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Reflexiones sobre el cambio en el poder

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Por Juan Salvador Pérez*

Las circunstancias venezolanas demandan un cambio, uno que abarque todos los sectores de la sociedad dado el nivel de precariedad que se presenta. Ha de ser un cambio de forma que en el fondo también genere resultados. La urgencia es tal que cuesta diferenciarla de lo importante, pero menester aquí es hacer la diferenciación porque lo urgente es siempre urgente y lo importante es siempre importante, sea cual sea el gobernante

 

Basta con tan solo ver las encuestas nacionales o con escuchar a la gente en la calle para evidenciar que la gran mayoría de los venezolanos pide un cambio, es decir, que las cosas cambien. Pero ese clamor atiende realmente a qué ¿a un cambio de quienes ejercen el poder? ¿o a un cambio en la manera misma de cómo se entiende el ejercicio del poder?

Lo primero resulta obvio, si el gobernante no sirve, si lo ha hecho mal, ya sea porque no sabe, no puede, o no quiere, debería salir de sus funciones, dejar su cargo y dar la oportunidad a otros.

Pero esta obviedad deja de ser tan obvia cuando nos hacemos la segunda pregunta. Es entonces cuando entramos en la concepción propia del ejercicio del poder.

El “quién” es importante. El “cómo” también.

Comprender las circunstancias

Cuando en 1993 se supo la noticia de que el popular líder surafricano Chris Hani había sido asesinado de dos disparos por hombres blancos de extrema derecha, solo cabía esperar que la violencia se desatara en todos los rincones de Sudáfrica. Las protestas llenas de rabia se daban en los guetos de la población negra y cada vez se hacían más sangrientas, más llenas de ira y de frustración.

Sin duda alguna, aquel terrible incidente principalmente buscaba acabar con todo el proceso de negociación hacia una transición pacífica y democrática, en el cual poco a poco se iba avanzando.

El miedo –ese sentimiento que siempre precede a la violencia– se había apoderado de todos en Sudáfrica. En la población blanca temían la furia de los negros hastiados de tantos años de maltrato. En la población negra, esperaban la reacción brutal y represiva de la policía y las fuerzas de orden público. En el gobierno veían inevitable la explosión de un peligroso conflicto civil, pero en aquel momento tan complicado una persona, un hombre, supo leer bien las circunstancias: Nelson Mandela.

Mandela decidió asumir su papel histórico y como cabeza de la oposición, se dirigió en una alocución a toda Sudáfrica. Estaba él completamente claro de lo que se jugaba.

Cuenta el periodista John Carlin, que al llegar al recinto y colocarse frente al atril donde daría su discurso, Mandela encontró un papel que alguien le había dejado allí con un mensaje corto y preciso: “Nada de paz. No nos hable de paz. Ya hemos tenido bastante, señor Mandela. Nada de paz. Denos armas, no paz”.

Todo parecía ser odio, rabia, indignación, pero necesariamente había que superar aquellas reacciones primarias para poder retomar y continuar por el camino de la transición. Mandela tenía que apaciguar y convencer a su gente de no incurrir en la tentación de la violencia. Mandela, pese a aquella advertencia anónima, comienza su discurso así:

Esta noche me dirijo a todos y a cada uno de los surafricanos, negros y blancos, desde lo más profundo de mi corazón.

Un hombre blanco, lleno de prejuicios y odio, vino a nuestro país y cometió un acto tan execrable que toda la Nación se balancea al borde del desastre.

Una mujer blanca, de origen afrikáner, arriesgó su vida para que pudiéramos conocer y llevar ante la justicia al asesino […]

Ha llegado el momento de que todos los surafricanos se yergan codo con codo contra los que, desde cualquier bando, desean destruir aquello por lo que Chris Hani dio su vida: la libertad de todos nosotros.

El auditorio presente, incluso el autor anónimo de aquella nota dejada sobre el atril, y toda Sudáfrica entendieron. Su discurso fue inclusivo, habló de blancos y de negros por igual, de libertad para todos, allí no hizo diferencias, llamó a la calma, a la sensatez, a la reconciliación y al perdón, pues lo otro solo habría conducido al país a una guerra. Esa fue la comprensión correcta de las circunstancias. Mandela sería electo presidente apenas unos meses después de aquel discurso, en 1994.

El Poder comprendido desde las circunstancias venezolanas

Hoy nuestro país atraviesa, acaso, la peor crisis de su historia republicana. De eso nadie tiene duda. La precariedad de la situación es tremenda y abarca todos los aspectos de la vida nacional.

La urgencia es tal que cuesta diferenciarla de lo importante, pero es menester hacer la diferenciación porque lo urgente es siempre urgente y lo importante es siempre importante.

Urgente es garantizar las condiciones básicas de vida, atender las necesidades de la gente, el respeto a los derechos humanos, las garantías mínimas que permitan vivir dignamente a todos los ciudadanos. Urgente es hacer que el gobierno cambie, bien sea porque decidan hacerlo bien, o porque ante su incapacidad dejen el espacio a otros que sepan hacerlo bien. Urgente también es cambiar la concepción del ejercicio del poder. Esto último, nos lleva entonces a abordar lo importante. Pretender cambiar la concepción del ejercicio del poder supone cinco circunstancias que comprender y cinco actitudes que asumir.

Vayamos por partes.

