Wooldy Edson Louidor
Eduardo Galeano, uno de los mejores escritores de nuestra América Latina, se definió a sí mismo de la siguiente manera: “Soy un escritor que quiere contribuir al rescate de la memoria secuestrada de toda América, pero sobre todo de América Latina, tierra despreciada y entrañable”.
Galeano narró, con una escritura exquisita y una reconstrucción histórica bien hilvanada, que existía un campo de lucha entre las memorias, que en esta lucha perdió América Latina y por qué perdimos. Pero, no se rindió ante nuestra derrota. Con su pluma de escritor, tomó posición en favor de los derrotados sumándose a su lucha y optando por rescatar la memoria secuestrada de América Latina considerada “una sub América, una América de segunda clase, de nebulosa identificación”.
¿Qué significa esta opción? ¿Para qué sirve esta lucha contra el “memoricidio”?
Un debate de nunca acabar
“Filosofía latinoamericana”, “Sociología latinoamericana”, “Estudios latinoamericanos”…: se usa cada vez más el epíteto “latinoamericano” para calificar algunas disciplinas, practicadas por intelectuales y estudiosos de la región. O para indicar una manera propia de ejercer la disciplina en cuestión, desde nuestro contexto específico. O simplemente para estudiar un universo de problemas, pensamientos, investigaciones o aportes propios de nuestra región, en torno a un campo de estudio bien determinado.
No han faltado razones, argumentos y motivaciones para realzar lo específicamente latinoamericano que se quiere subrayar o aportar al universo de las ciencias, en términos epistemológicos, metodológicos, etc. Esfuerzos muy loables, desde luego. Tampoco han faltado intelectuales latinoamericanos que se burlan de dichos esfuerzos, bajo el argumento de que la ciencia (incluidas las disciplinas de las ciencias sociales o humanas) y la filosofía son universales y, por lo tanto, no deben tener calificativos de ninguna índole (mucho menos, los de índole regional).
Algunos van hasta afirmar con desdén que la ciencia y la filosofía son occidentales, y que desde América Latina no hacemos sino repetir o- a lo sumo- hacer exégesis o comentarios (más o menos interesantes) sobre pensadores y textos occidentales. Lo nuestro sería una nota al pie de página de lo que vienen “cogitando” los occidentales desde Grecia hasta hoy. En fin, un debate de nunca acabar.
Memoria autobiográfica versus memoria semántica
Leyendo la novela de Umberto Eco “La misteriosa flamma della Regina Loana”, publicada por primera vez en italiano en 2004 (Editorial Bompiani, Italia), me llamó poderosamente la atención el personaje central de dicha novela: Yambo. Este personaje da pistas para refrescar este debate desde una perspectiva menos ideológica. Además, sirve para “recordar” (“volver al corazón”, según la etimología latina del verbo recordar) a nuestro Eduardo Galeano, uno de los más célebres escritores de nuestra memoria, ya que la novela gira en torno a la temática de la memoria.
Yambo despierta de un largo coma, y el médico que le está atendiendo se da cuenta de que a su paciente milanés no le funciona la memoria “episódica” o “autobiográfica”. Esta memoria es la que nos permite “establecer el vínculo entre lo que somos hoy y lo que hemos sido”, le explicó el doctor a Yambo, preocupado por su estado de salud mental.
Yambo no es capaz de recordar los episodios de su vida, mientras que el doctor se asombra al ver que “basta con que le demos a usted un input y usted ya empieza a relacionar los recuerdos que definiría yo como escolares, o recurre a frases hechas”. La memoria semántica de Yambo está perfecta. Puede recitar largos poemas, citar de memoria párrafos enteros de libros, narrar trazos de la historia de la humanidad. Con una luz brillante.
Ambas memorias, autobiográfica y semántica, son parte de la memoria explícita que es doble y se caracteriza por permitirnos recordar o saber que estamos recordando, continúa explicando el médico asombrado a Yambo. Mientras que la memoria implícita nos permite seguir sin esfuerzo una serie de cosas que hemos aprendido, como “lavarse los dientes, prender la radio o amarrar su corbata”.
Ya que las dos memorias, implícita y explícita, pertenecen a dos redes diferentes del cerebro, es muy posible que en el caso de Yambo le haya sido afectada la sinapsis relacionada con la memoria explícita y, en particular, con la memoria autobiográfica.
El diagnóstico del médico se confirma cada vez más. Yambo, este gran amateur de libros antiguos y devorador de todas las obras de literatura y enciclopedia escritas en todos los idiomas occidentales, recuerda frases, poemas, títulos de libros y todos los conocimientos que este erudito había adquirido. Sus recuerdos son todos de cosas leídas, mientras que ni siquiera sabe cómo se llama, cuántos años tiene, quién es su mujer y así sucesivamente con todos los episodios de su vida. Cada vez que el doctor le pregunta sobre su propia vida, responde tristemente: “No siento nada sólido, es como caminar en la neblina”.
Los intelectuales, académicos y escritores de América Latina, ¿caminamos en la neblina?
Para tranquilizarlo y consolarlo, el doctor trata de convencerle de que su enfermedad no es tan extraña. Efectivamente, ¿qué tanto nosotros, los intelectuales de América Latina, sufrimos también de la falla de la memoria episódica, autobiográfica? Y esto sin darnos cuenta.
