Por Pedro Trigo, SJ*
Importancia del testigo creíble en la acción evangelizadora
Muy hermoso y expresivo el título que me han dado, porque no significa que tenemos que andar gritando, sino que nuestra vida tiene ser tan límpida y diciente que la gente que toma contacto con nosotros se haga cargo de la fraternidad de las hijas e hijos de Dios que proclamó e hizo presente Jesús de Nazaret, y que la vea como valiosa, deseable y factible.
El ejemplo de Francisco de Asís lo hace ver claramente. Cuando envió a sus compañeros a predicar el Evangelio les dijo que, si era necesario, lo predicaran también con sus palabras. Les quería decir que el Evangelio se predica ante todo con la vida, pero que también a veces es precisa la palabra. Como se ve, para él el testimonio era lo crucial: se evangeliza, en primer lugar, con la vida. Tiene que ser una vida evangélica, inspirada en el Evangelio, es decir, en seguimiento palpable de Jesús.
También la primera carta de Pedro dice que estemos dispuestos a dar cuenta a quien nos pida razón de nuestra esperanza, se entiende que de la esperanza que trasunta nuestra vida (1Pe 3,15). En esta cita lo que evangeliza es el modo de vivir; la palabra es para dar cuenta de la fuente de la vida que llevamos, que, como la gente ve que es distinta de la del orden establecido, provoca la pregunta de por qué ese desmarque de lo dado, un desmarque tan positivo, y de cuál es la fuente que lo hace posible.
Esto es también lo que dice sabiamente el dicho: “obras son amores y no buenas razones”. El amor a Dios y al prójimo, que es la fuente de la evangelización, si ésta es auténtica y no meramente proselitismo, como denuncia tantas veces el papa Francisco, se expresa, ante todo, con las obras. Una exposición meramente doctrinaria, no es evangelización; es indoctrinación, que es muy distinto.
Y es que, si la evangelización sí es realmente evangélica, es decir si decimos realmente lo de Jesús de Nazaret, pero no hacemos lo que decimos, la gente se queda perpleja y se pregunta: ¿hago caso a lo que dice o a lo que hace? Ahora bien, ¿tiene sentido que yo haga lo que él dice, si no lo hace él mismo? Como dice el propio Jesús: “médico, cúrate a ti mismo”, es decir, aplícate en primer lugar a ti mismo lo que me estás diciendo a mí.
Pero es que, además, es muy difícil que prediquemos realmente el Evangelio, si no lo cumplimos, porque “el que no hace lo que dice, acaba diciendo lo que hace”. Es que se necesita demasiada humildad para estar quedando sistemáticamente mal porque la gente ve que no hacemos lo que decimos que quiere Dios y predicó e hizo Jesús, y que además es lo verdaderamente humano. Por eso, si el que predica no lo cumple, para no quedar él tan mal, a la larga tiende a diluir el mensaje. Desgraciadamente esto es lo que pasa con demasiada frecuencia.
Así pues, la importancia del testimonio en la evangelización deriva de que si el que predica no hace lo que dice, su testimonio no es creíble. Porque quien lo escucha es normal que piense: si éste cree en lo que me está diciendo, lo viviría. Si no lo vive es que no cree en ello; y si él, que lo predica, no cree, ¿qué sentido tiene que crea yo? Por eso, la causa de que muchos no crean en Jesucristo está en nosotros, los cristianos, cuando no vivimos como hijos de Dios y como hermanos de todos desde el privilegio de los pobres.
Es lo que denuncian muchas veces los profetas: que el pueblo de Dios es la causa de que los gentiles blasfemen de Dios, porque dicen “¡qué inhumano será ese dios que tiene adoradores tan inhumanos”! En nuestro caso, si los que llevamos el nombre de Jesús y nos decimos seguidores suyos, vivimos inhumanamente ¿cómo vamos a pretender hacer creer a otros que Jesús es el paradigma absoluto, trascendente, de humanidad?
No tiene sentido evangelizar a Jesús, a su Padre y al mundo fraterno de las hijas e hijos de Dios que él vino a instaurar, si el carácter de seguidores suyos no marca nuestras vidas, de manera que seamos en una medida apreciable seguidores suyos porque hacemos en nuestra situación el equivalente de lo que él hizo en la suya.
Es obvio que nunca vamos a estar a su altura y que por eso no nos evangelizamos a nosotros mismos sino a él y evangelizarlo es invitar a que lo sigan con nosotros, que estamos en camino, que no hemos llegado ni llegaremos nunca. Siempre se tiene que ver la distancia, una distancia infinita; pero también el influjo humanizador de Jesús, a quien seguimos, en nuestras vidas. En este sentido decía Pablo: “sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (1Cor 11,1). Él nunca pretendió sustituir a Cristo. Por eso, dice, no tiene ningún sentido afirmar: “yo soy de Pablo” (1Cor 3,4). Quien salva es Jesús de Nazaret, no Pablo ni ningún otro seguidor. Pero sí se tiene que notar en una medida apreciable, que el que predica está salvado por Cristo, aunque todavía le falte mucho para seguirlo con total coherencia y estar completamente reconfigurado por la relación con él. Sí tiene que relucir en el predicador algo del modo de ser de Jesús y de su propuesta, para que su predicación sea fehaciente y atraiga.
