Por Germán Briceño C.*
El lunes, como coletazo del cataclismo que algunos anticipaban por el triunfo de Giorgia Meloni en las elecciones italianas celebradas la víspera, las bolsas europeas reaccionaban con más nerviosismo por el Reino Unido y la estrepitosa caída de la Libra Esterlina que por Italia. De hecho, puede que este dato anecdótico sea un reflejo de la tónica general respecto de estos muy auscultados comicios: lo que el mundo veía con alarmada atención y algunos ataques de pánico, los italianos en su mayoría lo veían con indiferencia, desafección y bastante apatía, a juzgar por la históricamente alta abstención.
Después de conocerse los resultados a altas horas de la noche (resultaba muy llamativo que el programa especial de la RAI desechara la etiqueta de ultraderecha tan cacareada en cierta prensa y utilizara la más potable denominación de centroderecha para designar a los ganadores), algunos líderes ni siquiera se molestaron en comparecer ante sus seguidores. De las pocas en hacerlo fue la flamante triunfadora Giorgia Meloni, quien habló con mesura y contención y, desde entonces, ha optado por guardar un prudente silencio.
En un tal vez fútil intento por explicar lo ocurrido, no puede uno evitar echar mano una vez más de los muy recurridos axiomas sobre la política italiana formulados por dos insignes personajes de lo más disímiles. El guionista Ennio Flaiano y el dictador Benito Mussolini. Como se sabe, Flaiano sentenció célebremente que la situación en Italia siempre es grave, pero nunca seria; mientras Il Duce sostenía que gobernar a los italianos no es difícil, es simplemente inútil.
De manera que los italianos, sabedores de esa innata ingobernabilidad que los trae un poco sin cuidado, siguieron con sus asuntos de todos los días y no se inmutaron más de la cuenta por las elecciones, que se vienen sucediendo en Italia con demasiada frecuencia como para resultar alarmantes. Creo que ya alguna vez he mencionado que Italia es el modelo del país ingobernable que sin embargo se las arregla para gobernarse, el país disfuncional que sin embargo funciona, el país que se desmorona y que sin embargo sigue en pie, el país sumido en una perpetua crisis y que sin embargo es un país maravilloso. Quien mejor lo ha definido fue un cineasta italiano galardonado con un Oscar algunos años atrás, cuyo nombre lamentablemente se me escapa. Después de dedicar el premio a sus seres queridos y colaboradores, lo ofrendó finalmente a su querida Italia: “un país loco pero hermoso…”.
Pues bien, como para no interrumpir su depurada técnica de ensayos y errores políticos, tras haberse arrojado cinco años atrás en brazos del populismo del Movimiento Cinco Estrellas y el chovinismo de la Liga, después de que el gobierno municipal de los grillinos dejara a Roma sumida en el mismo caos habitual (me refiero, claro está, al caos del que se quejan quienes allí viven, los que solo vamos de paso disfrutamos de una ciudad cada vez más fascinante y encantadora), como si de una visita dominical a una variada gelateria de la Piazza Navona se tratara, haciendo bueno aquel irónico zarpazo de Arrigo Sacchi de que los italianos tienen sentido de la nación, pero carecen de sentido del Estado, esta vez se decantaron por el único y novedoso sabor que les faltaba por probar: el de la derecha posfacista (aunque ella insiste en que ya se ha cambiado el apellido) de la susodicha Giorgia Meloni.
La Meloni arrastra mala prensa (y esa prensa, especialmente la más progresista, se ha encargado de atizar las llamas), por sus orígenes políticos, por su trayectoria, por algunas cosas que ha dicho y por otras que se le atribuyen. Sea como fuere, se ha convertido en la primera mujer en llegar a la cúspide del gobierno italiano. Sin perjuicio de las dudas y reticencias que despierta, no es menos cierto que últimamente ha venido haciendo un esfuerzo por moderar sus posiciones y rectificar maledicencias.
No sería la primera vez que un político italiano (o de cualquier otra parte, si a ver vamos), donde el transfuguismo es un deporte nacional, reniegue de su faceta más extremista y dé un giro copernicano hacia la flexibilidad y el pragmatismo. El ejemplo más reciente podría ser el del camaleónico Luigi Di Maio, unos años atrás el más recalcitrante adalid antisistema, devenido en flamante ministro de exteriores del actual gobierno, y, como tal, guardián y defensor de las instituciones europeas.
Respecto de las posiciones que defiende Meloni, y por las que votaron quienes le otorgaron la mayor de las minorías, con algunas de las cuales uno puede coincidir en lo que respecta a la defensa de las raíces cristianas de Italia y de sus valores tradicionales, y con otras no tanto, lo que le podemos pedir es lo mismo que se le pide a cualquier líder democrático: que las defienda con convicción pero con tolerancia, respetando a quienes piensan distinto y con absoluto apego a las instituciones y al estado de derecho. No es muy sensato condenarla a priori, como ha hecho buena parte del progresismo, ni tampoco darle un cheque en blanco.
