Como venezolano de su tiempo, la amplia trayectoria de Rafael Tomás Caldera le ha permitido convertirse en profesor titular del Departamento de Filosofía de la Universidad Simón Bolívar. El reconocido individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua, además miembro de la Sociedad Venezolana de Filosofía y la Academia Pontificia de Santo Tomás de Aquino, compartió con la revista SIC sus reflexiones sobre los grandes temas de la vida nacional que hemos dispuesto llevar adelante desde nuestro sentir, pensar, decir y actuar
Juan Salvador Pérez*
Son tantos los temas que demandan análisis profundo en este momento en Venezuela, tantas las preguntas sin respuesta, tantos los asuntos importantes que la urgencia va desplazando… Pero, quisiera hacer el esfuerzo de plantear al menos cuatro de esos temas importantes, para generar de alguna manera un inicial ejercicio de reflexión. Venezuela, un país en diáspora, nuestra cultura del trabajo, el valor de la democracia y el papel de los creyentes en esta circunstancia.
Rafael Tomás Caldera:
Los temas que has planteado son tan interesantes como complejos. Exigen suma mesura al intentar responder. Además, cada uno de ellos se llevaría una entrevista completa, en atención al espacio disponible. Más que dar respuestas, podría uno decir, vale la pena aportar algunas reflexiones que ayuden a pensar los problemas, con la esperanza de que puedan suscitar nuevos aportes, más completos. Es muy difícil anticipar por dónde irán las cosas en este mundo, lo que en buena medida depende de lo intentado por la libertad humana en unas circunstancias determinadas. Atender a eso dado resulta más factible: es lo que un pensador español denominaba biología de la historia, para contraponerlo al ámbito de la libertad. Será, en cierta manera, lo que intentaremos hacer ahora.
Venezuela, un país en diáspora
— Quizás durante el periodo de las guerras de independencia habrá existido una cantidad relevante de personas y familias que, por razones obvias, dejaron el país (me refiero al territorio que hoy día entendemos como Venezuela). Por el contrario, habíamos sido más bien un país receptor de inmigrantes, donde irse era cosa excepcional. Hoy eso ha cambiado notablemente. Son millones los venezolanos que han dejado su patria, pero ¿es esto inexorablemente malo?, ¿representa esta realidad un hecho de solo consecuencias negativas?
—Tomemos el caso de la diáspora venezolana, que ha alcanzado cifras propias de un país azotado por la guerra. ¿Por qué este éxodo tan masivo, indetenible, tan doloroso para Venezuela? ¿Qué lo ha desatado, qué lo ha puesto en marcha?
La respuesta inmediata, que apunta a lo más visible, es el exilio forzado en búsqueda de oportunidades de trabajo y de condiciones de vida en las cuales se pueda prosperar. Sin hablar del exilio político, por la persecución injusta. Venezuela ha sido –como señalas– tierra de inmigración y, argumenta el sentido común, nadie se va de donde se encuentra bien. Habría quizá que hacer referencia a aquel “exilio patriótico” que considera Rómulo Gallegos en Reinaldo Solar, lo que en definitiva tendría que ver con un no encontrarse bien en este país.
Ahora el caso es claro: en términos generales, es un problema de supervivencia. Sin embargo, ello ocurre en un medio donde han sido muy numerosos los hijos de inmigrantes, venidos de España, Italia, Portugal, Colombia, cuyo arraigo en el país acaso era menor o que, por otra parte, han mantenido un vínculo vivo con la tierra de sus padres.
Hemos de añadir que, desde hace treinta años, el espejismo de la globalización afecta mucho a los millennials. Piensan, desde el primer momento, que han de ir a vivir y trabajar allá donde ocurren las cosas, en el mundo del desarrollo y de lo novedoso. En esa línea de las nuevas mentalidades, no se puede dejar a un lado la desintegración de las familias, a la cual va ligada una ausencia de pietas, la virtud romana del amor a los padres y a la patria –esa tierra de mis padres, donde yacen mis ancestros–, que determina un sentido de arraigo ahora en buena medida ausente.
Los venezolanos de la diáspora difícilmente regresarán al país –en todo caso, no en grandes números–, tras haberse insertado en sus países de adopción. Venezuela ha perdido un enorme capital humano que hará aún más difícil su recuperación.
Nuestra cultura del trabajo
—Pude leer en estos días recientes un artículo suyo que increpa e invita a la reflexión sobre la dignidad del trabajo. Es mucho el tiempo que ha pasado en Venezuela ofreciéndose un modelo tremendamente nocivo para las sociedades: de populismo, de recibir sin producir, de dádivas, bonos, subsidios, y sobre todo, de desmontaje del valor del trabajo. ¿Por dónde habría que comenzar para rescatar la noción del trabajo como elemento dignificante de la persona, de los países?
