Rafael Moreno Villa
Me piden elabore un breve artículo testimonial sobre Mons. Romero a partir de la convivencia cercana que tuve con él como su Secretario de Asuntos Sociales, mientras fue Arzobispo de San Salvador. Al ofrecer mi testimonio no intento contar anécdotas suyas o completar los relatos de su vida o asesinato acaecido el 24 de marzo de 1980. Estoy convencido que ya se ha escrito mucho al respecto. Prefiero basarme exclusivamente en el conocimiento directo que tengo de él para fundamentar la importancia de su beatificación sin tener que justificarla con textos evangélicos, razones teológicas, párrafos de su diario personal, de sus homilías o cartas pastorales ni citas de otros autores. Al hacerlo no pretendo afirmar que las razones que voy a dar necesariamente sean las que de una manera prioritaria motivaron a la Congregación de la Causa de los Santos para promulgarlo mártir, el pasado tres de febrero.
Me centro en el hecho de su beatificación que tendrá lugar el próximo 23 de mayo porque para algunos carece de sentido, ya que consideran, con razón, que desde hace tiempo el pueblo lo reconoce y venera como San Romero de América. Otros están molestos por la forma en que se celebrará la ceremonia en San Salvador.
Me parece muy importante su beatificación en San Salvador porque, entre otras cosas, la entiendo como:
- La reivindicación oficial de la Iglesia a la forma de ser y ejercer Mons. Romero su ministerio episcopal
Sin duda alguna la más grave crisis que padeció la Iglesia salvadoreña en tiempo de Mons. Romero no fue el que fuera perseguida, sino que la Conferencia Episcopal de El Salvador (CEDES) hubiera actuado dividida durante el conflicto que ensangrentó ese país. Al mismo tiempo es indudable que una de las cosas que más hizo sufrir y dudar a Mons. Romero, siendo Arzobispo de San Salvador, no fueron los ataques que enfrentó por parte del Gobierno, la trampa que le tendió la Corte Suprema de Justicia, las amenazas que recibió por parte de los escuadrones de la muerte ni los desaires que le hizo la oligarquía salvadoreña, fue el aislamiento, la oposición y la abierta crítica que ejercieron en su contra la mayoría de los Obispos de la CEDES.
Para Mons. Romero estar en comunión con el Papa y los obispos de El Salvador fue siempre de suma importancia. Esta fue precisamente la razón por la que al ser consagrado Obispo en 1970 eligió como lema episcopal Sentir con la Iglesia. Lema que mientras fue Obispo Auxiliar de San Salvador y Obispo de la Diócesis de Santiago María fácilmente pudo evidenciar; pero que siendo Arzobispo de San Salvador se convirtió en una de sus máximas preocupaciones. En esta última etapa se esforzó por seguirlo viviendo no obstante el creciente aislamiento, crítica y oposición que sufrió por parte de la mayoría del episcopado salvadoreño al tomar Mons. Romero la decisión de no participar en ningún acto oficial del Gobierno de El Salvador mientras éste no esclareciera el asesinato del P. Rutilio Grande S.J., al ir evolucionando su cercanía a los pobres en una opción en favor de ellos hasta llegar a convertirse en la voz de los sin voz defendiendo abiertamente los derechos de los “colonos” (campesinos expulsados de sus tierras), de los trabajadores explotados, de las personas marginadas que vivían en los tugurios de San Salvador y de las víctimas de la represión gubernamental. Todo ello hizo que en un contexto de creciente polarización política, económica y social de El Salvador se manifestaran abiertamente dos modelos opuestos de ser obispos, de vivir y predicar el Evangelio.
Resalto la importancia de la reivindicación del modelo vivido por Mons. Romero porque me parece necesario que se multipliquen en la Iglesia Obispos como Él y porque la forma opuesta de ejercer el ministerio episcopal los prelados que abiertamente estuvieron en contra suya fue la que se impuso en esa época al interior de la CEDES: fue, por ejemplo, determinante en la elección del presidente de este organismo, en la decisión de que Mons. Romero se viera obligado a dejar de vivir en el Seminario de la Conferencia. También fue determinante para que el Vaticano, a través de la Congregación para los Obispos, enviara en dos ocasiones (1978 y 1979) visitadores apostólicos a revisar especialmente lo que Mons. Romero hacía y decía y cómo se concebía como Arzobispo de San Salvador. También fue una de las causas por las que se engavetó por mucho tiempo el proceso de su beatificación.
A Mons. Romero tanto impactó esta división de la CEDES y la sospecha del Vaticano que, junto con la reacción cada vez más agresiva en su contra por parte de los sectores más poderosos de El Salvador, hizo que en algunas ocasiones Monseñor llegara en serio a preguntarse si estaba en el camino correcto o debía cambiar de actitud y asemejarla a la forma de ser de sus opositores. Lo que lo mantuvo fiel y firme a su compromiso fue su fe en Jesús: su deseo de seguirlo, su compromiso con los pobres derivado de esa fe y su convicción que varias veces le escuché:
“Si Jesús siendo Dios, no pudo evitar ser signo de contradicción en su época, cómo voy a pretender yo lograrlo teniendo tantas limitaciones. Sólo podría hacerlo traicionando la misión que El mismo Jesús y su Iglesia me encomendó, por lo que más bien diariamente le pido al Señor que me ayude a no caer en esta tentación, a pesar del enorme temor que siento de que me vayan a torturar y asesinar como me han amenazado”.