Lo que nuestra vida tiene que gritar es precisamente el Evangelio
Por eso, como el título que me han dado dice muy bien, lo que tiene que gritar nuestra vida es el Evangelio, no una institución ni unas doctrinas ni unos preceptos ni unos ritos ni, obviamente, a nosotros mismos. Tiene que gritar la buena nueva, que es una persona concreta: Jesús de Nazaret. Ya que sólo en él somos hijas e hijos de Dios y hermanas y hermanos de todos. Porque Dios tiene un solo Hijo eterno. ¿Y cómo se manifestó que nos había hecho hijos de su Padre? En el bautismo. El bautismo de Juan era de penitencia. Cuando le tocó el turno a Jesús, confesó los pecados con más dolor que todos los penitentes juntos de la historia. Su dolor venía de que tenía el corazón desgarrado porque en el centro estaba su Padre, pero también estábamos los que, más o menos, no hacíamos lo que Dios quiere. Al subir del río, dice el Evangelio, vio que el cielo se rasgó, es decir, que su Padre aceptó su confesión, hecha en primera persona de plural, como hermano verdadero, y nos perdonó. Mientras Jesús no nos saque de su corazón, no sólo estamos perdonados, sino que somos hijos de Dios. Sólo al llevarnos Jesús en su corazón, en él, somos hijos en el Hijo. Y al ser todos hermanas y hermanos de Jesús, en él, somos hermanas y hermanos unos de otros.
Ahora bien, esa persona, Jesús, es una persona de la historia y por eso conocerla es conocer su vida, su historia, y conocerla como buena nueva. Y eso sólo se puede conocer a través de los santos Evangelios. Por eso el evangelizador, si no se quiere predicar a sí mismo ni a la institución o al grupo al que pertenece ni a un Cristo dogmatizado, que es abstracto, que no tiene un rostro concreto, sino a Jesús de Nazaret, tiene que estar imbuido de los santos Evangelios.
Estar imbuido de ellos nada tiene que ver con citar frases y más frases descontextualizadas, que sólo sirven para probar la doctrina que llevo, sino que exige contemplar diariamente esa historia viva, esa persona viva, que aparece en ellos, para estar empapado de ella, de manera que se me vaya pegando su modo de pensar, de sentir, de relacionarse y obrar, y eso sea lo que trasunten mis palabras.
Así pues, para que nuestra vida grite el Evangelio, sí tenemos que contemplarlo diariamente como discípulos, tenemos que contemplarlo seguido, es decir un Evangelio desde el inicio al fin (no el que toca ese día o el del domingo), para que se nos aparezca la secuencia concreta de su vida y no aspectos sueltos descontextualizados. Y tenemos que contemplarlo para habérnoslas en nuestra situación de modo equivalente a como él se las hubo en la suya. Para eso tenemos que conocer lo que él dijo e hizo y no menos nuestra situación.
Así pues, para ser testigos del Evangelio no sólo tenemos que contemplar diariamente los santos Evangelios (insisto, no el Evangelio del día, sino la secuencia de cada Evangelio para que reluzca la secuencia de su vida), sino que además tenemos que tener un conocimiento interno de nuestra situación, es decir que la tenemos que conocer encarnándonos en ella, perteneciendo a ella, echando nuestra suerte con ella y no desde cualquier lugar social sino desde abajo, que fue como se encarnó Jesús, a quien evangelizamos.
¿Qué implica leer realmente los Evangelios?
Que nuestra vida grite el Evangelio no puede ser un eslogan vacío y tampoco es cuestión de voluntarismo. Nuestra vida no gritará el Evangelio de Jesús de Nazaret si no está animada por su Espíritu. Y sólo lo podremos discernir de otros espíritus desde la lectura orante de los santos Evangelios. Sólo desde ella podremos seguirlo conscientemente. Pero esta lectura exige que nos comencemos preguntando, no qué nos dice a nosotros, sino qué dice. Y para averiguarlo es imprescindible mediar la distancia. Ya que Jesús vivió en otro tiempo y en otra cultura y los Evangelios fueron escritos más tarde: dos generaciones después (el de Marcos), tres (los de Mateo y Lucas) y hasta cuatro (el de Juan) y, sobre todo los de Marcos y Lucas, en otras culturas y para gentes de esas culturas, distintas de la de Jesús y de la nuestra, aunque más asequibles a nosotros que los de Mateo y Juan, que al estar escritos en relación con el judaísmo, exigen al menos un conocimiento mínimo de él, que no equivale al Antiguo Testamento, ya que en sentido estricto se refiere al modo de vivirlo desde la gran asamblea de Esdras y Nehemías en el siglo V, después del regreso del destierro de Babilonia, que tendría bastante que ver con su última redacción, la sacerdotal. Sólo después de averiguar qué dice el pasaje que contemplamos, tiene sentido hacer silencio y preguntarse qué nos ha querido decir a nosotros hoy, que lo hemos contemplado como discípulos para seguir al Maestro.