—Destruida la economía del país, su aparato productivo, a las malas hemos acabado con el modelo rentista, tan criticado, pero al cual habría que hacer justicia en una valoración más serena de las cosas. Hay que tener en cuenta, al mismo tiempo, que la Venezuela que logre reconstruir su vida económica se encontrará en un mundo cada vez más condicionado por el desarrollo de la Inteligencia Artificial, ahora en un ritmo vigoroso e indetenible. No en vano ha podido hablarse de un mundo sin trabajo, con todas las incógnitas que ello trae consigo para la organización de la vida social.
La miseria ha envilecido a las personas. Se puede ver en los que viven en un cementerio, pero sobre todo en el sistema generalizado de mordidas y vacunas por parte de quienes tendrían a su cargo el orden público. Juan el Bautista aconseja a los soldados de su tiempo, que le piden orientación: no hacer extorsión a nadie, no denunciar con falsedad y contentarse con su soldada (cf. Lc 3, 14). Cuando la paga no alcanza para nada, cuando hemos colocado a todo el mundo (salvo algunos privilegiados) en condición de miseria, ¿puede extrañarnos que los que tienen la fuerza se comporten como sanguijuelas para con los indefensos?
¿Qué haremos nosotros?
Parecería que, ante todo, hemos de recobrar el sentido de la importancia del trabajo de cada uno, incluidos esos emprendimientos que quizá no lleven a una situación de riqueza, pero permiten subsistir y, aún más, crecer como personas.
Acaso la destrucción de nuestra economía, que padecemos amargamente, pueda ser una oportunidad de construir algo distinto. Desarrollar una sociedad fundada en el trabajo y el valor de las personas.
Para ello será muy importante (además de ser un campo de trabajo prioritario) la educación. Capacitar a las personas, no tan solo para el desempeño de un oficio y la actividad económica, sino sobre todo para madurar como personas. Llevar una vida más equilibrada y llena de sentido.
En Venezuela hemos tenido una experiencia histórica, muy aleccionadora al respecto, en lo que ha sido el Sistema de Orquestas Juveniles, con resultados notables que han trascendido nuestras fronteras.
El valor de la democracia
—Basta con echarle un vistazo a los últimos estudios de opinión sobre políticos, partidos y liderazgo, para encontrarnos un panorama desolador: la gente no cree en sus figuras políticas, no participa en los partidos; no se identifica con nadie, ni con nada. Pero pareciera mantenerse, sin embargo, una suerte de esperanza en el surgimiento de un líder fuerte (local o extranjero), que ponga orden, que nos saque de esta tragedia… Y allí entonces me asalta la duda ¿somos realmente los venezolanos ciudadanos que creemos y compartimos el valor de la democracia?
—La historia de nuestro país ha conocido dos tradiciones, como se empeñó en señalar don Augusto Mijares. Una tradición civil, que se remonta a los orígenes de nuestra vida republicana y tiene en Miguel José Sanz y en Juan Germán Roscio dos figuras arquetípicas; y una tradición caudillista, incluso militar, que ha predominado en gran parte de nuestro devenir político.
Ese caudillismo, acompañado de fuerza, resulta comprensible en un país que, tras una larga guerra de independencia, tendrá aún el trauma de una guerra civil. Los caudillos, como sabemos, fueron de temple diverso, algunos más abiertos al progreso de la sociedad, otros más aferrados a su ejercicio del poder. Ha de ser diferente la valoración que se haga de la hegemonía de Páez a la que pueda hacerse del tiempo de José Tadeo Monagas. El caso de Juan Vicente Gómez obliga a un mayor discernimiento porque, en medio de la crueldad de su manera de gobernar, logró unificar el país.
La tradición civil se apoya en las virtudes republicanas y en una experiencia de la política que toma en cuenta el valor de los consensos. Esa tradición ha tenido su mejor logro en los cuarenta años de democracia que Venezuela pudo vivir entre 1958 y 1998. Pero debe insistirse en la necesidad de las virtudes republicanas, en particular ante la reiterada conseja de que todo fue posible gracias al petróleo. No puede haber duda en afirmar que la riqueza petrolera dio la base para una creciente modernización del país, al menos en el sentido del desarrollo de la infraestructura –eléctrica, de comunicaciones, de servicios básicos– necesaria para entrar en el camino del desarrollo económico, al igual que la formación técnica y profesional de varias generaciones. Por otra parte, la estabilidad de la moneda permitió a un país que nunca fue rico una cierta holgura económica de la cual se benefició la incipiente clase media. Pero la democracia se hizo por las virtudes de nuestros conductores políticos, virtudes personales o, al menos, madurez necesaria –como decía– para valorar los consensos y la supremacía de la ley. Es patente cómo la hiperriqueza en una nada breve coyuntura permitió la vuelta de un caudillismo devastador.
