La elección presidencial de 2024 se produce en un contexto de relativas libertades económicas y renovado autoritarismo político. ¿Será posible el cambio político?
Por Guillermo Tell Aveledo*
El año 2024 perfila su dinámica política orientado hacia un hecho fundamental e inescapable: la elección presidencial. La definición de quién ocupará la silla de Miraflores para el próximo sexenio es de por sí un hecho importante, dado el carácter presidencialista de nuestra Constitución, y la incidencia que el primer mandatario tiene sobre la orientación política del país; no en balde recordamos la historia periodizada en torno a mandatos presidenciales.
Sin embargo, más allá de su evidente importancia intrínseca, el proceso electoral de este año abre también el ciclo de elecciones ordenadas constitucionalmente, y su resultado seguramente incidirá en la dinámica del sistema de partidos que se perfilará en el proceso parlamentario y las elecciones regionales y municipales por venir, descartada como está la posibilidad de unas “mega elecciones”. Claro, si no sobreviene alguna Constituyente.
Desde hace un cuarto de siglo, incluyendo las excepcionales elecciones de 2012 y 2013 y la sorprendente candidatura de Henrique Capriles, los comicios presidenciales en Venezuela han perdido su carácter competitivo. Ni siquiera en la época del bipartidismo, en la cual el dominio de Acción Democrática era retado consistentemente por Copei, la posibilidad de una sorpresa era descartada de entrada. En estos últimos veinticinco años, ya por el liderazgo aluvional y carismático de Hugo Chávez, ya por el aparato de poder y control social desarrollado por el Partido Socialista Unido de Venezuela, cualquier sorpresa electoral se aspira, pero no se espera. Esto ha sido especialmente acusado a partir del año 2015, pico de la competitividad opositora frente al statu quo, con la desmejora de las condiciones electorales objetivas en el sistema liderado por Nicolás Maduro, que han profundizado las asimetrías ya existentes entre los contendientes.
No es la primera elección en la cual el peso arrastra una crisis de popularidad –podría incluso decirse que es una crisis de legitimidad–; ya esto había ocurrido en la polémica elección del año 2018, cuando compitió contra Maduro el gobernador Henri Falcón como solitario abanderado relevante de una oposición fragmentada, y que llevó al desconocimiento de la legitimidad de origen del mandatario venezolano. Este proceso del año 2024 es, sin embargo, peculiar por dos motivos: el primero, el prolongado decaimiento organizacional y electoral de la oposición tradicional y sus partidos, que apenas asomó cambio con su participación en las elecciones municipales del año 21, y con la organización de la elección primaria del año 23. El segundo, es que es el primer proceso electoral desde la imposición azarosa de la Pax Bodegónica, y con esta la ruptura del bloque histórico opositor que recogía los empeños de los partidos políticos y la sociedad civil organizada en una coalición pluralista que buscaba el retorno de las libertades económicas y políticas de un país que pasó por década y media de avance socialista.
¿Qué podemos esperar de las candidaturas presidenciales?
El sistema político venezolano sigue siendo autoritario, y esto se ha reforzado en las últimas semanas: detenciones selectivas, condenas extremas, anuncios contra la sociedad civil, re-inhabilitaciones a diversos dirigentes opositores. La peculiar y distorsionada apertura económica vigente, sin embargo, ha generado en sectores de opinión insospechables de adhesión oficial, expectativas de estabilidad y de mantenimiento de estos espacios relativos de autonomía y prosperidad, que desde el statu quo no son considerados como posibilidad de un cambio en los detentores del poder.
El marco legal de esta etapa de la revolución bolivariana está marcado por la Ley antibloqueo, así como por las denominadas “Siete Transformaciones” (7T) anunciadas por el presidente Maduro en la más reciente iteración del Plan de la Patria. El presidente hace un acto de balance entre ortodoxos políticos y reformistas económicos, abandonada la ortodoxia económica socialista y sin que se asome el reformismo político pluralista: refuerza los elementos iliberales del discurso oficial, con especial énfasis en las nociones de soberanía y seguridad interna que le han caracterizado, y con la expectativa de “repolitizar” a las mayorías perdidas (especialmente a los sectores juveniles), mientras que mantiene el esquema de una economía exportadora, con la esquiva promesa de diversificación económica hacia un nuevo modelo. Un dato relevante es que promete una transición energética y una defensa de la Amazonía, que contrasta abiertamente con las concesiones formales e informales del sector petrolero y del régimen del Arco Minero, sobre las cuales descansa buena parte de su capacidad fiscal y de gestión. No se percibe tampoco una línea de relevo generacional en el horizonte para un presidente que rozará los setenta años al final del que sería su tercer mandato, más allá de especulaciones en un sistema opaco tras los colores de sus redes sociales.
