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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

Parte de lo que somos

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Si existe alguna dinámica social que se puede remontar al origen de la humanidad y a la que los venezolanos nos hemos acostumbrado durante los últimos años de crisis, tendría que ser la migración. Pero, ¿emigrar de un país en búsqueda de mejores condiciones de vida significa olvidarlo? ¿Qué nos pueden enseñar aquellos que, por el contrario, llegaron a nuestro país en el lejano siglo XIX en un viaje intercontinental que cambiaría por siempre el destino de su descendencia?

Hemos creado Italia, ahora
tenemos que crear italianos

Giuseppe Mazzini

All that is gold does not glitter,
Not all those who wander are lost;
The old that is strong does not wither,
Deep roots are not reached by the frost

J. R. R. Tolkien

Hubo una vez un gran país que, por vicisitudes propias de los cambios políticos que han ocurrido tantas veces en tantos sitios en el curso de la historia, mediando el ya lejano siglo XIX, se vio sumido en una época de cambio, revolución e incertidumbre. Para algunos de sus habitantes, cuyas circunstancias particulares hicieron aún más difícil la vida concreta de muchos de ellos en esa coyuntura, aquello supuso un vuelco tan radical en la existencia que habían conocido hasta entonces, que no pocos optaron por dejarlo todo y buscar fortuna en otras tierras. Armados muchas veces tan solo con su ingenio y su tenacidad, atravesaron océanos y continentes y terminaron regados por medio mundo. Quiso el azar que, a veces por circunstancias fortuitas e imprevistas, algunos llegaran a un país modesto y quizás no menos revolucionado que aquel que habían dejado atrás, pero en el que concluyeron que era posible afincarse y prosperar mediante el trabajo y la perseverancia.

             Cada inmigrante lleva a cuestas una historia de vida única e irrepetible, no pocas veces dramática y cargada de penurias y sacrificios, pero la historia de las migraciones es tan antigua y conocida como la humanidad misma. Desde que, hace incontables milenios, nuestros remotos antepasados salieran de África hacia el resto del mundo, los seres humanos prácticamente no hemos dejado de estar siempre en camino: entre un lugar y otro, entre el pasado y el futuro, entre el tiempo y la eternidad. Hacia 1960, un joven estudiante acompañó en su travesía a las últimas oleadas de emigrantes europeos que se embarcaban hacía los Estados Unidos. La experiencia lo marcó de tal manera que decidió dedicar su vida al asunto hasta convertirse, al cabo de los años, en uno de los mayores expertos en migraciones, el no por casualidad italiano Massimo Livi-Bacci, académico y parlamentario nacido en Florencia.

CNS photo / Lola Gomez

             Lo vivido durante la travesía sembró en Livi-Bacci la convicción de que las migraciones son una prerrogativa humana y una parte integral del capital humano; una de las muchas formas en que la especie ha buscado mejorar sus condiciones de vida; una demostración de la capacidad de adaptación de los seres humanos a lo nuevo y lo desconocido; una cualidad innata que ha asegurado su supervivencia y expansión a través de los continentes, el desarrollo de la agricultura, el poblamiento de espacios vírgenes, la integración mundial, la primera globalización del siglo XIX. Los inmigrantes han sido también piedra fundacional y carta de identidad de algunos países, como Argentina y los Estados Unidos, por solo mencionar dos casos paradigmáticos, y un elemento esencial de otros tantos, como Venezuela. Un fenómeno que ha sido visto de distintas maneras en distintos momentos, pasa hoy por una etapa de polémica, conflicto y controversia, en la que nos hemos visto también envueltos los venezolanos, así como en otro tiempo lo estuvieron nuestros ancestros europeos1.

