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Para Él, todos están vivos

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Por Luis Ovando Hernández, s.j.

Los Evangelios no pierden el tiempo conceptuando qué sea la Resurrección, sino que encajan perfectamente con el ambiente y con los destinatarios a quienes se dirigen: los libros sagrados no se ocupan de suscitar la fe en la resurrección, puesta ésta ya existe entre los presentes; es una realidad histórica del mismo modo que hay un reducido sector de Israel que no cree de hecho en ésta; son los saduceos.

El Nuevo Testamento dice que el Crucificado resucitó. La mejor manera de confirmar esta afirmación son los relatos de las Apariciones del Señor Crucificado que, palabras más, palabras menos, cambian las situaciones y a las personas, pasando éstas del miedo y la cerrazón a la valentía fruto de la fe y a la apertura al mundo, para anunciar la Buena Noticia de Jesucristo, que no es otra de que nuestro puerto de llegada, que es la filiación y la fraternidad. Todo cambia, del mismo modo que Jesús pasó de la muerte a la Vida.

Sin embargo, los saduceos no creen en la Resurrección; sencillamente, para ellos “todo acaba aquí”. No hay nada más; con otras palabras, no podemos esperar nada de nuevo en esta vida, las cosas están como están y la historia se cierra con la muerte. No puede haber pues ningún cambio en positivo, especialmente para aquellos que pretenden que su futuro se haga presente, y ponen para ello todos los medios de que disponen.

Siete bodas, siete funerales

La discusión es una de las dinámicas que más beneficios nos reporta a los seres humanos, obviamente si cumple con los mínimos necesarios; es una buena ocasión para consolidarnos en la capacidad de oír con honestidad a los demás, así como para profundizar en la argumentación de la propia posición y la ajena.

Existen asimismo “trucos” usados durante la discusión, como ridiculizar al “adversario”. Es cuanto sucede con el evangelio de Lucas, en el capítulo veinte: los saduceos, apoyándose en la ley mosaica, más concretamente, en la ley del levirato, presentan a Jesús una situación “irracional”, no obstante ser una hipótesis: una mujer se casa, enviuda sin llegar a tener hijos. La ley manda que se case con el cuñado, de manera de garantizar la descendencia. En este relato, la situación se repite por siete veces, hasta que también la mujer muere. Los saduceos llegan entonces al punto: “una vez resucitada, ¿de quién será mujer? Pues de los siete fue esposa”.

Jesús es contundente en su respuesta. En el futuro y en la resurrección, no hay matrimonio ni muerte, sino hijos de la resurrección.

Para Dios, todos están vivos

Lo anterior se apoya en una constatación que incluso los saduceos aceptan, y que representa el centro del mensaje del Evangelio: Dios, el Viviente, es un Dios de vivos y no de muertos; para él, todos están vivos.

Que Jesús afirme esto, es motivo de esperanza para todos nosotros, especialmente para aquellos a quienes sistemáticamente se cierran todas las posibilidades, dando la impresión que el capítulo final de sus historias no sea otro que la negación y la muerte.

Es una maravillosa y buena noticia saber que no estamos condenados eternamente a vivir crucificados, encadenados para siempre en los estériles brazos de la muerte, enemistados con la creación y los semejantes, sin un rayo de luz que encienda de esperanza la mirada.

Con su pasión, muerte y Resurrección, Jesús adelantó su futuro y el nuestro. Él que ya vive con Dios, nos ha integrado también a nosotros en la Familia que es la Santísima Trinidad, donde las relaciones están mediadas por ser hijos de Dios y hermanos entre nosotros. Detrás de esta afirmación, se encierra un reto: aquello que Jesucristo inauguró para nosotros, tenemos que hacerlo realidad hoy día. Tenemos que disponer todos nuestros recursos humanos y materiales para que esta realidad se asemeje siempre más a lo que ya se vive en la Trinidad.

Buena Noticia para un país donde la vida, los derechos humanos fundamentales, los servicios básicos, etc., son sistemáticamente conculcados, pisoteados, ignorados, violados. Para Dios, todos estamos vivos, somos lo más valioso de la creación, poseemos una dignidad, nos merecemos los mínimos para poder vivir una vida por el solo hecho de ser humanos y de estar vivos para Dios.

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