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Pan en el desierto

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Por Ana María Hurtado*

Armando Rojas Guardia (1949-2020) gran poeta e intelectual venezolano quien falleció en julio pasado, fue mi amigo entrañable. Hombre de una altísima espiritualidad, además de su insigne capacidad poética y de su densidad intelectual, con el cual tuve la gracia de compartir momentos sublimes. En los días finales de su vida, ya adentrado en el camino arduo del sufrimiento, le escribí algunas cartas –medio de comunicación muy apreciado por él– donde intento acercarme a su tránsito doloroso a través de la mirada cristiana, que tantas veces compartimos en nuestras comunicaciones. A continuación, las tres últimas cartas que le escribí.

2 de julio

Querido Armando:

Me quedé pensando en aquello que dijo mi amigo: “es demasiada alma para un cuerpo”. Se me hace difícil pensar al alma diferente del cuerpo, pero comprendo que hay dimensiones, categorías o estados, así como el agua, el hielo y las nubes son lo mismo en diferentes espacios, manifestaciones y formas.

Es tan doloroso todo este camino que estás recorriendo en cuerpo y alma, y en el cual quiero acompañarte buscando qué decir, con qué palabras aliviarte, cómo tratar de entender, de descifrar. Hay tres personas a las que recurro en momentos de angustia y desconcierto, ellos son: Thomas Merton, Simone Weil y Agustín de Hipona. Nunca me dejan sola, acuden puntuales desde la clandestinidad del universo, con misteriosa densidad viven y me hablan, me acompañan y siento el soplo inagotable de sus presencias.

Viene de inmediato San Agustín con esa frase que ha sido para mí, a la vez, luz intensa y misterio profundo: “el amor es mi peso”, es un mantra que invoco y repito en mis momentos de angustia, desasosiego y dolor, y éste es uno de esos momentos; “él me lleva a donde soy llevado”. Y pienso en ti: el amor es tu peso, querido Armando. Los antiguos que desconocían la ley de Gravedad, pensaban que los cuerpos se atraían por semejanza, “el cuerpo con su peso tiende a su lugar”; entonces el peso del amor que eres, atrae al propio amor. Eso es lo que he sentido tan intensamente en estos días, la corporalidad de tu amor, su peso específico, toda tu alma que excede los densos estados de la materia, lleva consigo un peso alrededor del cual gravita el amor que has convocado, yo misma he sentido esa avalancha amorosa que sale de todos nosotros hacia ti. Tanto aquellos cercanos, como los más distantes, quienes tal vez han leído algunas líneas tuyas, o te escucharon recitar o hablar, simplemente, con tu voz grave de textura arbórea. Todos hemos sido convocados al ágape por el peso de tu amor. Inmenso regalo envuelto en el misterio del sufrimiento.

-“El amor es mi peso, él me lleva adonde soy llevado”- me repito.

El sufrimiento por el que transitas y que adviene desde esos ocultos rincones del cuerpo, olvidadas moradas, habitaciones cenicientas atiborradas de memorias sin descifrar, son también en la misma medida aposentos del alma, pasadizos que conducen al espíritu, donde necesitamos luces, aunque sólo sean las tenues lámparas de la infancia en las primeras navidades. Y son también lugares a donde el peso del amor te conduce, por ello, presiento que cada padecimiento es una llamada, un grito, un empujón o un manotazo. Tal es el peso del amor más grande que termina haciendo que la divinidad se retire, se vacíe en un acto de locura, como bien afirmaban Teresita de Lisieux y Simone Weil. ¿Acaso el peso del amor nos hala para que reproduzcamos en semejanza ese acto divino? Lo que Simone denomina nuestra respuesta, nuestro eco, ante tal acto de amor creador, ante la renuncia fundamental de Dios. Y nuestra renuncia nos conduce a la ausencia aparente de Dios, es decir nos conduce a su escondite, allá, inmerso en la última de las habitaciones del soma. Dice Simone: “…la descreación es la finalidad de la creación, su verdadero acabamientoel acabamiento trasciende la creación… otorga la plenitud”

Partiendo de ese Logos spermatikos por medio del cual Dios ha dejado su impronta en todas las culturas, te comenté una vez de Inanna, la diosa babilónica, que baja al inframundo a buscar a su hermana enferma, y que en cada umbral va despojándose de todas sus pertenencias, comenzando por la corona (tal vez el intelecto), abandonando sus atavíos y abalorios reales hasta despojarse al final de la propia piel. Ese es nuestro tránsito por la enfermedad, a través de la cual descendemos, nos despojamos, nos desnudamos ante desconocidos en lugares inhóspitos, ofrendamos la piel, rendimos nuestra humanidad, nos “descreamos” para terminar hallando al Otro radical, sublime que siempre nos espera, y del que tú tan bellamente has escrito y nos has mostrado.