             Pero no es el objeto de estas líneas abordar el espinoso tema de las migraciones sino, a lo sumo, hacer alusión a unos pocos inmigrantes en particular que me son especialmente cercanos. De manera que, retomando el hilo, de aquellas tierras mediterráneas, hermosas, entrañables y llenas de historia y cultura, aunque agitadas por los vientos de la revolución, que estaban en plena gestación y alumbramiento de la unificación que daría lugar a Italia, salieron en distintos momentos del acontecido siglo XIX parte de mis ancestros: unos de la pequeña isla toscana de Elba, un milenario emporio minero reconvertido hoy en paraíso turístico, a la que Napoleón fue enviado a lamerse las heridas al tiempo que planeaba su efímero regreso al poder luego de su primer exilio; otros, del pequeño pueblo de Scalea, encaramado en las montañas calabresas como un pesebre con vista al mar. Todos ellos, sometidos a esa doble y ancestral pulsión que agita desde antiguo los corazones humanos: el deseo de echar raíces y el instinto nómada; un apego casi maternal al terruño y, al mismo tiempo, un indomable espíritu aventurero, probablemente como paradójica consecuencia de esas dos poderosas fuerzas de atracción que son las montañas y el mar (y no cualquier mar sino el Mediterráneo, ese mare nostrum en cuyo entorno se ha gestado la historia de Occidente), omnipresentes en casi toda la geografía italiana. Sus historias han llegado hasta nuestros días borrosas y desleídas por el paso del tiempo –quizás algún día podamos reconstruirlas–, aunque cargadas de significado. 

Desembarco de inmigrantes italianos

             Aquellos inmigrantes italianos llegaron a arraigarse de tal manera en su nuevo país, que algunos fueron atrayendo a sus parientes y amigos hasta colonizar pacíficamente unos cuantos pueblos de la geografía andina (aunque también se establecieron en otras regiones), en un feliz intento de trasplantar las viejas raíces, gentes y cultura a una nueva tierra. El injerto resultó tan fructífero que se fusionaron perfectamente sus orígenes y su destino: la tierra donde nacieron pasó a ser como el cofre de un tesoro antiguo, sagrado y precioso, que siempre llevaban consigo y al que acudían en la intimidad del corazón para sacar recuerdos, costumbres y tradiciones de valor incalculable, mientras dedicaban sus afanes y trabajos cotidianos al país de adopción. De manera que el hecho de que se hubieran adaptado tan bien a su nueva patria no significó jamás que olvidaran quiénes eran, de dónde venían o cómo concebían la vida –muchos nunca adoptaron otra nacionalidad–, y esa inconfundible idiosincrasia se fue transmitiendo a través de los siglos, de generación en generación, a sus hoy numerosos descendientes. Una forma de ser, entender y estar en el mundo que lleva su indeleble impronta italiana.

             O de qué otra manera podemos explicarnos hoy a nosotros mismos ese indestructible amor por el terruño, la familia y los amigos; ese deseo de disfrutar sin prisas de los pequeños placeres y de la mesa como espacio para la comida y la tertulia; esa delicada sensibilidad por la belleza: del arte, del paisaje, de la vida toda, que va de la mano de una innata cualidad para darle importancia a lo que es importante y no dársela a lo que no lo es; ese melodrama con que nos tomamos las dichas y desventuras de la vida, haciendo de las tragedias bromas y de las bromas tragedias; esa fe y devoción que nos definen y arden en nuestros corazones, sin importar si somos muy creyentes o si lo somos menos. 

             A propósito de esto, me permito una breve digresión: unas semanas atrás, en la fiesta de la Inmaculada, circuló por las redes una imagen impactante: un bombero sube esforzadamente una larga y empinada escalera retráctil de esas que van en el dorso de sus inmensos camiones, llevando a cuestas una enorme guirnalda de flores. Al llegar arriba, aparece junto a él la gran estatua de la Inmaculada que vigila sobre un pilar la romanísima Piazza di Spagna. El hombre coloca delicadamente las flores en el brazo de la Virgen y acto seguido se cuadra en un emotivo saludo militar que dura varios segundos. No creo que, en este mundo secularizado de hoy, se pueda ver algo semejante en un país distinto a Italia sin que se desate una tormenta mediática de histerismo pagano.

