Por Alfredo Infante sj.
Cuando jugaba, me acompañaba con su sonrisa. Cuando llevaba un trozo más de pan en mi mochila para compartirlo con mis amigos, ella, a escondidas de mí, la llenaba, convencida de que la generosidad fermenta el pan del amor. Cuando enfermaba de asma por juguetear en la lluvia y el fango, sus manos gordas y fuertes sobre mi pecho eran el mejor ungüento. Cuando expedicionaba en la cañada del barrio buscando animales abandonados, ella los acogía haciendo de nuestro patio un hospitalito.
En mis rebeldías y malcriadeces su mano firme, con una nalgada, exorcizaba mis demonios. Su mirada lo decía todo, ponía límites, celebraba, era una guía. La veía a diario, con curiosidad, conversando con un Jesús de corazón abierto y traspasado, era el sagrado corazón de Jesús, allí ponía nuestros nombres.
También, platicaba largas horas con María, la virgen, pisando un dragón, junto a ella tomaba fuerzas para pisar firme en la vida y no doblegarse en la adversidad. Después de esos encuentros salía con rostro sereno y mirada transparente. Siempre quise descubrir el secreto de aquella fuente, mi infancia a tu lado, errante y sin techo, luego en el rancho, fue un pedazo de cielo; especialmente, cuando con agua bendita, cada noche, ungías nuestra frente y juntábamos las manos para rezar contigo «Padre Nuestro».
Gracias por parirme y cultivar mi corazón. En ti, gracias a todas las madres que cuidan la vida y amasan corazones. Sagrado corazón de Jesús, en vos confío.
Parroquia San Alberto Hurtado. Parte Alta de La Vega. Caracas-Venezuela