Desde la perspectiva de la oposición parlamentaria, y de aquellos candidatos que emergen sin claros apoyos sociales en la contienda, la oferta programática es aún discreta. Promesas genéricas de renovación y cambio (Martínez, Gutiérrez, Bertucci o Rausseo), o un énfasis monotemático en un solo aspecto de política pública (Ecarri), hasta una insistencia radical en las libertades económicas (García), es aún temprano para saber si este sector de la oposición romperá con su esquema de baja diferenciación frente al Gobierno ante las evidentes carencias de la gestión oficial, o incluso si llegará a tender puentes hacia la oposición tradicional. Siendo que pretende desplazarla definitivamente, parece improbable.
La oposición tradicional, en la fórmula de Gran Alianza Nacional derivada del proceso de primaria de 2023 (Vente Venezuela, Plataforma Unitaria y aliados), presentó en esa elección un proyecto programático mínimo al país, que se orienta en las líneas de atención a la emergencia humanitaria, modernización económica y apertura política. La candidata electa y hoy principal figura de la oposición, María Corina Machado, ha delineado su particular visión de este programa en su documento Venezuela: Tierra de Gracia, que enfatiza la autonomía individual como ruta a la prosperidad, en una redefinición de las relaciones entre Estado y sociedad en Venezuela, si bien no abandona la atención incluyente hacia sectores vulnerables. No puede negarse que se diferencia de la tradición social democrática venezolana, aunque su pivote al centro también ha sido criticado por liberales más puristas. Es, además, el único programa que cuenta, ostensiblemente, con una manifestación de adhesión social significativa, y que en condiciones de normalidad democrática harían de su abanderada la favorita para lograr la presidencia.
Mencionamos arriba que el sistema ha recrudecido en sus aspectos autoritarios, apenas mitigado por las concesiones iniciadas en el contexto del acuerdo de Barbados alcanzado por el oficialismo y la oposición tradicional, y hoy puesto en entredicho. El Gobierno, en vocería colectiva, ha anunciado que existe nuevamente un clima de conspiración y sedición que entorpece lo que caracterizan como esfuerzos de buena fe hacia la reinstitucionalización del país. La consecuencia más saliente de estas denuncias oficiales recae en el estatus de la candidatura del bloque opositor tradicional, siendo que no solo se ha reafirmado la inhabilitación de María Corina Machado, sino también varios de los liderazgos alternativos y tradicionales de esta bandería. Aunque la solución política más obvia habría sido la admisión de la definición autónoma de candidaturas por cada bloque, tal como indicaba el documento barbadense, la negativa del poder afecta esa expectativa. Más allá de las dificultades concretas de alcanzar un acuerdo de sustitución y coordinación entre partidos con recientes relaciones de desconfianza mutua, es imperativo recordar cómo un sistema autoritario buscará siempre disminuir certezas a quienes concibe como enemigos. Como fuese, negar la preeminencia de Machado en la resolución de este reto, sería negar diferencias de apoyo social con que cuenta la candidata ante cualquier alternativa: no hay candidatura viable sin o contra la participación de la dirigente liberal. Esto será determinante, además clave, para la definición de las planchas y las candidaturas de esta alianza para las elecciones parlamentarias, regionales y locales, y con ello la organización partidista de base hacia estos eventos, así como la renovación general de liderazgo.
Sin embargo, más allá de la viabilidad que los avatares institucionales impongan sobre las aspiraciones de los candidatos, y a varios meses de la contienda definitiva, ¿es la continuidad política garantía de una estabilidad que permita desafiar creativamente los problemas económicos y sociales estructurales que enfrenta el país? Venezuela tiene varios retos relevantes cuyo abordaje determinará la suerte de las próximas décadas: el fin obligado de la dependencia petrolera, la promoción de alternativas productivas al rentismo extractivista, la atención a las crecientes desigualdades en desarrollo humano, la reconstrucción institucional y material de un mínimo de capacidad estatal, el abordaje creativo de la emergencia climática; en suma, el dar nuevamente a la mayor parte de los venezolanos esperanzas dentro de su país. ¿Hasta qué punto son compatibles con un cambio profundo en Venezuela los intereses creados alrededor de la nueva oligarquía política, económica y militar que componen los actores influyentes dentro del statu quo? ¿Puede un gobierno alternativo ofrecer garantías a estos actores cumpliendo las promesas de cambio al que parecen aspirar los electores?
En un sistema electoral pluralista y democrático, la expectativa mínima de conducta entre los candidatos presidenciales es el de su adhesión a reglas básicas de competencia, y el trato leal al adversario. La Venezuela actual está lejos de la construcción de una cultura política de tolerancia y amplitud: el Gobierno tiene aspiración de eternidad, mientras que la oposición asumiría un Ejecutivo nacional asediado por poderes potencialmente hostiles. Debemos admitir, sin embargo, que una eventual victoria de una candidatura opositora podría orientar a nuestras instituciones hacia prácticas que son potencialmente imposibles con una prolongación del dominio oficial.
*Doctor en Ciencias Políticas. Profesor universitario UCV y Unimet. Decano de la Facultad de Estudios Jurídicos y Políticos (Unimet).