Javier Contreras
La decisión de Pedro Pablo Kuczynski de dimitir como Presidente, no ha de causar sorpresa en nadie, ni en seguidores ni en detractores. Su permanencia en el poder era insostenible, tanto por la sombra de la corrupción, como por el vulgar pacto que hizo en diciembre del 2017, con el que Alberto Fujimori fue indultado como resultado de una negociación con finalidades eminentemente político – partidistas. Lo que entonces parecía darle algún tipo de piso al gobierno de Kuczynski resultó, irónicamente para él, siendo el detonante de su renuncia.
Kenji Fujimori y nueve miembros de su círculo más cercano, evitaron la destitución de Kuczynski cuando salvaron su voto en el proceso que se adelantaba en su contra, en diciembre del pasado año. Por su parte, Keiko Fujimori, acérrima adversaria del ahora ex presidente y líder del partido Fuerza Popular, no cesó en su empeño de arremeter contra su rival, llegando a distanciarse abiertamente de su hermano, incluso sin privilegiar el indulto que recibió su padre, Alberto Fujimori.
Más que una disputa familiar, es una disputa de poder que en lo sucesivo tendrá nuevos episodios marcados por el peso que ejerce Fuerza Popular como partido mayoritario en el Congreso, y las circunstanciales alianzas que ha realizado con sectores de la izquierda. En este punto hay que recalcar la insolvencia de todos los actores involucrados, ya que no es un juego de héroes contra villanos, la realidad describe una descarnada lucha política, escenario en el que la vulnerabilidad recae en las personas, millones de peruanos que están observando un acontecimiento que por estar en desarrollo, puede pretender ser valorado desde la efusividad del momento, mirada que cambiará, seguramente, una vez se calme la emocionalidad que este tipo de acontecimientos suele generar.
El impacto de la situación peruana tiene también resonancia internacional, especialmente por la cercanía de la Cumbre de las Américas, pautada para comenzar el 13 de abril en Lima. Curiosamente, el marco propuesto para la Cumbre es: Gobernabilidad democrática frente a la corrupción. Para un país, cuyo presidente renuncia tras estar envuelto en casos de sobornos, coimas, compra de votos y tráfico de influencias, resulta cuesta arriba organizar un evento de esta naturaleza, con esta temática. Claro está, la galopante corrupción, los altos índices de impunidad y la fragilidad de los Estados respecto a los grandes poderes económicos no es, exclusivamente, patrimonio peruano. Basta observar, por dar pocos ejemplos, la realidad de Ecuador, de Honduras, de Brasil, y, como caso paradigmático, la realidad en Venezuela, para constatar el lamentable estado en el que se encuentra la implementación democrática en nuestro hemisferio.
Ha sido precisamente el gobierno venezolano el que más ha celebrado la renuncia de Kuczynski, considerando que la misma representa, automáticamente, una suerte de reivindicación de su dignidad y probidad. Con el característico tono, que buscando ser mordaz cae en la vulgaridad y los lugares comunes, se han manifestado en torno a lo que consideran un triunfo del antiimperialismo, una gesta para la autodeterminación de los pueblos. Tan limitado y tendencioso es ese enfoque, que no reconocen que detrás del proceso que decantó en la renuncia, está el más rancio cariz del populismo de derecha (en cuanto valga el término) que representa Keiko Fujimori, tendencia a la que supuestamente el gobierno bolivariano y revolucionario dice adversar.
Por otra parte, la postura del llamado grupo de Lima, conjunto de gobiernos que cuestionan sistemáticamente la administración de Maduro y sus colaboradores, no va a cambiar su discurso y sus métodos, más allá de lo acontecido. En este punto también vale la pena detenerse brevemente. Si uno de los líderes de la presión internacional contra el gobierno venezolano, movida por la aparente preocupación por el deterioro institucional que ha permeado todos los ámbitos de la vida, llevando a una crisis innegable y sin precedentes, resulta, como en el caso de Kuczynski, involucrado en los hechos que lo implican, hay que hacer, cuando menos, una declaración conjunta rechazando tal actuación, deslindándose de ello públicamente. Si no se da ese paso, alimenta las reservas respecto a la verdadera intencionalidad de las agrupaciones como el grupo de Lima.
La situación peruana no se resolverá con la renuncia de Kuczynski; los modos que se han constituido paulatinamente para establecer la relación entre políticos y empresarios, en este caso la constructora Odebrecht, no se cambian con una dimisión; la posibilidad del retorno al poder por parte de representantes de proyectos que han causado mucho daño, en épocas recientes, es una realidad que se nutre con el fracaso estrepitoso de quienes enarbolan las banderas de los aparentes cambios, independientemente de inclinaciones ideológicas o perfiles académicos. La intuición que gana elementos para convertirse en certeza, es que las crisis estructurales de sistemas enteros, como la de Brasil con todas las manifestaciones conocidas, parece ser una tendencia, a la que ahora se suma Perú.
No es viable, en estos momentos, realizar un análisis exhaustivo sobre la situación. Sirvan estas líneas para insinuar algunos de los puntos más importantes a tener en cuenta para que, cuando llegue el tiempo de realizar dicho análisis, no pasen desapercibidos ante el maniqueísmo que se quiere imponer a la hora de observar y discutir la realidad.