Alfredo Infante sj
Siete migrantes clandestinos naufragaron en el mar Mediterráneo. Las personas se sujetaron a una red de un barco pesquero intentando sobrevivir. Los tripulantes del barco cortaron la red y los dejaron morir porque su negocio era más importante que la gente. Esto sucedió a mediado de Junio 2013, cerca de Italia. El Papa Francisco se conmovió e indignó con la noticia.
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En solidaridad con los migrantes que naufragan a diario, decidió ir mar adentro para rezar y lanzar rosas en memoria de tantos hombres y mujeres que mueren violentamente intentando llegar a otro país. Un acto Profético ante un mundo que rechaza a los inmigrantes y cierra sus fronteras. El lunes 08 de Julio la prensa internacional se hizo eco de este signo de solidaridad del Papa Francisco en defensa de la dignidad de los inmigrantes y en contra de la indiferencia global al fenómeno de la migración.
Este hecho activó en mi memoria el recuerdo del naufragio en el mar Caribe de una patera que transportaba decenas de dominicanos que intentaban llegar a Puerto Rico en agosto de 2004. Los sobrevivientes relataron que una mujer amamantó a algunos de ellos y que muchos, desesperados por el hambre y la sed, se arrojaron al mar y murieron ahogados. También, recordé los miles de centroamericanos y mexicanos que por pretender llegar a Estados Unidos viajan encima de los trenes, caen en el camino y desaparecen.
Estos hechos no son excepcionales, ocurren todos los días en los mares y en los caminos verdes que separan a los países. A diario mueren personas intentando atravesar fronteras, buscando mejorar sus condiciones de vida. Sus sueños no siempre llagan a feliz término y mueren presa de las mafias, el hambre, la sed o acaban siendo apresados y/o deportados al país de origen.
Esta es la lógica del mundo: Las fronteras están abiertas al comercio y cerradas a las personas, especialmente a los más pobres.
Desde el punto de vista ético la iglesia considera que la migración es un derecho humano fundado en la ley natural y que todos los seres humanos estamos llamados a una ciudadanía universal. De igual modo, la defensa de los derechos de los inmigrantes tiene un fundamento cristológico porque hospedar al forastero es hospedar al propio Cristo; como nos lo recuerda San Mateo: “Era forastero y me acogiste” (Mt 25,35).
Hace 61 años, el para entonces Papa PXII nos decía en la Constitución Apostólica “Exsul Familia Nazarethana”:
“Sabéis con qué angustiosos pensamientos y ansiedad nosotros nos preocupamos de los que por la subversión del orden público en su patria o urgidos por la falta de trabajo y alimento abandonan sus domésticos lares y se ven constreñidos a trasladar su domicilio a naciones extrañas. El amor al género humano aconseja, no menos que el derecho natural, a que los caminos de la emigración se franqueen para ellos, pues, el Creador de todas las cosas creó todos los bienes principalmente para beneficio de todos: por eso, aunque el dominio de cada uno de los Estados debe respetarse no debe aquel dominio extenderse de tal modo que por insuficientes e injustas razones se impida el acceso a los pobres, nacidos en otras partes y dotados de sana moral en cuanto esto no se oponga a la pública utilidad pesada con balanza exacta.”(n° 63).
Hoy la iglesia sigue buscando caminos para que los Estados Nacionales reconozcan a los inmigrantes como sujetos de derechos y exista un orden mundial donde las personas sean más reconocidas, respetadas y valoradas que las mercancías.
La oración y las rosas lanzadas al mar por el Papa Francisco en memoria de los migrantes que mueren en las travesías marítimas por llegar a buen puerto, no son un hecho aislado, están en sintonía con lo más medular del Evangelio y la tradición de la iglesia a favor de los derechos humanos de los migrantes. “Lo que hiciste con uno de estos mis hermanos más pequeños, lo hiciste conmigo” (Mt 25,40). ¡Quien tenga oídos para oír que oiga!
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