Por Mibelis Acevedo Donís*
Posibilidad de transformación del sistema político, alternabilidad, transferencia pacífica de mando, garantía de gobernabilidad a largo plazo…¿qué significa convertirse en una opción real de poder, de cara a una eventual democratización? La pregunta no deja de repicar en momentos en los que la oposición venezolana retorna al complejo tránsito de una elección celebrada en condiciones no democráticas, cada vez más inciertas y restrictivas, mientras brega con los boquetes de todo tipo que dejaron los llamados a no participar en contiendas previas.
En medio de la selva de dificultades que persiste, dos datos pueden mencionarse como oportunidades. Por un lado, y a diferencia de otros ciclos, los estudios dan fe de una importante intención de voto, vinculada a esa necesidad de cambio, –más de 80 %, según Delphos– que también incluiría al chavismo. (Según Datincorp: 66,7 % dice que “definitivamente va a votar”; 50,9% dice que irá a votar por un candidato unitario de oposición, “llámese como se llame”). El potencial de voto opositor es de 55 % vs. un techo oficialista cercano al 30 %, informa a su vez el director de Delphos, Félix Seijas. Por otro lado, y contrastando con la desconfianza/rechazo que se manifiesta en relación a actores y partidos políticos tradicionales, destaca el ascenso del liderazgo personal y nítido de Machado; uno que, al calor de la campaña electoral y a pesar del impedimento palmario de la inhabilitación, sigue generando expectativas y adhesiones.
No obstante, aun con ventajas con las que hasta hace poco no se contaba, es evidente que derrotar al partido-Gobierno-Estado en las urnas y luego gobernar en atención a un plan de reinstitucionalización democrática, supone jugadas y tomas de decisiones extremadamente complejas. Una certeza que obliga a ver más allá del deseo indistinto de cambiar lo que hoy no funciona, más allá del potencial del voto-enojo, más allá de la irrupción puntual de un movimiento vigoroso pero sin partido, y que ha flotado a expensas del fenomenal rechazo a la política y los políticos.
Problema y solución
Convertir el descontento en mayoría electoral y germen de la rectificación de fondo, impele a revisar las bases y estructuras que en otros países han dado soporte a esas mudanzas; basadas por lo general tanto en reformas impulsadas desde arriba y desde adentro del bloque de poder como en la acumulación progresiva de fortalezas por parte de una oposición plural, pero alineada por mismos medios y objetivos. (A propósito de la situación excepcional, lo último también supone flexibilizarse en cuanto a preferencias programáticas, perfiles ideológicos y objetivos partidistas).
Para ello, convendría atajar de una buena vez los destrozos de la crisis de representatividad y legitimación democrática que persiste desde fines del siglo pasado, el efecto antipartido que, además, se ahonda en el marco de nuevos escenarios de mediación, la desprofesionalización del político y el influjo de los llamados expertos. Y acometer, en fin, la revisión de las deficiencias y el rearmado de dichas organizaciones. Víctimas y causantes de la crisis, forzadas igualmente por su naturaleza a maximizar votos o escaños (Downs) y ganar influjo para existir políticamente, no debe perderse de vista que, en tanto instituciones distintivas de la política moderna (Huntington, 1968) los partidos son, sobre todo, agentes clave para una solución.
Lo dicho: la sostenibilidad de un cambio en el sistema político dependerá de partidos dispuestos a comprometerse con prácticas de gestión del poder que derivan de reglas claras para todos; las de la democracia, como el único juego admisible.
Pasajes estrechos
Ahora bien, como parte de un abordaje político del conflicto, si bien la ruta electoral ofrece oportunidades para una oposición capaz de responder estratégicamente a la incertidumbre autoritaria, no es realista confiar en que esta operará como un milagro. Contar con los votos y el candidato es vital, pero hace falta más. La elección no avisa un final; si acaso el comienzo de una etapa con riesgos y disyuntivas que deberán dilucidarse sobre la marcha, con pasajes que se hacen cada vez más y más estrechos. De hecho, debilidades como la falta de coordinación amplia, las resistencias a favorecer los entendimientos y alianzas “promiscuas”, a transigir o adaptarse pragmáticamente al potencial de situación, se hacen más evidentes y costosas en medio de juegos duales, las dinámicas de competencia propias de los autoritarismos electorales.
El paradigmático caso chileno, tan mentado como referente de acción para las democratizaciones, registra no solo un largo proceso de dos años para revisar, discutir, decantar y acercar posiciones aparentemente contradictorias. Para articularse en función de la realidad de facto (“hacer los cambios a partir de lo que hay”, Aylwin dixit), ocuparse de titánicas tareas como la actualización del censo de votantes amedrentados, legalizar a partidos, crear nuevos (el PPD) e, incluso, como el caso del PDC, abandonar la aspiración original de gobernar sin compañeros de coalición y estar listos de cara a la elección. Lo último fue definir el candidato. Todo lo cual también habla de la audacia, auctoritas y solidez de partidos al tanto de su responsabilidad en la fijación de prioridades políticas y la moderación de expectativas, mediadores fundamentales entre la sociedad y el Estado. Esa clase de arreglos que también se dieron entre el AD y COPEI de los años de la dictadura perezjimenista, rivales obligados a coexistir en el centro de la geometría política, blindaría la estabilidad del nuevo orden democrático.
¿Política sin políticos?
En contexto cada vez más comprometido, la anemia de resultados a la hora de resolver un tenaz dilema –atraer apoyo popular, posicionarse en la arena electoral y competir con otros partidos, o más bien asegurar la celebración de elecciones óptimas, competitivas, “legítimas”– aun pesa en la valoración y desgaste de los partidos políticos venezolanos. La desafección reflejada en los sondeos de opinión (Datanálisis, febrero: 58,8 % no se identifica con ningún partido político) completa el cuadro que adelantaron las primarias: la dramática adhesión en torno a un nombre que se percibe sin mancha, no a organizaciones con aparatos y perfiles desmejorados. Como en otros momentos de nuestra historia, la idea de que la política es ineficaz, irrelevante, “sucia”, ha cobrado cuerpo. Hacer política sin parecer político, táctica por la que optan algunos adalides del neopopulismo del siglo XXI, es una peligrosa tentación que agusana la cultura política que se requerirá para emprender transformaciones democráticas.
Muy conscientes de tales rezagos y lastres, por supuesto, habría que seguir maniobrando. La represión selectiva con el fin de precipitar rupturas en torno a la participación electoral, promover la desmoralización opositora y aumento de la presión interna por descarte del escenario de cambio en el corto plazo, serviría también para entender la importancia de hacer justo lo contrario de lo que espera el adversario. En ese terreno de arenas movedizas, partidos políticos incentivados por la necesidad de sobrevivir en coalición deberán atravesar por transformaciones significativas, cuyas orientaciones definirán el advenimiento, la calidad y consolidación de una eventual democratización.
*Periodista (UCV), Comunicación e Imagen. Exgerente de Creación en RCTV. Articulista de El Universal y Analítica | @Mibelis