Al leer varios trabajos de grado y tesis, incluso de doctorados, uno se pregunta: ¿dónde queda el aporte del estudiante? Yendo más allá, podemos seguir preguntándonos ¿Qué tanto los profesores, cuando somos jurados de tesis, favorecemos los trabajos de grado que evidencian mucha erudición, el despliegue de la memoria “semántica”? ¿Qué tanto reducimos la investigación que hacemos, profesores y estudiantes, a un asunto de mera técnica, propio de la “memoria implícita” que nos permite seguir sin esfuerzo y maquinalmente una serie de pasos?
¿Qué tanto se coarta en las universidades otro estilo de aprendizaje e investigación en el que el estudiante lucha a contracorriente para desarrollar la memoria episódica, tratando de contextualizar lo que ha aprendido, leído y estudiado durante la carrera o el posgrado, esforzándose por vincular el conocimiento adquirido con lo que es él mismo, con su realidad y aportar desde este diálogo entre el saber y su realidad (el saberse, el conocerse, decía Sócrates, es el más alto conocimiento)?
¿Qué tanto los profesores, no hacemos suficientemente uso de nuestra libertad de cátedra, desde un ejercicio responsable y argumentado, o simplemente nos autocensuramos, para no dar el paso cualitativo de la erudición al desarrollo del hábito de la crítica y la inventiva? ¿Qué tanto somos profesores propiamente “universitarios”, con vocación de buscar la verdad y la sabiduría?
¿Cómo sería una educación potenciadora de la memoria episódica o autobiográfica?
La novela de Umberto Eco me lleva, como profesor universitario, a hacerme la pregunta: ¿Cómo sería una educación potenciadora de la memoria episódica o autobiográfica? Mi imaginación emprende su vuelo.
Sería una educación que partiría del contexto del estudiante en todas sus dimensiones. Que favorecería el diálogo simétrico entre el profesor y el estudiante, en un proceso de interacción académica orientada a la transformación de la propia realidad personal, intersubjetiva y social, con miras a sacar provecho de lo construido conjuntamente. A saber gustarlo internamente y saborearlo. A apropiarse de él. A transmutar la educación en piedra filosofal y el conocimiento en sabiduría.
El aula se convertiría en una fiesta de la difícil búsqueda del conocimiento, una sabrosa faena del saber. La docencia se trasmutaría en una interacción crítica, creativa y respetuosa entre el profesor y el estudiante, en una relación de acompañamiento mutuo y de construcción colectiva del conocimiento. El objetivo de ambos sería la búsqueda de la verdad de manera incondicional: incluso el profesor se dejaría cuestionar por sus estudiantes y cuestionaría todo el instrumental que utiliza: conceptos, metodologías, teorías, su propia disciplina, etc. El profesor encendería el fuego de la búsqueda de la verdad en sus estudiantes quienes, a su vez, asumirían su propia formación y aprenderían a ser seres humanos “integrales”, ciudadanos críticos, profesionales éticos.
La investigación se transformaría en una forma de conocimiento que enriquezca, cuestione, interpele, aporte y dialogue con otras formas de saber, otros lenguajes, otras culturas, otras racionalidades y otras realidades. En la investigación la problematización y la formulación de preguntas volverían a ocupar un papel central, y el aporte a la humanización de nuestra sociedad e incluso de nuestro mundo desde la búsqueda del saber se convertiría en su propósito fundamental.
En fin, sería una educación útil para la vida (más allá de la inserción en el mercado laboral) y no simplemente para obtener una excelente calificación, el aplauso del profesor o los jurados de tesis, o para adaptarse a un sistema que premia más a los eruditos que a quienes se atreven a pensar. A hacer su propio camino, en vez de recorrer caminos ya andados y que, muchas veces, no corresponden con nuestras geografías, topografías, biografías y contextos en general. Sería una educación integral: conectada con la educación familiar, ciudadana. Una educación “humana”.
¿En qué medida los intelectuales de América Latina, junto con nuestras universidades, investigaciones y producciones académicas en general, estamos caminando en la neblina? ¿Qué tanto sufrimos del “yambismo”? ¿Existe una cura para esta enfermedad de la memoria? ¿Definitivamente necesitamos, tal como Yambo, sufrir de un accidente cerebral que nos hunda en otro coma y nos permita por fin recuperar nuestra memoria episódica, autobiográfica?
Eduardo Galeano nos enseñó que esto es posible. Pero que, primero, necesitamos reconocer nuestra enfermedad para “querer” rescatar nuestra memoria secuestrada por la colonización y por las nuevas formas de colonialidad. Que la memoria es un camino que puede conducir nuestra sangre – derramada en nuestras venas abiertas y en tantas luchas y resistencias históricas contra este desangramiento- hasta el corazón de lo que somos hoy. Y que no sirve para nada una memoria que no funcione como vaso sanguíneo para traer lo que hemos sido a lo que somos y llevar lo que somos a lo que hemos sido. Y así ir construyendo lo que queremos ser y no resignarnos a seguir siendo lo que nos han obligado a ser en un mundo, en que hemos sido reducidos a ser “la región de las venas abiertas” desde la colonización hasta hoy día.
Sin la memoria autobiográfica (recordar qué hemos sido, qué somos y por qué lo somos), estamos condenados a estar en coma durante siglos y siglos, y sin darnos cuenta. A seguir siendo, en gran medida, una América Latina sin conciencia, despreciada y –peor aún- que se desprecia a sí misma. A continuar practicando una ciencia y una filosofía sin conciencia, en una Academia sin espíritu y desde una intelectualidad que camina en la neblina. A ser una región condenada a la soledad. Galeano comprendió y vivió su opción. Con hondura y estilo. Y sin necesidad de “autoadjetivarse”.