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Público y sagrado, religión y política en la Venezuela actual

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Foto: Cortesía

Por Dr. Mario Di Giacomo

El libro surge como  respuesta hermenéutica a una trama de significaciones que recorre el cuerpo social, integra una matriz que estructura percepciones o provoca lo que los filósofos llaman no sin cierta altivez (auto) conciencia o Dios. Pero también mira más acá de Dios, porque intenta visualizar los nexos entre religión y política, cortes conceptuales al interior de esos nexos, contradicciones, líneas de fuga, el modo como los agentes reproducen cotidianamente sus narrativas, las modifican, recortan a su gusto, las ajustan a un talle determinado, las desajustan.

La metodología es ya apostar por una respuesta, la respuesta al binarismo, a la lógica de la bipolaridad y de las exclusiones, sugiriendo interpretaciones poco complacientes con el discurso del poder que facistiza el cuerpo social a partir de relaciones constituidas por significaciones opuestas, por axiologías asociadas sea al bien, sea al mal. Cuando el poder simplifica la gama de los grises, polarizando la esfera pública en detrimento del disenso, las prácticas sociales se reencuentran con ciertas analogías que no son sino las reiteraciones tropicales de la formación del enemigo interior, de la justicia asociada únicamente al poder y a los habitualmente des-empoderados bautizados como “pueblo” (mejor sería decir “masa”). El alter no se multiplica, se beatifica en el profeta de turno, utilizando para ello sistemas de creencias enterradas o semienterradas, cosmovisiones que estaban por allí, pero cuyo perfil nunca se había asomado demasiado al espacio cultual de los celebrantes consagrados, provocando esa unidad discursiva llamada “pueblo” dentro de una heterogeneidad que no la ha aceptado de buen grado durante estos 20 años en los que ha triunfado la pedagogía de la violencia.

En efecto, como se indica en el texto, la colonización del imaginario por parte del sargento de turno significó manejar los símbolos compartidos según su real voluntad y saber. Pero si la colonización triunfó durante un cierto tiempo, si hasta los símbolos patrios corren más ligeramente, a la siniestra, ahora con una estrella añadida, es porque esa colonización no estaba demasiado alejada de nuestros corazones. Acaso entramos en una regresión fundamentalista de nuestra condición nacional, como respuesta autoagresiva frente una globalización disolvente. Sin embargo, no es exclusivamente nuestro ese registro: los mismos dioses a escala global pierden sus significados seculares para entrar otra vez en la órbita de la sola fide o la sola scriptura, mientras que se obvian los esfuerzos, incluso en el campo católico, de las ya milenarias comunidades de interpretación que permitían un ablandamiento de las exclusiones dogmáticas en virtud de una inclusión universalista cada vez mayor partiendo de la viabilidad racional de los enunciados, pensados contrafácticamente para un auditorio que les confiriese validez en todo espacio y en todo tiempo.

Esta universalidad discursiva, lo sabemos gracias a los esfuerzos de la hermenéutica, es imposible. Tal vez, como escribe Maffesoli, estamos en tiempo de tribus, y en tiempo de tribus, como el ethos de los antiguos, vale más cualquiera como uno que uno como cualquiera, es decir, nos contagiamos de narcisismo comunitario. La disolución cosmovisional que nos había conducido a una cierta institucionalización del individuo, hoy predica a favor de comunidades limitadas y delimitadas simbólicamente, por la profusión de los pequeños rediles, donde las ovejas huelan a eso que son, ovejas, y solamente homogéneas ovejas. La política también opta por sus rechazos, opta por el dualismo donde algunos controlan los signos de los cuales otros son excluidos, ya que “pueblo” no es una categoría que nos envuelve a todos ni todos nos identificamos con ella. Bolívar, desde su apoteosis en el siglo XIX, como sabemos a partir de Castro Leiva, es nuestra renuncia, la más social y personal, la de pensarnos a nosotros mismos.

¿Religión y política se cruzan, se tocan en sus viejas fronteras? Siempre se han cruzado. El optimismo ilustrado había blandido las enseñas de una eventual liquidación de los dioses gracias a los logros de una nueva religión, la de la fe en la ciencia positiva. Admirados de que la profecía no sólo no terminó de cumplirse, sino de que las carabelas se devolvían, esto es, de que la política tendría que cohabitar abstinentemente con eso que no terminaba de fenecer, se le hizo una solicitud al ámbito religioso: que hablase en la esfera pública desde un ateísmo metodológico, como si dios no existiese, etsi Deus non daretur. Pero la religión para llevar a cabo tal solicitud necesita abandonar el Reino extramundano e instalarse en las comodidades de este mundo: el mundo felicitario es posible y para ello hay que contar con esa cosa despreciable llamada “política”. Sin embargo lo común a ambos es la apertura, la antropología como apertura, como si el otro no fuese un límite de aquello que yo mismo soy, sino una posibilidad expansiva de ese yo que siempre es nosotros. Pero parece que en Venezuela política y religión se rehúsan a esa apertura, realizándose más en el ámbito intimista que en la cordial cooperación con los otros. Ello nos conduce a la paradoja de que las disciplinas llamadas a la comunión son las que desesperan de ella, mientras que la ansiada apertura se produce dentro de las relaciones primarias, mas no en los espacios de una abstracción que permitiría la expansión de lo humano en cada yo individual.

