Por Juan Salvador Pérez*
A continuación, les presentamos la tercera de una serie de entrevistas realizadas desde la Revista SIC a especialistas de diferentes displinas con el fin de reflexionar sobre la condición humana en tres aspectos esenciales: la muerte, la libertad y Dios, en medio de la terrible pandemia que azota al mundo actual. En esta oportunidad, contamos con la participación de Rafael Luciani, venezolano, laico y Doctor en Teología; actualmente es profesor titular de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) y Extraordinarius de la Escuela de Teología y Ministerio del Boston College (EE.UU); experto del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) y miembro del Equipo Teológico de la Confederación Latinoamericana de Religiosos/as (CLAR).
Una pandemia, nos pone cara a cara con la muerte. Por más “de gripe” que la queramos maquillar… C.S.Lewis nos aconsejaba que cuando llegase el final, dejásemos que este nos encuentre haciendo cosas sensibles y humanas (rezando, trabajando, enseñando, leyendo, escuchando música, bañando a los niños, jugando al tenis, conversando con los amigos y una cerveza en la mano), y no amontonados y muertos de miedo. Pero hoy, sin duda estamos todos más en lo segundo que en lo primero ¿por qué?
Ingresamos al siglo XXI con una serie de desafíos que están marcando un cambio de época. Vivimos un nuevo período de la humanidad señado por el flagelo de la inequidad, ese fenómeno que emerge como el gran signo de nuestros tiempos y que atraviesa todos los ámbitos de la sociedad global. La inequidad afecta las condiciones de vida de todos y todas desde lo económico, pasando por el favorecimiento de relaciones de exclusión —sea por género, raza o cultura— y generando nuevas formas de violencia social que brotan del malestar de las poblaciones ante la impotencia de no lograr una vida digna.
A esta realidad podemos sumar el estado de vulnerabilidad e indefensión en el que se encuentran millones de personas en nuestro planeta. La vulnerabilidad es también otro de los signos de nuestro tiempo globalizado. Muchas personas y familias enteras se ven forzadas a migrar por guerras o situaciones precarias de vida. Otros padecen la amenaza de grupos de poder, sean del narcotráfico o de ideologías de control político de las poblaciones. Esto sin contar a quienes son cooptados a la fuerza para el tráfico de órganos y de personas.
En todos estos hechos se encuentran profundos síntomas de un mundo deshumanizado y vaciado de solidaridad global. A veces son los medios de comunicación quienes callan, pero también son muchas las miradas indiferentes de personas cuya cotidianidad se ha convertido en una pequeña burbuja autorreferencial que no permite ver más allá de los propios problemas. En este cambio de época, se pone en juego, una vez más, nuestra capacidad de repensar y discernir lo verdaderamente humano, aquello que nos da razón de ser y existir en este mundo, más allá de lo inmediato y coyuntural de nuestros quehaceres.
La actual pandemia no puede ser discernida sino al interno de esta realidad global quebrada. Pareciera que ha venido a hacernos olvidar de estos síntomas que ya padecía nuestro mundo quebrado y enfermo, y nos ha hecho mirar, aún más, hacia el propio yo, aislado y dominado por el temor de perder la propia vida. Ella ha puesto al descubierto muchas de las implicaciones y consecuencias de vivir en mundo globalizado e interdependiente. Es la primera pandemia global que se ha vivido en la historia de la humanidad, afectando no solamente a una región del planeta, sino a todos los países de nuestro mundo.
Es la primera vez que nuestro mundo globalizado se paraliza y se topa con la propia vulnerabilidad ante la inmediatez de una muerte masiva. Un morir antes de tiempo e independientemente del lugar donde vivamos, la condición moral, la creencia religiosa o la posición socio-económica. Todos y todas somos afectados por igual, al punto que los poderes que podían sostenernos, a costa de la vida de los demás, se derrumbaron, como falsos ídolos. La vulnerabilidad ha logrado superar todo aquello que nos dividía y hacía desiguales. Sin embargo, esta misma vulnerabilidad nos puede reconectar con lo más real de nuestra humanidad. Con aquello que realmente nos define como humanos, si dejamos que emerja en cada uno/a la compasión solidaria de la fraternidad humana. Se trata de aprender a vivir en relaciones horizontales que inicien nuevas sendas de humanización, comprendiendo que no tenemos relaciones, sino que somos relación. Somos y nos hacemos en las relaciones en las que vivimos cotidianamente. Es ahí donde se confronta y debate nuestra propia humanidad.