Si “hacer alma” a partir de la materia prima del soma es nuestra misión en esta vida, sería cierto lo que dice mi amigo, has hecho un alma que excede ese caldero de transformaciones que es el cuerpo, y el peso de tu amor te lleva a ese lugar donde el cuerpo ha quedado huérfano. “…allí donde está el más pequeño de mis hermanos”.

Abro al azar el libro de Merton “Pan en el desierto”, y me dice, nos dice: “Cuando Israel salió de Egipto y deambuló por el desierto, Dios se convirtió en peregrino con él en los años oscuros de su tribulación”

Que nuestro compañero de peregrinaje en la tribulación nos acompañe

Te quiero mucho

Abrazos cósmicos

8 de julio

Querido Armando:

La extremada grandeza del cristianismo proviene de que no busca un remedio sobrenatural para el sufrimiento, sino un uso sobrenatural del sufrimiento”. Así nos habla nuestra querida Simone. Y así en esta media medianoche, aturdida, tratando de descubrir la divinidad desde el camino estrecho, pido para ti la Gracia de hallar ese uso sobrenatural del sufrimiento.

Ahora que la manifestación carnal de tu alma se halla desconcertada en medio del camino de Emaús, esperemos que Aquél que es peregrino en los lindes, vaya contigo y no permita la desesperanza. Recuerdo entonces ese episodio tan entrañable para mí. Las meditaciones de esta hora me han llevado a ese pasaje del evangelio, que para mí es profundamente conmovedor: el encuentro en el camino de Emaús (Lucas 24: 13-35). Ese encuentro de los tres discípulos con Jesús, después de su muerte y resurrección, en el momento en el cual se hallan tristes y desconcertados por la muerte del maestro, pues aún no creían en la resurrección, a pesar de que María Magdalena y otras mujeres dieron sus testimonios. Este caminante que se les une en el camino al pueblo de Emaús, y que no es reconocido, los interpela sobre sus tristezas y los instruye en el misterio de lo que ha ocurrido; sin embargo, no lo reconocen y lo invitan a cenar. En el sencillo momento en el cual el caminante desconocido parte el pan y lo bendice, los ojos le son abiertos y reconocen al propio Jesús resucitado. Una vez que ha desparecido el Maestro, luego de encuentro y desvelamiento, los discípulos dicen algo que me estremece: “¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba en el camino, cuando nos abría las Escrituras?”

¿No ardía nuestro corazón?

Creo que siempre debemos interpelarnos con esta frase. A veces, estamos tan ciegos que no vemos al caminante que nos acompaña. El gesto del pan lo relaciono con la materialización de la experiencia dentro de la sencillez. “La poesía debe partir su pan”- has dicho.

El discurso no les abrió los ojos, sólo el gesto de partir y bendecir el pan. Lo pequeño, lo cotidiano, es lo más cercano al desvelamiento del misterio. Así como el estar atentos a que nuestro corazón arda. El corazón ardiente es tal vez el centro donde confluyen sabiduría y misericordia, el relato discursivo, la belleza crepuscular y el humilde esplendor de la palabra. La unificación en la mesa: la comunión, el encuentro sencillo de una mesa con el pan. Sólo allí nos damos cuenta que el corazón arde dentro de nosotros con un fuego inextinguible. El pan es la vía donde confluyen el trigo terrestre y el Maná celestial.

Que el humilde pan en nuestras manos nos abra los ojos, el entendimiento y el corazón a la zarza ardiente que nos habita. Así pido en esta madrugada que ardan nuestros corazones, que nos acerquemos al misterio sobrenatural del sufrimiento.

¿No ardía nuestro corazón, querido Armando?

Abrazo cósmico

9 de julio

Mi querido Armando:

Hay que vender todas las propiedades para comprar aquel tesoro escondido en el campo. Todas nuestras anécdotas y posesiones, nuestros pequeños disfrutes nos distraen del tesoro escondido en el campo. Y se me ocurre que el campo, en tanto tierra, cultivo, lugar, espacio, es nuestro propio cuerpo. Cuerpo- huerto, campo-

Tal vez el sufrimiento del soma nos acerca cada vez más al tesoro escondido. Allí donde nuestro aliento es más profundo. Donde está aquél que nos ama, tan cerca, respirando con nosotros, ínfimo, humilde, escondido en cada dolor, en cada maleza que debemos separar del trigo limpio.

Con cósmico amor…


*Poeta, escritora, médico psiquiatra, psicoterapeuta.

Fuente: Revista SIC N° 828

 

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