El recogimiento narcisista parece evidente y la peligrosa patología que él involucra incurre justamente en el no-reconocimiento del otro. Hay empero espacio para el optimismo, la separación entre religión y política, el gran logro cognitivo de la Modernidad, no se ha desvanecido de nuestro peculiar horizonte cultural, vale decir, según el estudio, ni a lo lejos se divisa la posibilidad de un Estado confesional, de un Estado en el cual religión y política mantengan una esencial solidaridad. Chávez no poseía una aureola sacrosanta pero sí un poder infernal de segregación política basada en relaciones clientelares y en el levantamiento del perfil de públicos invisibilizados, redimidos ahora en el eros clientelar y en una narrativa que optaba por otro tipo de estética.

Muerto el amo de la clientela, fin de la clientela, nos testimonia el libro. Mas si la relación clientelar es el alma nacional, basta con que aparezca de nuevo el carisma de las dádivas para que la enfermedad recidiva del clientelismo derogue la poca ciudadanía conseguida cuesta arriba, de lo cual han sido responsables nuestras elites políticas (Chávez y CA Pérez y sus clientes no brotan de entrañas extranjeras, sino de úteros irreductiblemente nuestros, de símbolos y prácticas inequívocamente nuestros). Sin embargo, nos gobernó no Chávez, ni su imagen, ni su recuerdo, sino un autocentramiento con el que no hemos podido romper socialmente, ni en los altos estratos ni en los bajos.

Ello, como el libro indica, impide la configuración de horizontes comunes, de una sensación de destino compartido y la abstracción que implica construir una política y una ética de mínimos. Sin embargo, somos el resultado de una historia, la historia efectual –la Wirkungsgeschichte de la que habla Gadamer-, por consiguiente, ahora en criollo, estos lodos son el resultado de aquellos polvos, lo que somos en nuestro repliegue individualista, autocentrado, narcisista y poco dado a la comunión expansiva con el otro o con el Gran Otro nos lo debemos a nosotros mismos, no a una historia que viene de fuera como si no fuésemos sus agentes.

Es cierto, además, que en la destrucción de lo público lo que sobrevive es la intimidad, incluso para la política, que debe resguardarse en espacios cuasiconspirativos. Pero como para la actual élite gobernante cualquier disenso es sinónimo de traición, lo que menos puede construirse en este país dadas las actuales circunstancias es un mínimo ciudadano, porque las expectativas son traicionadas, porque la reciprocidad no existe, porque la normatividad no es sino el motivo de una violación, porque la represión del estado policial está continuamente ejerciendo su obra.

La fe, a su vez, se autoprocura como forma de resguardarse en un mundo donde la política nos ha dejado en el descampado, en una intemperie donde solamente pueden asegurarse aquellos que mantienen nexos primitivos con quienes han secuestrado el poder. Ni sociedad ni solidez institucional campean en nuestros 916 mil km cuadrados de territorio, menos aún la igualdad ante la ley y el respeto por quien disiente. Tal vez el cordón umbilical de varios kilómetros de largo que nos mantiene adheridos a las vísceras maternas nos aleja de la realidad o queremos obligarla a que ella nos cumpla mediante satisfacciones ilusorias. No sé si somos un montón de consentidos gracias a una rutina establecida en los nexos familiares donde una maternidad es columna y colapso social al mismo tiempo, pero las narrativas que surgen de ciertos entresijos hablan constantemente de la necesidad de un hombre fuerte por parte de quienes justamente se encuentran violentando las normas, como si de esa violencia no fueran fiadores o solamente en ellos se encontrase justificada.