Una breve descripción de la forma como vivió Mons. Romero su ministerio episcopal tendría que incluir el que Monseñor siendo Arzobispo de San Salvador supo estar siempre atento a los acontecimientos nacionales e internacionales, aprendió a iluminarlos e interpretarlos desde la luz de la revelación; fue un excelente y valiente predicador interesado en explicar la Sagrada Escritura de una manera sencilla y práctica; fue un místico con un firme y efectivo compromiso con los pobres que lo llevó a exigir proféticamente el cumplimiento de la justicia evangélica; fue una persona muy humana que supo vivir la parábola del buen pastor conociendo, conviviendo, defendiendo, dando la vida por sus ovejas y dejándose impactar por ellas, creando condiciones para que éstas confiaran y se dejaran guiar por El.
Durante los tres años como Arzobispo de San Salvador en varias ocasiones visitó pastoralmente todas las comunidades de su arquidiócesis, aun las más pequeñas y remotas; aprovechó sus visitas y la comunicación epistolar para estar bien informado de las necesidades y violaciones a los derechos humanos que padecía la población salvadoreña; tomó siempre en consideración y se solidarizó con estas necesidades y denuncias. Para ello encargó a dos religiosas que le subrayaran los aspectos más importantes de los cientos de cartas que recibía y contestaran cada una de ellas de manera personalizada, en base a las breves indicaciones que él mismo anotaba en el márgen de esas cartas y le pidió a la oficina del Socorro Jurídico que le fundamentaran las denuncias y dieran apoyo a las víctimas. Concibió el ministerio episcopal como un servicio no como un privilegio; aprovechó su autoridad moral no para beneficio propio sino en bien de los más necesitados solicitando al Presidente de EE UU dejara de apoyar militarmente al gobierno salvadoreño, dialogando con los partidos políticos y las organizaciones populares, mediando en conflictos laborales, sociales y políticos, denunciando a nivel nacional e internacional, las violaciones y los abusos cometidos en contra de la población por parte de autoridades gubernamentales, fuerzas armadas y de seguridad, terratenientes y empresarios. Se preocupó por motivar cariñosa y razonablemente a todos ellos para que fueran sensibles ante las necesidades de la mayoría de la población y dejaran de abusar de ella. Todo esto lo hizo tratando de mantener una comunicación con su clero y demás agentes de pastoral y siendo respetuoso con los pastores de otras religiones con quienes frecuentemente concelebró, se reunió y desarrolló actividades conjuntas. Congruente con su opción, tuvo un nivel de vida austero y un modo de ser sencillo y alegre. Fue capaz de reconocer sus limitaciones y pedir perdón a los que pudo haber ofendido.
La reivindicación en favor de Mons Romero viene a dar la razón al clamor popular que en repetidas ocasiones le pidió a la CEDES “queremos Obispos al lado de los pobres, queremos Obispos al lado de los pobres …”
- La confirmación de que para promover como cristianos una verdadera y duradera reconciliación social hay que hacerlo desde los pobres, tomando como base la justicia y favoreciendo un amor que vaya más allá de lo exigido por el deber ser. Lo que no puede excluir la sanción a los culpables de las más graves violaciones que se hayan cometido y la reparación de los daños sufridos por las víctimas.
Dada la creciente polarización que existe en El Salvador y en el resto de América Latina, existe en algunos la tentación de presentar la beatificación de Mons. Romero de una manera que no agudice dicha confrontación, asegure sea motivo de reconciliación, posibilite que el beato Romero sea venerado universalmente, evite su politización. Para ello podrían intentar ignorar que la causa de su martirio fue el haber urgido la justicia evangélica; reducir su ejemplo a su práctica creyente devocional, suavizar y recortar su mensaje. Lo que según mi punto de vista, sería inaceptable porque equivaldría a cuestionar la manera como Monseñor promocionó la justicia, llevaría a anular el motivo por el que es mártir.
Lo que más bien hay que hacer es promover la reconciliación social a la manera como él lo hizo y que está brevemente enunciada en el título de este numeral, que no es otra que el camino seguido por Jesús que Monseñor se esforzó por prolongar.
- La oportunidad para reivindicar a tantas víctimas de la violencia no sólo en El Salvador, sino en cualquier lugar del mundo han sido torturadas o asesinadas por defender sus derechos y promover un mundo mejor.
Finalmente me alegra que la ceremonia de beatificación vaya a ser en San Salvador, en la plaza del Divino Salvador del Mundo y no en la Basílica de San Pedro porque esta decisión es conforme al interés de Mons. Romero de hacer partícipe al pueblo, de los reconocimientos concedidos a su persona.
Ello me recuerda cuando la Universidad de Georgetown le ofreció otorgarle el doctorado honoris causa. En esa ocasión él pidió que se lo dieran en la catedral de San Salvador y al terminar la ceremonia Monseñor salió a la plaza abarrotada de gente que ya no cupo en el recinto. De esta manera quiso compartir con todos su doctorado puesto que estaba convencido que todos eran merecedores de dicho reconocimiento.
Me recuerda también aquella noche en que Monseñor Romero recibió al ministro de Defensa en su pequeña casa ubicada en el Hospital de la Divina Providencia destinado a atender enfermos terminales. El motivo de la visita fue el de confirmarle que las amenazas de muerte que Monseñor había recibido iban en serio y al mimo tiempo ofrecerle un carro blindado y protección especializada, no porque al gobierno de aquella época le interesara conservar su vida, sino porque consideraba que su muerte pondría en riesgo la estabilidad política del país y su permanencia en el poder.
Ante este ofrecimiento, Mons. Romero no dudó en contestar:
“No puedo aceptar la protección que me ofrece antes de que Uds. protejan a mi pueblo y dejen de masacrarlo”.