             Pero volvamos otra vez a la Italia del siglo XIX. Por aquellos mismos tiempos de risorgimento, unificación y éxodo, un admirable sacerdote piamontés fundaba la orden de los salesianos, que años después haría también su travesía hacia las Américas y con quienes tuve el privilegio de educarme. Allí me encontré con otros encomiables italianos, vivos y difuntos: Don Bosco, Domenico Savio, Michele Rua y sus sucesores y discípulos de la familia salesiana que tanto bien han hecho y siguen haciendo en tantos sitios. Escuchando a los buenos sacerdotes que nos impartían clases de religión (cómo olvidar por ejemplo al padre Benito, un gigante rubicundo que era incapaz de borrarse la sonrisa del rostro), ayudados por unos antiguos artefactos audiovisuales, durante años mi vida transcurrió volando con la imaginación por las comarcas de I Becchi, Castelnuovo, Turín, Roma y otros puntos de Lombardía y de Italia siguiendo los pasos y aventuras del saltimbanqui devenido en cura infatigable Giovanni Melchiore Bosco.

Don Bosco en Turín en 1880 / Fotografía de Carlo Felice Deasti

             Con el paso de los años la presencia de los italianos en Venezuela se fue haciendo algo cotidiano, pues otra gran oleada había desembarcado en nuestras tierras a mediados del siglo XX. Llegaron a ser 300.000 en su mejor momento, incluyendo a sus descendientes, hoy reducidos a menos de la mitad por las razones que todos conocemos, aunque sigue siendo la tercera colonia italiana de Sudamérica, por detrás de Argentina y Brasil, y la segunda lengua más hablada del país. Algunos especulan que puede haber hasta cinco millones de venezolanos con alguna ascendencia italiana. Suena como un número enorme, pero quién soy yo para desmentirlo, si en cada esquina me tropiezo con alguno de ellos. Han sido los proverbiales constructores (los mejores que se haya visto), pero también dueños de industrias, talleres, restaurantes, panaderías, hoteles; los hay ingenieros, médicos, abogados, políticos, agricultores, en fin, presentes en todos los campos del ancho panorama del saber y del hacer, todos ellos laboriosos, familiares, afables, diligentes. Recuerdo especialmente, porque estuvieron algunos meses prácticamente viviendo en mi casa mientras ejecutaban una remodelación cuando era niño, a los Di Gregorio, un par de hermanos bonachones y enjutos, con unos rostros tan inequívocamente transalpinos que parecían dos extras recién salidos de una película de Fellini (todavía creo habérmelos tropezado alguna vez en la gran pantalla). Muchos han sido mis amigos de toda la vida, mis compañeros de trabajo, mis jefes.

             Mi padre, que dedicó su vida al servicio público de Venezuela y que fue un patriota a carta cabal, no pudo llegar a hacerse italiano en vida –estoy seguro de que eso lo habría hecho tan feliz como lo hacía ser venezolano–, no podía ocultar el orgullo que sentía de sus raíces y orígenes. Poco aficionado como era a los deportes –lo suyo eran la literatura y la política–, todavía recuerdo vivamente sus eufóricas celebraciones ante los goles de Paolo Rossi en el Mundial de España 82, o de Totò Schillaci en el Mundial de Italia 90: es “nuestro equipo” decía, con una algarabía de tifoso, cuya causa yo en aquel momento todavía no comprendía muy bien (yo siempre fui por España). Su fascinación por Roma iba a caballo entre lo mítico y lo místico: la consideraba la capital histórica, cultural y espiritual del mundo tal y como él lo entendía.

             Fueron de hecho los romanos los primeros en concebir la ciudadanía como una concesión graciosa para los nuevos súbditos que iban sumando, como una astuta estrategia de expansión territorial y asimilación de culturas, como piedra angular para cimentar la unidad en la diversidad del Imperio. No había una sola manera de ser romano. Fue la mera diversidad y la aceptación de esa diversidad bajo una ley común lo que sustentaba al Imperio. Ya fuera que vivieras en las lejanas provincias orientales, en las fronteras del Sáhara o en las verdes campiñas de Britannia, si eras un ciudadano romano, tenías los mismos derechos que los habitantes de la mismísima capital imperial (quién puede olvidar a San Pablo apelando al César como último recurso ante sus acusadores). Esta idea novedosa y revolucionaria, puesta en práctica de forma generalizada por el emperador Caracalla (él mismo un forastero de Lugdunum –la actual Lyon– en tierras galas) fue sin lugar a dudas uno de los pilares de la prodigiosa expansión de Roma y uno de los puntos culminantes de su proyecto fundacional de incorporar a  los forasteros y acoger a los refugiados2. Tengo para mí que no es una mera casualidad el hecho de que el periodo más luminoso de la historia de nuestro país haya coincidido con los tiempos en que Venezuela fue un lugar de acogida para los inmigrantes. Un país abierto, plural, cosmopolita, multicultural.

