará la revolución…”. Esta es la idea de Arendt, para quien el poder requiere de legitimidad, mientras que la violencia necesita justificación, y en el instante en el cual la justificación se impone a la legitimidad, se acaba el poder y se impone la violencia.
Es, como bien señala Arendt, el apoyo del pueblo – con su obediencia – el que presta poder a las instituciones de un país, y se petrifican o decaen tan pronto como el poder vivo del pueblo deja de apoyarlas, de obedecerlas.
Esta interesante postura, sin duda representa un quiebre con las posiciones clásicas, pues diferencia al poder de la violencia. El poder es no-violento.
Pero debemos estar atentos igualmente al concepto de violencia, pues esta no es ni bestial ni es irracional, es simplemente un medio para alcanzar un fin para obtener cambios.
Sólo nos queda, ante esta posición de Arendt, hacernos una sola – pero capital – pregunta: ¿a qué se debe esa obediencia? ¿por qué un ser humano obedece a otro? Esa respuesta no nos la da – o al menos no nos la da de manera suficiente – la ciencia política.
Pero terminemos pues, con nuestro relato del Principito. Al cabo de un rato, el Principito ya aburrido de aquel planeta, pero preocupado por no apenar al viejo rey, le pidió que le diera la orden de marcharse, y así sucedió. Tras la orden, el Principito se fue.
Y así en aquel planeta, en el reino de aquel rey, no habitaba nadie más que él.