Ahora bien, difícilmente tendremos oídos para escuchar lo que nos dice, si no estamos situados hoy en nuestra sociedad de modo equivalente a como Jesús se situó en la suya: comprometiéndose con ella, desde su pertenencia a ella, pero no como mero miembro de ella sino desde su condición absoluta de Hijo de Dios, que conllevaba la fraternidad con todos desde el privilegio de los pobres. Desde esta situación en ella y este compromiso con ella buscó su salvación, que consistió en que todos fueran asumiendo esa condición de hijas e hijos de Dios en el Hijo único y de hermanas y hermanos en el Hermano universal.
Así pues, es el seguimiento de Jesús el que especifica el contenido de la salvación que predicamos como buena noticia. Si proclamáramos esos mismos conceptos sin seguir a Jesús, proclamaríamos meros conceptos vacíos de contenido. Sólo desde el seguimiento de Jesús, esos conceptos están cargados de realidad, una realidad provocadora y salvadora, ya que la salvación sólo se da a través de la conversión. Conversión, insistimos, no a una doctrina ni a una institución ni a unos ritos sino al Evangelio: a la buena nueva que nos trajo Jesús y que él encarnó. Así lo dijo Jesús desde el comienzo: “conviértanse y crean en la buena nueva” (Mc 1,15).
La vida que grita el Evangelio no es cualquier vida
No basta la buena voluntad. Ni equivale tampoco, de ningún modo, a hacer lo que se valora positivamente en esa sociedad. Es indispensable el seguimiento de Jesús con su Espíritu, es decir obedeciendo a su impulso, ya que él nos mueve siempre desde más adentro que lo íntimo nuestro. Los contenidos fundamentales son la confianza filial en Dios y por tanto el vivir con esperanza en cualquier situación, aunque nos vaya pésimamente mal. Y, al estar en manos de Dios, vivir en paz, una paz que el orden establecido no puede dar ni quitar. Si esa confianza es real, tenemos que vivir disponibles a lo que Papá Dios quiera de nosotros.
No podemos vivir centrados en nosotros mismos y buscar nuestro interés. Tenemos que vivir en relación y de las relaciones, relaciones horizontales, gratuitas y abiertas, relaciones de verdaderas hermanas y hermanos en Cristo. Tenemos que vivir entregados a los demás y recibiendo su entrega agradecidamente. No podemos vivir ni aprovechándonos de una situación injusta ni maldiciendo todo el tiempo de ella, sino con libertad liberada porque vivimos de estas relaciones. Por eso tenemos que fomentarlas construyendo comunidades y asociaciones hasta que se constituya un cuerpo social tan denso que haga posible una alternativa superadora. Sólo una vida así grita el Evangelio. Y es bueno, incluso imprescindible que lo grite también con la palabra, pero la palabra del que vive evangélicamente. Amorosa y servicialmente, como Jesús.
En concreto vivir como hermano de todos en una sociedad tan polarizada como la nuestra entraña desmarcarse de ambos bandos, porque, aunque sí tenemos un juicio bien concreto sobre ella, sin embargo, nuestros adversarios son nuestros hermanos adversarios. Y no se trata lo mismo a un adversario a secas que a un hermano adversario. Cuando se combate a un hermano adversario, se busca no sólo que se haga justicia a la realidad y que no se oprima ni excluya y que haya en todo una verdadera deliberación, sino también se busca el bien de esos hermanos, que pensamos se han deshumanizado. Y por eso no los borramos de nuestro corazón y pedimos a Dios por ellos. Y no los excluimos de una alternativa superadora. Aunque sí pedimos que cambien. Y correspondientemente no decimos que sí a todo lo que dicen y hacen los que están en el otro bando.
El buscar el bien de todos desde el bien de los de abajo es para nosotros un principio absoluto, sacado de nuestro seguimiento de Jesús. Y nos lo tenemos que aplicar a nosotros mismos y a amigos y adversarios. Si nuestra vida grita el Evangelio a lo mejor encontramos muchas caras largas, mucha oposición. Aunque también serán muchos los que se alegren porque ven en nuestras palabras el buen Espíritu, que no es otro que el de Jesús de Nazaret.
*Sacerdote Jesuita. Filósofo y Doctor en Teología. Investigador de la Fundación Centro Gumilla. Integrante del Centro de Investigación y Acción Social de la Compañía de Jesús en Venezuela.
Nota:
El presente artículo es el contenido de una charla que me di para una jornada del Departamento de Misiones de la Conferencia Episcopal Venezolana el 28 de septiembre del 2021