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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

Por el derecho a vivir y convivir en paz

Imagen martes 15 REUTERS - ANDRES MARTINEZ CASARES

Por P. Alfredo Infante s.j.

La mayoría de los venezolanos vivimos una cotidianidad azarosa, en constante agonía, al filo de la vida y la muerte. Al no existir Estado de derecho el desamparo es grande; por un lado, los servicios públicos -que deberían estar garantizados para que la vida de la gente transcurra sin zozobra y con un mínimo de certidumbre- están colapsados y, en consecuencia, los ciudadanos comunes deben invertir grandes energías físicas y psicológicas en procurarse las condiciones mínimas para sobrevivir. Por el otro, la inseguridad y violencia colocan a la población, sobre todo en las zonas populares, entre la espada y la pared, no solo por la actuación de bandas armadas sino también por la acción de los organismos de seguridad del Estado.

Desde el Centro Arquidiocesano Monseñor Arias Blanco impulsamos la formación ciudadana y por eso trabajamos en la divulgación del documento Rescatemos el derecho a vivir en democracia: decálogo para la acción, hoja de ruta elaborada por la UCAB, junto a Provea y Espacio Público, que contiene 10 líneas de trabajo para que la sociedad civil se prepare y organice en defensa del Estado de derecho y la recuperación de las condiciones de vida. En su cuarto principio, titulado “Podemos intervenir en las decisiones colectivas”, el documento advierte una realidad común para la mayoría de la población: “Los sistemas públicos de salud y educación han colapsado, al igual que los servicios públicos de electricidad, agua potable, transporte, gas doméstico, telefonía y conectividad”. Este cuadro supone una gran avería del cuerpo social, porque se están perdiendo ingentes esfuerzos individuales y colectivos que, en el mejor de los escenarios, deberían ser canalizados hacia el emprendimiento social y el trabajo productivo y creativo.

El documento también apunta que “la inseguridad ciudadana corona este conjunto de calamidades, frente a lo cual el Estado responde con más violencia y con violaciones masivas de derechos humanos”. Y es que la violencia delictiva paraestatal y estatal -y el cruce de las mismas- ha fragmentado el territorio nacional y su expansión ha venido convirtiendo a muchas regiones del país (Petare y La Vega, en Caracas; también áreas rurales y fronterizas como La Victoria, en Apure, o las zonas mineras del sur del estado Bolívar) en auténticos campos de guerra, donde la población civil queda a merced del fuego cruzado e indiscriminado de los actores en conflicto y “la emigración forzada es la única alternativa que ofrece el actual régimen ante el modelo imperante”. Hay que agregar, desde nuestra observación de campo, que esta violencia está generando dos fenómenos aparentemente paradójicos; por un lado, el confinamiento forzado y, por otro, el desplazamiento hacia otras zonas o regiones. Ambos fenómenos se están incrementando y de ellos no existe registro, ni de parte del Estado ni por parte de organizaciones de la sociedad civil.

Estamos ante un círculo vicioso que se debe romper para conquistar nuestro derecho a vivir y convivir en paz. La ausencia de Estado de derecho ha multiplicado la impunidad, haciéndola sistémica y poniendo la vida del ciudadano de a pie a merced del más fuerte. En este sentido, son emblemáticos los casos de control discrecional de los servicios públicos (agua, gas, combustible, alimentos…) que, en zonas populares, ejercen colectivos y comunas o, peor aún, grupos delictivos irregulares. Es decir, sin Estado de derecho el sentido de lo público desaparece y queda a discrecionalidad del que tiene poder, haciendo del servicio público un instrumento de dominación y control social.

Es aquí donde pareciera coincidir la crisis de los servicios básicos con el interés por el control territorial de los grupos armados, sea cual sea su estructura u orientación. Hasta ahora, el ciudadano común, en las zonas donde esta dinámica se ha venido incrementando, se debate entre tres opciones: la reclusión doméstica, que no es otra cosa que la resignación ante el poder de facto local que impone su ley de manera autoritaria; el desplazamiento forzado a otras áreas de la ciudad o del país, donde aún hay cierto margen de oxígeno; o la emigración forzada a otros países que, dadas las razones de expulsión, los convierte en refugiados de hecho.

Como Iglesia, no nos resignamos a perder el derecho a vivir en democracia, porque es el único sistema capaz de ofrecer las condiciones para recuperar la institucionalidad y mejorar nuestra calidad de vida. El decálogo que promovemos nos recuerda que, según el artículo 62 de la Constitución, “en democracia disponemos de herramientas que nos permiten ser artífices en la construcción de las decisiones colectivas y, de esta manera, incidir en el ejercicio del poder para hacer valer nuestras concepciones y propuestas, velar por el buen funcionamiento de los servicios públicos y evitar la corrupción y el abuso gubernamental y contribuir a resolver los problemas sociales”. También insiste en la urgencia de “recuperar los instrumentos de participación, de libertad de expresión, de asociación, de intervención en la gestión pública, de contraloría social que ofrece la democracia para exigir al Estado garantías suficientes para el desarrollo programático de los derechos sociales, económicos, culturales, consagrados en la Constitución”.

Por eso, creemos importante validar e incidir en acuerdos direccionados a restablecer el Estado de derecho, la legalidad y la justicia, así como en procesos de diálogo y negociaciones que contribuyan a reducir los niveles de confrontación armada que están desplazando y matando a la población civil. Bien lo señala el Concilio Plenario Venezolano: “Los obispos, sacerdotes y religiosos orientarán y apoyarán la formación socio-política de los venezolanos en la línea de la construcción de la paz y la justicia. Insistirán en la participación política de los seglares como una opción de servicio y compromiso en la construcción de nuevos modelos de sociedad” (156).

En un país colapsado, la tarea es urgente. Caminamos al filo de un barranco y sobre terreno vidrioso. Hay que saber pisar para no caerse ni cortarse. Que el Sagrado Corazón de Jesús nos dé la sabiduría.


Fuente:

Boletín del Centro Arquidiocesano Monseñor Arias Blanco Signos de los Tiempos N° 106 (04 al 10 de junio de 2021) Disponible en:  https://mailchi.mp/8f1e1e9a195a/signos-de-los-tiempos-n-106-04-al-10-de-junio-de-2021

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