Por Alfredo Infante, s.j.*
En este pasaje del libro de los Hechos (15,1-2.22-29), que se nos propone cómo primera lectura de este sexto domingo de pascua, la comunidad cristiana está en un momento trascendental de su experiencia de fe, se encuentra dialogando con la situación de los paganos que se convierten al evangelio.
Esto supuso una gran polémica interna. Recordemos que quiénes se reunían en nombre de Jesús, en la primitiva iglesia, eran conocidos como los del “camino”, porque seguir a Jesús, era una manera novedosa de vivir el judaísmo. Los seguidores del Nazareno eran considerados una secta dentro de la religión judía.
A causa de la persecución que llevó a la diáspora a muchos cristianos y, sobre todo, con el impulso misionero de Pablo y Bernabé, entre los gentiles, la Iglesia se expandió más allá de la cultura judía y muchos paganos abrazaron la fe. Es gracias a la evangelización de los paganos que la iglesia se hace católica, una unidad plural, universal, inclusiva.
En esta escena que nos presentan los Hechos de los Apóstoles, la Iglesia primitiva, tiene entonces que discernir si se puede ser cristiano sin ser judío y, en tal caso, qué implicaría para un no-judío, ser cristiano.
Los discípulos hacen un gran discernimiento, que implicó mucha deliberación y oración. Por eso, concluyen: “el Espíritu Santo y nosotros hemos decidido”, dicho de otro modo, la Iglesia (nosotros) en comunión con el Espíritu Santo, reconoce la actuación de Dios más allá de la cultura judía y de sus fronteras, y decide asumir la catolicidad, en definitiva, aceptar que Dios es mayor y su Espíritu actúa en toda la creación, en toda la humanidad, en todos los corazones. Catolicidad es universalidad inclusiva.
La presencia de Dios trasciende cualquier límite humano. Trasciende cualquier religión, aunque se exprese en ella. Por eso, en el Apocalipsis, libro de la Esperanza, se nos dice: “no vi templo en la ciudad, porque el Señor Dios Todopoderoso y el cordero son el templo. No necesita la luz del sol o de la luna, porque la gloria de Dios la ilumina y el cordero es su lámpara” (Ap 21,22-23). Esto nos conecta con aquel pasaje del evangelio de Juan, donde Jesús nos dice “adorarás a Dios en Espíritu y verdad” (Jn 4,23-24).
Y es que, en nuestro peregrinar por este mundo, el templo de Dios es la creación, la historia, la vida, el corazón de cada persona y nos anima la esperanza de que, al final de los tiempos, todo será consumado en comunión perfecta en el Cordero, el Hijo de Dios, que nos lleva en su corazón. En el corazón de Cristo, en comunión perfecta, seremos uno, con Él y el Padre, en el Espíritu Santo. Esta comunión perfecta es el verdadero templo.
De ahí que, en este pasaje del evangelio de Juan que la iglesia nos propone (Jn 14,23-29), Jesús nos invita a buscar y hallar, aquí y ahora, esa comunión perfecta que revela el Apocalipsis. Comunión que vivencian los primeros cristianos cuando dicen “el Espíritu Santo y nosotros hemos decidido”, comunión que, insiste Jesús, acontece en el amor, porque “El que me ama cumplirá mi palabra y mi padre lo amará y vendremos a Él y haremos en Él nuestra morada”. Ser morada de Dios, es mística de comunión a la que todos estamos llamados, pero una que se realiza en el amor activo, visible, en sus testigos, lo cual implica una constante conversión de vida.
Por eso, cuando hacemos el bien, descubrimos que “en todo amar y servir”, experimentamos la dicha de ser de Dios. La gracia de sentirnos en sus manos. Y, por el contrario, cuando nos cerramos a su amor, nos empequeñecemos y no experimentamos la libertad de estar sostenidos por su presencia. “El que no me ama no cumplirá mis palabras”.
Jesús, nos promete su espíritu, por eso, dice: “el espíritu santo que mi padre les enviará en mi nombre les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho”. El Espíritu que procede del Padre y el Hijo, viene en nuestro auxilio, para discernir los signos de los tiempos y decidir en el amor, como insistía San Alberto Hurtado, preguntándose: “¿Qué haría Cristo en mi lugar?”.
No se trata de imitar, sino de seguir; es decir, en el Espíritu del amor, actuar, como muy bien insistía San Ignacio de Loyola: “según personas, tiempo y lugar”. Así lo hizo, la primitiva Iglesia, cuando deliberó, discernió y decidió “el Espíritu Santo y nosotros hemos decidido”.
Uno de los asuntos que Jesús nos invita a discernir es el camino de la paz. Y, Jesús siempre que habla de paz, la distingue y confronta con la paz de este mundo. En este evangelio nos dice: “la paz les dejo mi paz les doy, no se las doy como la da el mundo, no pierdan la paz, ni se acobarden”.
¿Por qué Jesús se empeña en hacer esta distinción? Si contemplamos nuestra historia, vemos a los poderes del mundo conquistando, dominando, destruyendo; bien sabemos, que hoy la convivencia humana y la creación están amenazada por los conflictos y las guerras, especialmente, la guerra provocada por la invasión de Rusia a Ucrania. Los que hacen la guerra en este mundo lo hacen, supuestamente, para construir la paz; pero ese no es el camino de Jesús y él los distingue claramente.
También, más en pequeño, les informo que esta semana recibí una demanda por “difamación”, por parte del Gobernador del estado Carabobo, porque en el Informe de Lupa por la Vida, el cual coordinamos el Sr. Marino Alvarado y mi persona, expresamos que en nuestro país han sucedido presuntas ejecuciones extrajudiciales de jóvenes de barrio y, particularmente, en el estado Carabobo los índices eran alarmantes. Por tanto, convenía hacer una investigación para que los familiares de las víctimas tuvieran acceso a la verdad, a la justicia y a la reparación. Consideramos que toda muerte violenta debe ser investigada. Esto ha traído como consecuencia la imputación por parte de la gobernación del estado Carabobo. Estamos en ese proceso.
No cabe duda, que el camino de la paz en Cristo, implica, aquí y ahora, un compromiso ineludible por la defensa de la vida y de los derechos humanos. La paz que critica Jesús, la paz del mundo, del poder, buscará siempre, sea cual sea su signo, dominar, controlar y acallar las voces que defienden la vida.
Como hombre de fe, reitero, estoy en paz con mi conciencia, con Dios y con el país. Cualquier consecuencia que traiga la búsqueda de querer vivir con honestidad el Espíritu del evangelio, el seguimiento de Jesús, lo asumo con toda responsabilidad. Me siento en manos de Dios y en Él lo espero todo. Como decía San Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?” (En 8,35-39).