             Siglo y medio después de las aventuras y peripecias de nuestros ancestros, somos sus descendientes los que hemos empezado a desenterrar el baúl de los recuerdos y escarbar en nuestras raíces para iniciar un viaje de regreso, que para algunos es físico pero para la mayoría (todavía) se trata de un viaje espiritual, una búsqueda y un encuentro con aquello que somos y de donde venimos, para intentar encontrar una suerte de alimento, de bagaje espiritual que nos ayude a sobrellevar las adversidades en un país y unos tiempos sacudidos, otra vez, por la revolución y la incertidumbre. Como es natural, todo aquel que busca espera encontrar: encontrar ese país civilizado, próspero y libre que tanto anhelamos, y que a falta de aquel en el que nacimos, procuramos hallar en aquel de nuestros antepasados. La escritora Laura Ferrero, reseñando el último libro de la periodista estadounidense Kathryn Schulz, Una estela salvaje, citaba estas memorables palabras de Schulz: “Solo hay dos formas de encontrar algo, la primera es mediante la recuperación, la segunda mediante el descubrimiento”.

             De modo que esa recuperación de un viejo nuevo país, que es a la vez un descubrimiento, no es una cosa meramente ideal o espiritual, que lo es en buena medida, sino que conlleva también un reencuentro con una praxis, una manera de hacer las cosas y de concebir lo que significa un país y su gobierno, de tal forma que el mero hecho de tramitar un expediente ante la autoridad consular italiana implica reencontrarse con funcionarios proactivos y competentes, que brindan un trato amable, respetuoso, ordenado, eficaz; reencontrarse con un Estado que busca realmente atender y resolver los problemas de sus ciudadanos y no complicarles la vida. Cuando a tantos venezolanos se nos ha hecho sentir como extraños y abandonados en nuestra propia patria, un país en el que no nacimos nos tiende una mano generosa para hacernos sentir como hijos suyos. De hecho, esas fueron literalmente las insólitas palabras que le escuché alguna vez al magnífico cónsul general de Italia en Caracas, el carismático y eficiente Nicola Occhipinti, lo más parecido a un rockstar de la diplomacia que yo haya conocido, en una entrevista en las redes: su objetivo ha sido que los ciudadanos italianos en Venezuela se sientan como hijos de su madre patria italiana, y el trato recibido por parte de todo el personal consular, desde el momento en que uno atraviesa sus puertas, es un vivo testimonio de esas palabras.

             Adquirir, o más bien recuperar, una nacionalidad, cuando menos en estos tiempos globales, multiculturales y cosmopolitas, no significa renunciar a otra. De hecho, reconociendo ese carácter único y diverso a la vez de cada ser humano, que tan bien llegaron a entender los romanos, buena parte de las legislaciones avanzadas del mundo contemplan hoy la doble o múltiple nacionalidad. Por tanto, recobrar otra nacionalidad en la mitad de la vida no deja de ser como un nuevo renacer, un desdoblamiento, una puerta que se abre hacia posibilidades y aventuras insospechadas. Nadie en su sano juicio puede pensar que una nacionalidad suplanta a otra, sino que de alguna manera la despliega, complementa y multiplica. Contrario a lo que algunos creen, quien tiene dos patrias no tiene un corazón dividido en dos, tiene un corazón dos veces más grande.

