El pasado 8 de octubre se cumplió un año del fallecimiento del concejal y bien conocido feligrés, Fernando Albán. Pese a la atención que ha puesto el mundo sobre casos de tortura y violación de derechos humanos en Venezuela, familiares y amigos de las víctimas siguen clamando justicia.
Fernando murió estando en manos del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), mientras se hallaba recluido arbitrariamente en sus instalaciones de Plaza Venezuela, en la zona conocida como “la tumba”, un macabro lugar que revela la cara oscura y terrible de esta policía política con olor a cementerio. Hasta el día de hoy nos seguimos preguntando ¿cómo fue posible que sucediera tal muerte?, ¿por qué hasta el día de hoy no se ha hecho justicia? ¿por qué se le ha negado la exhumación del cadáver a su propia familia? ¿por qué no le han dado acceso al expediente a sus abogados? Son preguntas que siguen sin respuesta y revelan que la justicia y el Estado de derecho no existen en nuestro país.
Testimonio de fe
En esta oportunidad, siguiendo el testimonio del P. Raúl Herrera s.j., queremos hablar del ser humano que fue Fernando y reivindicar así su persona ante quienes tengan la oportunidad de leer estas líneas:
Durante mis años como párroco de la Parroquia Universitaria “la Epifanía del Señor”, pude entablar amistad con Fernando y su familia: Meudy su esposa, Fernando y María Fernanda sus dos hijos. Una familia muy católica, que expresaban su fe tanto en las celebraciones comunitarias dominicales como en otros espacios en los que se celebraba la vida, como por ejemplo las ollas comunitarias para dar de comer al hambriento y crear un espacio de compartir fraterno.
Sabemos que mientras estuvo presidiendo la Comisión de Culto y Buen Vivir del Municipio Libertador de Caracas, siendo militante del partido político Primero Justicia (PJ), realmente procuró dialogar con todas las religiones y credos, buscando la concordia, el entendimiento y espacios de encuentro, fomentando la paz, la fraternidad y la sana convivencia. También, como dirigente político mantenía su actividad de calle: reuniones, foros, encuentros, asambleas de ciudadanos, etcétera. En ningún momento, en ningún aspecto de su vida, dejó de trabajar por el prójimo:
Me consta que era un hombre dado a los demás, practicante del evangelio y luchador por la justicia. Su casa parecía un museo sacro: había imágenes de santos, una preciosa pintura del rostro del Nazareno con la corona de espinas. Difícilmente podía entrar el mal en su hogar. Era un hombre dispuesto al servicio de los demás y en lo que se le requiriera (ídem).
Denunciar la impunidad
Nada de lo aquí expuesto hasta ahora nos revela la figura de un hombre violento o que buscara soluciones por la vía de la fuerza, o que pretendiera matar a nadie. Era más bien un hombre temeroso de Dios, que respetaba la vida, que creía en el diálogo como salida a la crisis socio-política del país, que buscaba el modo de articular esfuerzos por la justicia y la paz. Entonces, cabe que nos preguntemos, ¿cómo fue posible dar muerte ignominiosa a un inocente?, ¿por qué se ensañaron contra él?, ¿qué pretendían quienes teniéndolo en sus manos no le respetaron su vida?
Hay muchas preguntas al Estado y ninguna respuesta. Son muchos inocentes los que hoy mueren sin que haya investigación independiente, imparcial y justa a favor de las víctimas. Su sangre clama al cielo y tarde o temprano se sabrá la verdad de los hechos, para reparar el daño, tomar las medidas adecuadas para que este tipo de atrocidades más nunca se vuelvan a cometer, e imputar la responsabilidad penal a quien corresponda.
Fernando, amigo, tu muerte injusta e ignominiosa no quedará impune. Tu testimonio de entrega y lucha apasionada a favor de la libertad y la democracia seguirá acompañándonos en nuestros esfuerzos por conquistar la Venezuela que todos queremos. Dios oye el clamor de los inocentes. No descansaremos hasta que se haga justicia. Descansa en paz.