La pandemia derrumba la falsa idea de una mayoría de la humanidad que vivía bien, o bastante bien. Se han caído las pequeñas burbujas y nos hemos encontrado con otro mundo que no era el que esperábamos. Ahora nos damos cuenta que la mayoría del mundo sigue siendo pobre, carente de bienes básicos, sin oportunidad de tener posibilidades para una vida digna. Es la hora de recuperar la dolencia humana, la compasión que brota de una auténtica fraternidad que no se basa en la simpatía o empatía con unos o algunos y algunas, sino que apuesta por la humanización de todos y todas por igual, incluso desgastando la propia vida en ello.
Nos hemos dado cuenta que mientras había personas que jugaban, reían y cantaban, nos fuimos ahogando en pequeñas burbujas y no quisimos mirar a esa gran mayoría que, en nuestro mundo globalizado, llora ante la impotencia de no lograr una vida digna para sus familiares. Esa inmensa masa de personas que padece los estragos del hambre y se ve obligada a emigrar para sobrevivir. Luego de esta pandemia, la humanidad no será la misma. Es un tiempo de definiciones.
Pareciera que uno de los principales “enfermos” del COVID-19 es el Sistema de Libertades. El protocolo asumido por los países es el del confinamiento, la cuarentena general obligatoria, el sitio de las ciudades, prohibiciones, en fin… El autoritarismo ante la crisis, como única forma de manejo de la situación ¿acaso no era posible mantener el Sistema de Libertades en pleno? ¿No somos capaces de ser obedientes y libres a la vez?
En este cambio de época se enfrentan modelos antagónicos para comprender lo que significa ser humano. Por una parte, los crecientes autoritarismos, tanto de izquierdas como de derechas, entienden el poder como control, dominio y permanencia absoluta. No se permite la reciprocidad humana, sino el aplastamiento de todo lo que sea diferente o alternativo. Por otra parte, hay quienes apuestan a un sistema de libertades que empodere a las personas a través de relaciones de responsabilidad solidaria. En el fondo, o nos salvamos todos/as o nos seguimos hundiendo todos/as sin excepción.
El aislamiento o confinamiento actual en nuestros hogares o comunidades ha puesto al descubierto muchas de nuestras actitudes subyacentes, aquellas que estaban en lo más íntimo nuestro, pero escondidas, confinadas a ciertos espacios de la vida privada, sin emerger o manifestarse públicamente con libertad. Por ejemplo, la pérdida de relaciones gratuitas, no forzadas, cuando emerge en nosotros sentimientos vanos de obligación ante el tener que compartir espacios de cohabitación por un tiempo indefinido. O el pequeño autoritarismo que llevábamos dentro, que anuló nuestra capacidad de cargar compasivamente con el peso de los demás y perdonar sus gritos de cansancio e incomprensión. También, el olvido de los ritmos cotidianos. Esos ritmos que son capaces de romper la monotonía y la rutina autómata a la que nos hemos acostumbrado. Hoy tenemos que esforzarnos por balancear silencios y palabras en un tiempo cotidiano que parece infinito, hemos de mirarnos en espacios reducidos y sobrecargados, así como compartir tareas y responsabilidades comunes que antes no hacíamos.
Quizás, parte de estas actitudes, se deban al apoderamiento en nosotros del miedo y el individualismo exacerbado. Ellos devoran la paz interior y la esperanza en el porvenir común. Aún más, cuando hoy nos enfrentamos a un enemigo invisible, un virus que con sólo respirarlo puede matarnos en cualquier lugar y en pocos días sin siquiera despedirnos de nuestros seres queridos, ni saborear sus dulces miradas en esos momentos finales de nuestras vidas.
La pandemia nos ha confrontado con una humanidad quebrada, develando estilos de vida fracturados que se habían incrustado en cada uno de nosotros/as bajo una falsa idea de normalidad cotidiana. Ya vivíamos aislados, confinados a la incomunicación real y fluida, aún cuando creíamos estar cerca de los demás porque hacíamos algunas cosas juntos. Tal vez sólo necesitábamos sentirnos acompañados en un mismo espacio, pero seguíamos siendo extraños los unos de los otros, sin saborear el intercambio de palabras y silencios que nos humanizan. Es aquí donde se juega la verdadera libertad. Aquella que emana de asumirnos como hermanos y hermanos, y que permita reconectarnos nuevamente, para que la autoridad emane de la credibilidad y consistencia de nuestros estilos de vida, y ya no de personas o sistemas que sólo buscan controlar e imponer visiones homogéneas del mundo y la vida.