             Ahora tengo otra razón (la más fundamental, que es la ciudadanía) para amar a Italia, pues no creo que haya nadie en el mundo que no mire con afecto a ese entrañable país. Un país que hace volar la imaginación del mundo entero hacia reinos de historia, cultura, arte, poesía, paisajes, gastronomía; que nos transporta, en definitiva, hacia la belleza con solo mencionar su nombre. Ahora tengo dos banderas, dos escudos, dos himnos que entonar, todos dentro de un solo corazón que, como decía antes, se ha duplicado. Ahora que miro hacia atrás, y también hacia adelante, así como me veo reflejado en las mejores cualidades de mis compatriotas venezolanos, no puedo dejar de verme reflejado tantas veces en mis ancestros, esos aventureros que lo arriesgaron todo por una vida mejor; e igualmente me veo reflejado en mis paisanos italianos de hoy, esos seres pletóricos y gesticulantes, entrañables y laboriosos, apasionados y pragmáticos, incapaces de ponerse de acuerdo salvo en las cosas realmente importantes: la patria, la familia, la Azzurra, el amor por la belleza y el gozo de la vida.

EFE

             Al hacerme venezolano, cuando nací, no tenía conciencia del orgullo y la gratitud que se podía sentir al adquirir una nacionalidad. En aquel momento Venezuela era todavía un país amable, próspero, abierto a gentes de todo el mundo, que aspiraba a un futuro mejor y del que uno podía sentirse legítimamente orgulloso. Ahora, en plena madurez, soy totalmente consciente del orgullo y la gratitud que se siente al hacerme también italiano: un país libre, amable, próspero y que sueña con un futuro mejor. De manera que formo parte de dos países que en algún momento han sido libres, amables, prósperos y que han soñado con un futuro mejor, lo único que me queda por desear es que mis dos países sean todo eso al mismo tiempo, y que podamos volver a sentirnos orgullosos de ambos.

             Hacerte ciudadano de un país de manera consciente y voluntaria, no puede ser nunca un tema de beneficios o ventajas, sino también de deberes y compromisos: no se trata solo de lo que puedo obtener, sino también de lo que estoy dispuesto a dar. Para que sea legítimo, debe obedecer a un plano superior, íntimo, espiritual, metafísico, que atraviesa todo el ser como los Apeninos atraviesan a Italia, que responda al deseo sincero de cultivar un sentido de pertenencia, de integrarnos a otro país y a otra cultura, de abrirnos a que ellos se integren en nosotros –acaso ya lo están, de forma más profunda que la que podamos llegar a percibir– sin que ello signifique renunciar o dejar de ser lo que somos. He allí la auténtica grandeza de la cuestión. Las migraciones generan a veces esas felices coincidencias de ida y vuelta: mi patria natal fue la patria adoptiva de mis ancestros; la patria natal de mis ancestros es ahora también mi patria adoptiva.

             Tal vez los venezolanos podamos aprender una cosa o dos de Italia y sus emigrantes. Me parece que hay una en particular que viene a cuento: una cosa es que muchos hayan tenido que irse del país y otra muy distinta es abandonarlo, olvidarlo, dejarlo atrás. Los italianos jamás lo hicieron, antes bien lo han llevado siempre consigo orgullosamente allí donde fueron. Si hoy Italia es uno de los países más reconocidos y admirados del mundo, eso se debe en no poca medida a la gran diáspora italiana, que se ha encargado de llevar a Italia y todo lo que ella significa a todos los rincones del orbe. Han sido los italianos presentes en todas partes los mejores embajadores de lo que en la jerga de la mercadotecnia podríamos llamar la marca Italia.

             Cierro con una anécdota que puede ser el colofón de todo lo que he intentado expresar, y me van a perdonar si exagero un poco la parte mística del asunto, porque a lo mejor no estoy exagerando tanto. Al final, para hacer entrega del pasaporte en el consulado, a pesar de los avances tecnológicos y las omnipresentes pantallas, se recurre al ancestral procedimiento de llamar a cada quien por su nombre. Llámenme beato o sentimental, pero al escuchar mi nombre, no pude dejar de pensar en el profeta Isaías: “No temas, que te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío”

             Por haberme hecho suyo sin reparos, sin otro mérito que el de ser descendiente de unos italianos soñadores y aventureros, solo puedo decir una cosa: ¡Grazie Italia!

NOTAS:

  1. LIVI-BACCI, Massimo (2012):  A short history of migration. Polity Press.
  2. The complete history of the roman Empire with Mary Beard: https://youtu.be/P3IIRiSTc3g?si=Q7qn_z49nKO2IOSs
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