“La victoria pertenece al más tenaz”
Philippe Chatrier
Seguramente alguna vez he citado aquella célebre máxima del filósofo Rafa Nadal según la cual nuestro peor adversario no es la derrota, sino el miedo a perder; que viene a decir que el peor enemigo del éxito no es el fracaso, sino el miedo a fracasar. Pues bien, resulta que un domingo cualquiera se levanta uno un poco tarde con la intención de ver la final de Roland Garros cuando, al revisar el teléfono, se entera de que Carlos Alcaraz va dos sets abajo y con muy mal pronóstico en el tercero. De manera que se va uno a desayunar con la idea de haberse perdido de todo, cuando en realidad no se había perdido de nada. Al rato, por pura inercia se pone delante del televisor para ver los últimos compases de una victoria avasallante del paisano Janik Sinner y, en cambio, comienza a suceder algo extraordinario que de momento no se sabe bien lo qué es, pero así es como luce cualquier remontada en sus inicios. No sé cómo pude haber olvidado la inapelable sentencia de Yogi Berra: el juego no se acaba hasta que se termina.
Lo que sucedió a continuación, después de dos horas y media de un buen y reñido partido que se decantaba inexorablemente hacia uno de los contrincantes, fueron otras dos horas y media de una guerra abierta en todos los frentes como no se había visto nunca, y durante tanto tiempo, en una final de Roland Garros. Hoy todos sabemos lo que pasó, pero en ese momento nadie, ni siquiera el propio Alcaraz, pensaba que podía darle la vuelta al partido. Lo que no sabíamos ninguno de los que estábamos fuera, pero sí lo sabía él con absoluta claridad, era que no estaba dispuesto a sucumbir al miedo a perder, en ninguna de los puntos que le faltaban por jugar. Así, sin preocuparse por perder, y haciendo todo lo posible por ganar, es como se construye una remontada para la historia.
Y qué fue, entonces, lo que hizo Carlos Alcaraz para sobreponerse a una derrota inminente tres sets a cero, y acabar llevándose una épica victoria tres sets a dos en la final más larga, y probablemente la mejor, del mítico torneo francés. La más clara explicación de su fórmula secreta se la escuché hace algunos meses al genial comediante, y al parecer gran aficionado al tenis, Steve Carell[1]. Decía el bueno de Carell que Alcaraz es alguien que juega al tenis como si fuera un niño: incluso después de un gran punto, ya sea que lo gane o lo pierda, sonríe y parece disfrutar de cada momento. Se nota que simplemente disfruta del juego, y hasta parece sorprendido por algunos de los increíbles golpes que ejecuta; haciendo gala de una deportividad excelsa al reconocer, y casi celebrar algunas veces, también los grandes puntos de sus oponentes. Ya decía el divino Maestro que el Reino de los Cielos será de los que se hagan como niños: aquellos que, después de caer, son capaces de no darle demasiada importancia a la caída y volverse a levantar para intentarlo una vez más. Repita usted ese proceso sine die y tendrá la fórmula del éxito de los grandes deportistas, y también de los grandes santos.
Yo, por mi parte, lleno de asombro e incredulidad, no podía dejar de dar gracias al buen ángel del tenis que me hizo encender el televisor cuando no había demasiados motivos para ello, haciendo bueno aquél epigrama del elocuente Juan Pablo Varrsky de que más vale llegar que estar, para ver a dos hombres hacer la guerra sobre la pista de arcilla de la Philippe Chatrier como un par de niños; haciendo las cosas como quien no quiere, un poco perplejos de su propia osadía.
Las cámaras no dejaban de enfocar a un casi nonagenario en espléndida forma Dustin Hoffman, quién creía haberlo visto ya todo, que se sonreía en primera fila entre dichoso y asombrado, tal vez recordando sus propias peripecias y la no menos épica remontada llevada a cabo por el universitario Benjamin Braddock, magistralmente encarnado por Hoffman hace casi sesenta años, en la mítica película El Graduado.
Y qué podemos decir de Jannik Sinner. Absolutamente nada malo. No ganó el partido por los pelos, y aunque lo perdió, se podría decir de él exactamente lo mismo que decíamos de Alcaraz: que juega al tenis como un niño y no da ningún punto por perdido. Tampoco parece haberle dado demasiada importancia a la derrota, con esa flema helvética sin pizca de antipatía de los italianos del Tirol. Si Churchill hubiera llegado a verlo, tal vez hubiera dicho de su tenis aquello que se le atribuye haber dicho respecto al fútbol: “Los italianos hacen la guerra como si jugaran al fútbol y juegan al fútbol como si hicieran la guerra”.
Después de todo, como dice el otro filósofo tenístico Toni Nadal, el tenis, a diferencia de otros deportes más sometidos a la tiranía del tiempo o del marcador, consiste en pasar la pelota sobre la red más veces que el rival, y, en cada partido, a veces por esfuerzo y a veces por un indescifrable albur de la fortuna, solo uno de los dos contrincantes logra conseguirlo.
[1] https://youtube.com/shorts/u2XS0lGTKuk?si=sVnvf–ObWyff-ahs
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