Monseñor Jesús González de Zárate −obispo auxiliar de Caracas y secretario de la Conferencia Episcopal Venezolana− circunscribió su intervención en el encuentro de Constructores de Paz a unas reflexiones sobre la Buena Noticia de Jesucristo, recogida en el Evangelio según San Mateo: “Felices los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. He aquí un extracto de su disertación
¿Quiénes son los que trabajan por la paz? En el pensamiento bíblico, los “constructores de la paz”, son los que ayudan a las personas en discordia a reconocerse en sus diferencias, y a reconciliarse y a vivir en paz. En boca de Cristo, afirmar que los que trabajan por la paz son bienaventurados, es semejante a decir que son felices los que viven según el mandamiento nuevo del amor fraterno.
Por eso si quisiéramos responder a la pregunta ¿quiénes son los que verdaderamente trabajan por la paz y de qué manera ésta se promueve?, tendríamos que decir son aquellos que dedican su vida y sus esfuerzos, no a destruir al enemigo sino destruir la enemistad, como hizo Jesús en la cruz (Ef 2, 16).
Don y tarea
En su Mensaje para la Jornada de la Paz del año 2007 dice el Papa Benedicto XVI:
La paz es al mismo tiempo un don y una tarea. Si bien es verdad que la paz entre los individuos y los pueblos –la capacidad de vivir unos con otros, estableciendo relaciones de justicia y solidaridad– supone un compromiso permanente, también es verdad, y lo es más aún, que la paz es un don de Dios. En efecto, la paz es una característica del obrar divino, que se manifiesta tanto en la creación de un universo ordenado y armonioso como en la redención de la humanidad, que necesita ser rescatada del desorden del pecado” (nº3).
Para construir una paz auténtica y perdurable, es necesario cultivar la conciencia de estos dos aspectos: del don y de la tarea.
En efecto, la paz tiene su origen en Dios, Él mismo es el verdadero y supremo “agente de paz”, por tal razón, -como lo afirma la bienaventuranza-, los que se afanan por la paz son llamados “hijos de Dios”: porque se asemejan a Él, le imitan, hacen lo que hace Él.
En las Sagradas Escrituras se habla de la “paz de Dios” (Flp 4, 7) y con frecuencia se refiere a Dios como el “Dios de la paz” (Rm 15, 32). Paz no es sólo Dios hace o da, sino también lo que Él es. Paz es lo que reina en Dios. Paz es uno de los “nombres de Dios”, así como lo es también el amor (1 Jn 4,8). Cristo se presenta a sí mismo afirmando que es nuestra paz (Ef 2, 14-17). Por eso, cuando dice “mi paz les doy” (Cf. Jn) está transmitiendo aquello que Él es.
Por eso cuando decimos que debemos trabajar por la paz no nos estamos refiriendo, en primer lugar, a inventar o a crear la paz, sino a transmitirla, a dejar pasar la paz de Dios y la paz de Cristo que supera toda inteligencia humana. No somos nosotros la fuente, sino como canales de la paz. La condición para poder serlo es permanecer unidos a su fuente que es Dios mismo. Por ello, con ese gran artífice de paz que fue San Francisco de Asís, nos atrevemos a decir: “Señor, haz de mí un instrumento de tu paz”.
La paz, además de don, es también tarea. Una tarea que exige a cada uno una respuesta personal coherente con el plan divino: “Dios, que nos ha creado sin nosotros, no ha querido salvarnos sin nosotros” (San Agustín). La paz, como el rastro que deja un barco sobre el mar, nace de una punta y luego va ensanchándose. La punta es, en este caso, la persona humana, que es el corazón de la paz. Por eso, la tarea de construir la paz comienza siempre en un corazón nuevo de una persona, reconciliada y en paz.
De la persona humana, y del plan de Dios para ella, debe partir todo esfuerzo de construir la paz. Éste es un gran punto de encuentro y, por tanto, un presupuesto fundamental para una paz auténtica.
Esto exige una adecuada comprensión del hombre. La indiferencia o la confusión ante lo que constituye la verdadera naturaleza del hombre impide el diálogo auténtico y abre las puertas a la intervención de imposiciones autoritarias, terminando así por dejar indefensa a la persona misma y, en consecuencia, presa fácil de la opresión y la violencia. Una consideración “débil” de la persona, que de pie a cualquier concepción, incluso excéntrica del hombre, favorecerá sólo una paz aparente.
Conclusión
Todos estamos llamados a ser trabajadores incansables en favor de la paz y valientes defensores de la dignidad de la persona humana y de sus derechos inalienables.
Como hombres y mujeres de fe, dando gracias a Dios por habernos llamado a pertenecer a su Iglesia, que es signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana en el mundo, no debemos cansarnos de implorar el bien fundamental de la paz, tan importante en la vida de cada uno.
Sintamos la satisfacción de servir con generosa dedicación a la causa de la paz, ayudando a los hermanos, especialmente a aquellos que, además de sufrir privaciones y pobreza, carecen también de este precioso bien. Jesús ha revelado que la vocación más grande de cada persona es el amor. En Cristo podemos encontrar las razones supremas para hacernos firmes defensores y audaces constructores de la paz.