En cuanto a las circunstancias:

1. Somos un país en el exilio. Eso no necesariamente es algo malo, pero sí es una realidad que debemos entender. Que cerca de 5 millones de venezolanos hayan decidido dejar el país tiene claramente una lectura preocupante y desoladora, pero también puede ser entendido como una situación de la cual se pueden obtener ventajas culturales, sociales y económicas. Han sido muchos los países que han atravesado grandes éxodos y migraciones poblacionales y que con profundidad en el análisis, políticas públicas adecuadas y medidas inteligentes han logrado convertir esa circunstancia en una oportunidad.

2. ¿Seguimos siendo un país petrolero? El dramático declive en la producción, los bajos niveles de exportación, la pésima situación general de todo el sector de hidrocarburos y los tiempos y condiciones que la recuperación de este sector supone, nos conducen a plantearnos como país si vamos a seguir, o pretender seguir, siendo un país dependiente del petróleo o si aprovechamos esta histórica oportunidad para el desarrollo de una economía diversa.

3. La promoción de una ética del trabajo. Venezuela se ha convertido en un país donde la gente no trabaja, y aunque en los últimos años esto se ha hecho más grave, no es un mal nuevo. Desde el auge petrolero de principios de los años 70 del siglo pasado, se fue fomentando una “mentalidad” de fácil acceso a la riqueza, rentismo, clientelismo, populismo… Hoy urge rescatar la cultura del trabajo o, para ser más precisos, una “ética del trabajo” como elemento esencial para el correcto desarrollo de la sociedad y de la persona.

4. El fomento de la cultura de la austeridad. Nos hemos siempre definido, o autodefinido, como un pueblo solidario y abierto a los otros, a las necesidades de los otros. Esa, sin duda, es una característica positiva, pero lo es aún más si se entiende y se practica desde una cultura de la austeridad, no basada en el consumo exagerado ni en la cultura del desecho. Estos tiempos de estrechez y dura situación económica bien entendida, permitirían asumir la austeridad como una virtud y no como una pena. Sobre todo, si es desde el ejemplo de los gobernantes y los poderosos.

5. El reto de la reconciliación nacional. Quizás sea esta –en mi opinión– la más importante de las circunstancias a comprender por aquellos que asuman el cambio del poder en Venezuela. Tanto el reconocimiento y la reconciliación nacional se han querido entender como un punto de partida, pero lo cierto es que son un punto de llegada. Es mucho lo que debemos trabajar, esforzarnos, sacrificarnos y, especialmente, perdonarnos para poder lograrlo. La paz es posible pero exigente, la experiencia de Mandela en Sudáfrica así lo demuestra, pero nuestro pasado no tan lejano también. Venezuela supo después de 1958 cómo llevar un país en paz social, tanto así que será en 1964, por primera vez en la historia republicana, que Rómulo Betancourt, presidente elegido en votaciones universales, directas y secretas, le entregue el poder a su sucesor Raúl Leoni, elegido también democráticamente. Pero más significativo y más importante fue cuando en 1968 Rafael Caldera, candidato de oposición, gana las elecciones por una muy mínima diferencia de votos y el gobierno del doctor Leoni y su partido, respetando el principio de alternabilidad, acatará y respetará el veredicto popular y entregará el poder pacífica y civilizadamente, naciendo así verdaderamente la democracia en Venezuela.

Es de destacar que la reconciliación nacional, si bien al inicio se trata de un acuerdo entre actores políticos, no solo se limita a ellos. Por el contrario, es un asunto que incumbe a todos los venezolanos, porque afecta o beneficia a todos por igual.

Volviendo a nuestro ejemplo histórico de los primeros años de la democracia, aquel ambiente de reencuentro y reconciliación nacional fue posible porque junto a los actores políticos, estaba un sector empresarial comprometido con el desarrollo del país, convencido y dispuesto a generar oportunidades para todos; una Fuerza Armada consciente de su función y respetuosa de la legalidad; una ciudadanía animada y ganada a la idea de convertirse en una sociedad digna y dignificante… En fin, un país completo que se reconocía como tal y se sumaba a la construcción activa de un mismo proyecto democrático.

Por su parte, en cuanto a las cinco actitudes a ser asumidas, el papa Francisco marca la pauta y nos las indica de manera diáfana y útil:

1.      Entender la política como Caridad, es decir, como un supremo, elevado, pero concretísimo acto de amor.

2.      Hacer Caridad sin propaganda, ni proselitismo, sin violencia y sin egoísmo.

3.      Con disposición a ensuciarse las manos, sin miedo al trabajo duro y sacrificado.

4.      Sin ser insignificantes, es decir, sin miedo a ser “sal que sale y luz que ilumine”.

5.      En constante práctica del diálogo y de la fraternidad humana, que abraza a todos y que no excluye a nadie.

Vivimos hoy tiempos difíciles, nadie puede negarlo. Vivimos, sin duda alguna, tiempos de crisis, más que nunca entendida en su sentido etimológico como separación, distinción, elección, discernimiento, como cambio. Es decir, vivimos tiempos de cambio.

Los cambios llegan, la historia así lo demuestra, y por ello dedicamos estas breves reflexiones enfocadas al “cómo” asumir los tiempos de cambio, para que verdaderamente lo sean.

*Magister en Estudios Políticos y de Gobierno.

 

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