En Venezuela, con la muerte del Estado de derecho, se ha producido una verdadera desintegración del país. Basta ver nuestro territorio sometido a bandas diversas que ejercen su dominio apoyadas en la fuerza. La situación actual es particularmente difícil desde el punto de vista de una anhelada restauración de la democracia. Un gobierno de unidad nacional tendría que hacerse cargo de la recomposición del territorio nacional, de la reordenación del sistema judicial, así como del sistema de registros y notarías, del saneamiento de la fuerza armada y el respeto de nuestras fronteras. Ello por no hablar sino de la dimensión más directa de un gobierno. Quedan, además, el problema de nuestro lugar en la vida internacional, la reconstrucción de la vida económica, la recomposición y el crecimiento del sistema educativo. Podríamos seguir en la enumeración de aspectos y problemas que deberá atender un gobierno de unidad.
Todo ello obliga a pensar en la calidad de un liderazgo que pueda llevar adelante estas tareas, más aún en un tiempo en el cual la proliferación de las redes sociales ha hecho difícil, en los diversos países democráticos del mundo, el ejercicio consensuado del gobierno.
El papel de los creyentes en estas circunstancias
—La historia europea del siglo XX, en la posguerra y su reconstrucción, nos trae el ejemplo de un puñado de hombres de Fe (Adenauer, De Gasperi, Schuman), católicos, que con ahínco, tesón, convencimiento y coraje se dedican a levantar Europa de sus ruinas. ¿Cuál es hoy en Venezuela el papel de los hombres de Fe, a qué estamos llamados?
—Toca a los cristianos ordenar a Dios, y según Dios, los asuntos temporales. La vida de la sociedad. Eso significa que la fe ha de ser –como ha sido en la historia– el fermento de una civilización en la cual se tiene conciencia del sentido trascendente de la vida y, con ello, del valor de la persona humana. La fe opera así en el alma de la persona un orden que se proyecta luego en el orden de la vida social. Sin ello, es muy difícil resistir a las fuerzas interiores que impelen al desorden y lo propician. El afán de poder, el afán de placer, el afán de lucro. El desequilibrio en el interior de las personas lleva luego a las tiranías, a la explotación hedonista, a la avaricia que siembra injustas desigualdades en la vida económica.
¿Qué nos toca hacer?
Lo primero será siempre un modo de ser, una manera de vivir y de comportarse. En cada uno, la exigencia de que Dios sea primero servido para valorar luego a las personas y poder ejercer la caridad con todos. Hemos visto cómo el olvido de Dios siembra de conflictos la vida social, una de cuyas tristes manifestaciones (aunque pueda parecer anecdótica) es ese modo de insultar a través de las redes sociales. El fallecimiento de algunos personeros del régimen ha sido ocasión de tales despropósitos, que envilecen el ambiente. Resulta muy oportuno retomar aquí unas palabras del papa Benedicto XVI en su carta encíclica Deus caritas est. Dice (n. 38):
En efecto, los cristianos siguen creyendo, a pesar de todas las incomprensiones y confusiones del mundo que les rodea, en la ‘bondad de Dios y su amor al hombre’ (Tt 3, 4). Aunque estén inmersos como los demás hombres en las dramáticas y complejas vicisitudes de la historia, permanecen firmes en la certeza de que Dios es Padre y nos ama, aunque su silencio siga siendo incomprensible para nosotros.
Antes (n. 35), nos había alertado:
A veces, el exceso de necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones le harán sentir la tentación del desaliento. Pero, precisamente entonces, le aliviará saber que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos del Señor; se liberará así de la presunción de tener que mejorar el mundo –algo siempre necesario– en primera persona y por sí solo. Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio solo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas. Sin embargo, hacer todo lo que está en nuestras manos con las capacidades que tenemos, es la tarea que mantiene siempre activo al siervo bueno de Jesucristo: ‘Nos apremia el amor de Cristo’. (2 Co 5, 14)
Al final (n. 39), nos da la enseñanza clave, para nuestra vida y nuestra práctica:
El amor es una luz –en el fondo la única– que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo.
Sus palabras resumen, sin duda, todo lo que podría decirse. Nos toca asimilar este mensaje, con una actitud responsable.
*Director de la revista SIC.