El reclamo por la presencia de un tirano se relaciona con esas agencias de las cuales el sujeto no se siente responsable, porque a él intrafamiliarmente se le perdonan todas las faltas, incluso las que rayan en el incesto. O tal vez el padre, que ha roto su juramento como padre y es vivido como una ausencia, es ese vacío que hay que sobredeterminar con la presencia de una figura tiránica. La falta de compromisos ilocucionarios reitera la estructura de la que se pretende escapar de nuevo ilusoriamente: ilusorios los juramentos, ilusorias las promesas, ilusorio el hombre que se hace a la una con su juramento y con su promesa, es decir con la ilocución que cumplida adecuadamente cicatrizaría los lazos sociales heridos en prácticas depredadoras. Además, la ilocución sola no basta allí donde la demencia campea, se requiere además de la compañía perlocucionaria, es decir, de un hacer hacer, hacer que el otro realice las mismas prácticas que yo he emprendido, pues la locura tiene algo de atmósfera compartida.

Infortunio es nuestra incapacidad de postular un compromiso, llevarlo a la práctica, ser fiel a un juramento, guardar la debida distancia como expresión del respeto ante el otro. La religión también habita en esas ilocuciones y el sujeto de la fe se realiza en ella a pesar de que no haya reciprocidad en las tantas interpelaciones que reclaman una respuesta. Aunque Dios quede lejos, la fenomenología de la plegaria nos coloca ante Dios y ante nuestro propio ofertorio en una apuesta que nos hace más humanos incluso si Dios no existiese, pues la apertura oracional, comunitaria e individual, significa una ruptura con esa unidad autosuficiente que es el propio ego.

Por otro lado, en una dinámica de límites indefinidos o inexistentes, donde la justificación familiar acosa al sujeto consentido por todos sus costados, ya no sólo arribamos al trance de que estamos negados como cives, como ciudadanos, es que ni siquiera la distinción público-privado puede arraigar en una cultura donde la distancia se ha perdido. El totum revolutum de ciertas prácticas convivenciales no permite, porque el esfuerzo de abstracción es enorme para quien piensa en concreto, entender que aquello que es público, precisamente por público, es inapropiable privadamente; en nuestro país actuamos precisamente al revés: como lo público no es de nadie en concreto, con nombre, apellido y cédula de identidad, entonces es objeto de una apropiación privada. Usum et abusum de lo público se dan la mano justamente allí donde los límites axiológicos, morales, ciudadanos no han sido trazados con precisión, sino tramados desordenadamente, aunque este desorden sea un orden que no queramos reconocer. Andarnos por las ramas postmodernas haciendo del hombre convivial y de su cultura un valor de la misma dimensión que cualquier otro hecho cultural, es un magnífico esfuerzo reflexivo de psicología social, cuya dura realidad, no obstante, pagamos todos los días.

No es posible la construcción de ciudadanía allí donde impera la desconfianza, donde la desconfianza es un imperio, donde las voluntades no se oyen las unas a las otras. Es como si cada uno de nosotros gritase al mismo tiempo: “en esta vaina sólo valgo yo y mi deseo”. No importa si mi deseo desgracia todavía más mi vida, porque ese deseo, nacido de la ausencia de límites, señala en torcido sesgo que el tirano es necesario, justamente para refrenar el otro tirano, el interior, ése que vive de sus antojos, el que no puede llegar a ser polites, ciudadano de la polis.

Si la circulación de los dones no se produce es o por la vinculación ilusoria con un mundo que debe ser mío a toda costa, olvidando el carácter compartido de ese mundo y de sus bienes, o porque basta con el autoencierro individualista en el triunfo personal-profesional y la cita con el consumo para que la vida se encuentre con su propio cumplimiento. Individuos exitosos cuyos dones no se socializan, no se fecundan en la reproducción comunitaria-personal de lo propiamente humano, sino que los bienes existen por mí y para mí, mónada autocentrada donde sólo quepo yo y algunos de los miembros de mi familia. Y del narcisismo a la transgresión la distancia es corta. Demasiado corta, más corta todavía si el narcisismo toma el poder para hacer de él su siervo personal y con él a todos nosotros, hijos de una Modernidad que por estas latitudes apenas ha dado unos pocos pasos.

Tomar el poder el narcisismo significa que no es la formación colectiva y racional de la voluntad lo que impera en la producción jurídica con la que nos auto-normamos, sino que la voluntad del tirano está por encima de todo arbitrio sedimentado, de toda deliberación ejercida y de toda legalidad consumada: su voluntad es la ley, y la ley, la que los otros se han dado, se subordina al antojo que nutre a la suya, engendrada en última instancia en la entraña soberana del pueblo, del cual él es una expresión fidedigna.

En realidad el gran sujeto de la transgresión permanente era esa dialéctica de pactar para no pactar en verdad con nadie, ni siquiera con ese pueblo al que decía deberse. El siervo de los siervos de Dios, para parafrasear con sorna a Gregorio Magno, era en realidad el gran tirano de los siervos, arrasando con los límites que la juridicidad, las instituciones laicas y la Iglesia quisieran colocar a un poder radicalizado.