Paradójicamente, algunos de los ataques más furibundos los ha recibido de ciertas feministas: las mismas que claman por que las mujeres tengan más poder. En todo caso, sus acciones de gobierno serán la materia sobre la que podremos juzgarla con propiedad. Si tiene olfato e instinto, deberá caer en la cuenta de que algo menos de la mitad de quienes votaron lo hicieron por su coalición, apenas una cuarta parte lo hizo por su partido, y más de un tercio de los llamados a elegir decidió no participar. El resultado electoral refleja un país dividido en dos bloques en el que resultó premiada la coalición de centroderecha y uno de cada tres italianos no votó.
En efecto, dadas las peculiaridades del sistema electoral italiano, que premia a las coaliciones, lo que en apariencia luce como una apabullante victoria de la derecha que ha teñido de azul las cámaras legislativas, no es tal en términos de votos absolutos. En otras palabras, paradójicamente, los que votaron por opciones distintas a la coalición triunfadora fueron más que los que lo hicieron por ésta. Ciertamente, aquéllos lo hicieron de forma más dispersa, y este es un dato que deben evaluar quienes lideran esas corrientes, pero es un hecho que los ganadores no deberían menospreciar: más de la mitad de los electores no los apoyó y un tercio se abstuvo.
Pero, además, una cosa es armar una coalición electoral y otra muy distinta armar una coalición de gobierno estable y duradera. Solo en Italia es posible ver lo que ha ocurrido en los últimos cinco años, con tres gobiernos en una misma legislatura que no podrían ser más distintos entre sí: una primera e improbable coalición entre la Liga y el Movimiento Cinco Estrellas; un segundo gobierno conformado entre éstos y la izquierda tradicional del Partido Democrático y sus satélites; y por último una gran coalición transversal en apoyo de un gobierno tecnocrático encabezado por el prestigioso Mario Draghi. La paradoja de la coyuntura actual, como apuntaba el buen corresponsal Daniel Verdú, es que el partido de Meloni se ve a sí mismo estos días como la parte responsable de la coalición y teme que los problemas puedan llegar desde otro de sus socios.
Por todo esto, a pesar de sus orígenes, Meloni puede acabar cediendo a las imperiosas y acuciantes presiones de la real politik. La prueba de fuego estará en ver si es capaz de demostrar ser lo suficientemente inteligente como para ponerse a salvo de la peor versión de sí misma y de sus aliados. Es decir, si es capaz de dejarse ayudar, poner a un lado los radicalismos y rodearse de los más capaces.
Después de todo, siempre se ha dicho que Italia cuenta con una reserva tecnocrática a la cual se apela cada cierto tiempo para poner la casa en orden después de algún exceso festivo. El último ejemplo es el actual gobierno, presidido por Draghi, quien se despide en la cúspide de la popularidad. Si Meloni diera continuidad a algunas líneas del gabinete saliente (ya se han establecido contactos tempranos para organizar la transición), y si se apoyara en la razonablemente bien aceitada y profesional maquinaria de la burocracia italiana, daría inequívocas señales de buen sentido y sensatez.
Pero además de los imperativos de una realidad compleja con múltiples asuntos urgentes que atender, en todo país civilizado existen sólidas barreras de contención institucionales que limitan las aventuras y exabruptos. La Unión Europea ha demostrado ser una camisa de fuerza razonablemente eficaz para evitar los extremismos o meterlos en cintura. Italia, un país endeudado y, hasta la llegada de Draghi, sumido en un estancamiento secular, ha recibido el mayor paquete de ayudas comunitarias para la recuperación post pandémica, varios de cuyos desembolsos están pendientes y sujetos a la ejecución de ciertas reformas.
Bruselas, por boca de Ursula von der Leyen, ya enseñó diplomáticamente los dientes como advertencia ante cualquier desviación del nuevo gobierno italiano. Por su parte, el presidente de la República, el ecuánime y curtido en mil batallas Sergio Mattarella, ya ha dado muestras de no estar dispuesto a tolerar derivas anti europeas.
Pero también la historia suele ser un antídoto implacable contra las quimeras y derivas soberanistas. Después de mirarse en el catastrófico ejemplo del Brexit, y sin contar siquiera con una moneda propia –volver a la pírrica e inestable lira es un despropósito que no cabe ni en las mentes más delirantes–, con esa estratosférica deuda cuya prima de riesgo es sostenida por el Banco Central Europeo, con una inflación desatada como en casi todas partes y el peligro de una recesión merodeando a la vuelta de la esquina, es poco menos que improbable que Italia esté en condiciones de abandonar el Euro.
Si Meloni lo hará bien o mal, nadie a estas alturas puede saberlo con certeza –las primeras señales apuntan a que entiende la urgencia del momento y la gravedad del compromiso–, y a quienes amamos al bel paese solo nos queda desear que tenga éxito. Lo único cierto en Italia es que siempre se puede poner en acción el viejo mecanismo gatopardiano de cambiarlo todo para que todo permanezca igual, por lo que no es en absoluto improbable que esta legislatura termine también con un gobierno muy distinto al que se pueda perfilar en sus comienzos. A fin de cuentas, los italianos saben bien algo que fuera de Italia también se sabe, pero a veces se olvida: no importa si es bueno o malo, ningún gobierno dura demasiado.