Por Pedro Trigo s.j.
Este encierro obligado, decíamos, puede convertirse en un momento de gracia, si nos sirve para decidirnos por las relaciones de entrega gratuita de nosotros mismos a los demás y para recibir con agradecimiento tantas entregas de otros a nosotros.
Las primeras relaciones que tenemos que examinar son las relaciones con los que convivimos, con la familia. ¿Vivimos siempre abiertos a ellos de manera que esta apertura habitual llegue a formar una verdadera comunidad?
Hay comunidad cuando formamos un verdadero nosotros, un cuerpo social que constituye una primera persona, porque cada quien estamos en él con rostro y nombre propio; pero primera persona del plural, porque los yos están subsumidos en el nosotros.
La familia no es una sumatoria de yos sino una verdadera unidad, un verdadero conjunto en el que los yos están afirmados, por eso es primera persona, pero también trascendidos; por eso no son ya yos que buscan cada uno lo suyo, sino nosotros, porque cada uno busca el bien de los demás y en él encuentra su propia alegría: primera persona de plural. Cada uno decimos: nosotros. Y lo decimos no sólo para distinguirnos de las demás familias sino porque somos un conjunto, una unidad.
Como le gusta decir al papa Francisco, la comunidad es poliédrica: tiene muchos ángulos, muchos centros: cada uno de sus miembros; pero todos están interconectados hasta formar una única realidad. No es una realidad que absorbe a los individuos. Ante todo, porque cada uno de ellos está en ella libremente, dando lo mejor de sí y por eso ejercitando su individualidad. Pero además porque la familia, si es una verdadera comunidad, es abierta y da lugar a otras comunidades y cuerpos sociales que no entran en competencia con ella sino que se realimentan mutuamente.
De este modo, cuando se forma el nosotros, cuando los otros están en mí, libremente, y yo los acepto como son y quiero que crezcan en lo que son, y yo estoy en ellos y ellos también me aceptan en mi diferencia y quieren que dé lo mejor de mí mismo, entonces las diferencias generacionales y de carácter son la riqueza de la familia. Porque lo que tienen los otros y no tengo yo, es mi riqueza porque formamos un nosotros. Cuando los miembros de la familia descubren esto, la familia es un don variado y dinámico que enriquece a todos.
Así pues, no basta con que nos queramos. El amor tiene que llegar a configurar ese nosotros, que para nosotros los cristianos constituye el prototipo de la imagen de Dios. La comunidad familiar tendría que llegar a esas relaciones subsistentes que constituyen a las personas y a la comunidad divina. Es decir, tendrían que llegar a ser relaciones tan constantes que den lugar a ese nosotros en el que los yos están conservados y trascendidos.
¡Qué bueno sería dedicar tiempo en este encierro para examinar cómo vivo en mi familia, en qué voy acertando y en qué tendría que mejorar! Si todo esto puede conversarse en familia, mucho mejor.