Como dice el texto, alguna estructura hay que tener para poder establecer con los demás un compromiso, incluyendo el compromiso de no violar lo que los demás ya han dispuesto como un límite. Pero no puede haber límites allí donde en general ellos no se constituyen, donde la sociedad se teme a sí misma y los individuos intentan vivir cotidianamente de la omnipotencia de negar los derechos a los demás, esos mismos cuya interlocución es despreciada.

Paradoja es contemplar a estos transgresores finitos, seres humanos en última instancia, comportarse como si su propio ser estuviese por encima del ser de la divinidad, es decir, si Dios mismo -según los teólogos- debe obligarse a respetar la ley del amor, el principio de no-contradicción y alguna que otra impotencia, ya que si no actuase sin ninguna ley no se podría confiar en su palabra, el transgresor criollo por su parte se coloca a sí mismo por encima de la ley, es más, él mismo se convierte en lex animata que los demás deben seguir y reverenciar. De lo contrario, son confinados en el conjunto de los tránsfugas, apátridas, traidores, antivenezolanos y un largo etc. de denuestos, gracias a la lógica binaria que suele contener un pensamiento autoritario.

Arriba dimos gracias porque la separación confesional no se había revertido, ahora debemos empero decir que nuestra Modernidad, si es que hemos de ser modernos, ha sido endeble, superficial, fofa: la institucionalidad es subsidiaria de los individuos y todavía más si los individuos con poder encarnan la lógica del carisma.

Lo sustantivo pasa a ser lo accesorio, mientras que lo accidental se convierte en substancia. Compradores de modernidad (y baratijas) eso hemos sido, tanto en términos de bienes como en términos institucionales, pero las prácticas políticas reales se elaboran en otro nivel, desafiando los enunciados constitucionales o violando letra y espíritu del aparato jurídico que nos hemos importado o semi-inventado. Bien, somos modernos, pero no mucho, fuimos otrora grandes compradores de Modernidad, ahora somos mercaderes empobrecidos, tanto material como culturalmente.

Concluimos recapitulando, en gruesas líneas, el resultado del estudio y de los trabajos incorporados en él:

  1. Lo político en Venezuela se ha metido malamente en el ámbito íntimo de las personas, gestando ese dispositivo que primero Foucault y luego Agamben han llamado “biopolítica”, “biopoder” o, mejor aún, “tanatopolítica”, el control minucioso del organismo viviente mediante un vínculo de obediencia y utilidad que disciplina ininterrumpidamente al individuo (el poder político se “incrusta” en el cuerpo humano). La religión, por su parte, ha consistido en un refugio frente esta política que se urde desde una lógica autoritaria.
  2. Tanto lo religioso como lo político tienden a vivirse de manera intimista, negando justamente la esencia de ambas, que es la perspectiva de hospitalidad con el otro, la política como oculus ex multis oculis, la religión como apertura al tiempo humano en la fraternidad, fraternidad no totalmente desterrada de entre nosotros, y al presente eterno de Dios, al que apunta toda crítica profética del presente.
  3. Nuestra Modernidad inconclusa, acotada por nuestro ethos, reconstruida desde nuestro contexto ha mantenido dentro de sí vivo el concepto de democracia, como fórmula de inclusión política, cuya significación no puede ser contestada, al menos no en la teoría, ni siquiera por el dueño de la clientela. El problema es que puede convertirse en un significante que flota en el aire, tomando para sí acepciones extrañas a su propia definición: elección indefinida, destrucción del sujeto por el peso del Estado y más concretamente del gobierno, creación consecuente de clientelas pasivas que esperan en el desierto el maná (o el Clap que eventualmente una mano providente depositará sobre ellos).
  4. El ateísmo de los políticos no es bien visto por un alto porcentaje de los ciudadanos. Éste sería uno de los resultados más “confesionales” del estudio, pero supongo que brota de una pregunta inducida con la cual se visualiza el parteaguas público-sagrado.
  5. Ante un eventual cambio de escenario político, ¿qué es lo mejor que podemos esperar de lo religioso y de lo político en nuestro país? Pequemos de ingenuos, esperamos honestidad. No separación cortante y tajante entre polis y Ecclesia, sino que el creyente participe activamente de su fe y como ciudadano de su ciudad. Además, César y Dios pueden entablar unos diálogos eficaces que apunten a un consenso civilizado. También, que los liderazgos no manoseen al Dios de sus deseos ni al pueblo que en goce egoísta deifican. ¿Aprendemos de las catástrofes? No lo sé, pero todavía nos mantenemos aquí, abiertos y expectantes, amigos de la ingenuidad y de un Dios que sabe infinitamente más de nosotros que nosotros mismos.

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