Quisiera por último retomar aquel viejo y conocido “dilema de Epicuro”, ante todo este revuelo de pandemia. “O Dios no quiso o Dios no pudo evitar el mal en el mundo”, en cualquiera de estas dos premisas, el ser humano se cuestiona al final la existencia de Dios, o al menos la existencia de un Dios bueno y todopoderoso, pero nosotros los creyentes insistimos en que Dios es Amor (Deus caritas est) ¿cómo nos mantenemos allí?
El problema no es la existencia o no de Dios, sino su toma de posición y el ejercicio de su poder frente al mal actuante en el mundo, frente a la deshumanización que generamos los seres humanos mediante opciones y decisiones muy concretas, como fraguar guerras, estimular genocidios y fabricar virus que atentan contra todo ser viviente. Lo que está en cuestión es la imagen que podamos tener de Dios, antes que Dios mismo. Una imagen, muchas veces deformada, que nos viene de la educación religiosa que hemos recibido o de la falta de testimonio y credibilidad que encontramos.
Elie Wiesel, en su libro Die Nacht, comentando el sufrimiento y la injusticia, relata como “los mandos del campamento se negaron a hacer de verdugos. Tres hombres de las SS aceptaron el papel. Tres cuellos fueron en un momento introducidos en tres lazos. ‘Viva la libertad’, gritaron los adultos. Pero el niño no dijo nada. ‘¿Dónde está Dios? ¿Dónde está?’, preguntó uno detrás de mí. Las tres sillas cayeron al suelo… Nosotros desfilamos por delante…, los dos hombres ya no vivían…, pero la tercera cuerda aún se movía…, el niño era más leve y todavía vivía… Detrás de mí oí que el mismo hombre preguntaba: ‘¿Dónde está Dios ahora? Y dentro de mí oí una voz que me respondía: ¿Qué dónde está? Ahí está: colgado de la horca”. Escena esta que nos recuerda la de otro judío crucificado en el Gólgota.
En el misal romano se decanta con delicadeza y sabiduría la relación entre el Deus omnipotens y el Deus misericors: “Oh Dios que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia”. La omnipotencia se entiende desde la misericordia, ella es la medida y el criterio del ejercicio del poder divino. Ella puede sanar la crisis existente en la transmisión de la fe. Podemos decir que mientras nosotros nos podemos afirmar ante, contra y sobre los demás, controlando, dominando y excluyendo, Dios se afirma como gracia gratuita, como perdón infinito, en la vulnerabilidad compartida. He ahí, hasta donde llega su capacidad de amar. Razón, pues, tenía Santa Teresa al creer que hay cosas que pedimos a Dios y no son escuchadas, porque no son posibles o no competen a la medida del poder divino. En fin, no corresponden a la imagen que podemos tener de Dios. Así decía Teresa: “¡Oh hermanas mías en Cristo! (…) que yo me río y aun me congojo de las cosas que aquí nos vienen a encargar, hasta que roguemos a Dios por negocios y pleitos, por dineros, a los que querría yo suplicasen a Dios los repisasen todos. Ellos buena intención tienen, y allá lo encomiendo a Dios por decir verdad, mas tengo yo para mí que nunca me oye”.
Creer en Dios, en este u otro momento, significa creer también en su silencio, en su vulnerabilidad compartida, en que podemos estar creyendo y pidiéndole a una imagen inexistente que no corresponde a la realidad de Dios. Y, sin embargo, esa ha sido la imagen en la que hemos sido formados y a la que nos hemos acostumbrado. No se le encuentra solamente en el canto, la lectura o en la oración apalabrada. También está en la lucha, en la resequedad y en la aridez. Este es un momento propicio para descubrirlo en el silencio del corazón, en los gestos de consolación, en las miradas dispersas, en el llanto doliente. Para el cristiano, esta es la imagen que comunica Jesús a lo largo de sus encuentros cotidianos con los excluidos, los sufridos y las víctimas de su tiempo. Jesús se deja convertir por la mayoría de personas que tantos no querían ver ni tocar. Esa es la misma mayoría de personas que debemos volver a ver, incluir y reconocer hoy, cuando veamos más allá de nuestras propias burbujas. En medio, y a pesar de esta pandemia, podemos aún decidir crecer en humanidad. Lo cierto es que el mundo ya no será igual.
* Abogado. Magíster en Ciencias Políticas. Miembro del Consejo de Redacción de SIC.