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Palabras y palabros

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Por Germán Briceño Colmenares*

Decíamos que una de las características de estos tiempos de la ira, como atinadamente los denominara Rafael Tomás Caldera en un denso artículo publicado en estas páginas algunos días atrás, es tomar algún elemento aislado de la realidad e imponerlo como la única causa digna de ser defendida y apoyada incondicionalmente. Por lo general, los argumentos detrás de dicha incondicionalidad no admiten debate o discusión, sino que deben aceptarse como válidos sin rechistar, so pena de ser calificado de intolerante, retrógrado, puritano, troglodita y otras lindezas. Uno de los frentes abiertos por esta nueva vanguardia del igualitarismo iracundo, y que goza del mayor fervor entre sus exaltados adeptos, es el asunto del así llamado “lenguaje inclusivo”.

La bandera ha sido asumida principalmente por el neocomunismo español, y desde allí ha permeado a sus obsecuentes acólitos de otras latitudes. Todos tenemos muy presente la estrambótica huella dejada por los asesores lingüísticos españoles en la Constitución venezolana de 1.999. La inconfundible particularidad de estos nuevos inquisidores de la lengua es el fanatismo que ponen en la defensa de su causa, haciendo buena aquella observación de Churchill según la cual un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema. De manera que estaríamos en presencia de la enésima andanada de las huestes igualitaristas, que no quieren saber de razones ni de pareceres cuando de imponer algo que juzgan digno de su incuestionable credo se trata.

El fundamentalismo, por tanto, se caracteriza por la intransigente exigencia de sometimiento a sus dictámenes, sin perjuicio de que la razón, el sentido común, la mera realidad de las cosas o la opinión de los expertos aconsejen otra cosa. A propósito de la opinión de los expertos, la Real Academia Española ha publicado a principios de este año un ponderado dosier en el que intentaba abordar la cuestión con mesura y racionalidad, pero que ha quedado un poco sumergido por el vendaval pandémico, por lo cual aprovecho este espacio para volver someramente sobre algunas de sus observaciones más interesantes. Valga decir que dicho informe fue preparado por la RAE con ocasión de un estudio solicitado por la Vicepresidenta del Gobierno de España sobre el buen uso del lenguaje inclusivo en la Constitución de 1978.

En las consideraciones preliminares la RAE nos recuerda un principio rector de sus actuaciones que por su sindéresis merece ser reproducido y tenido en cuenta íntegramente por individuos e instituciones, incluso en otros ámbitos: entre las tareas de la Academia relativas al buen uso del español está la de recomendar y desestimar opciones existentes en virtud de su prestigio o su desprestigio entre los hablantes escolarizados. No está, en cambio, la de impulsar, dirigir o frenar cambios lingüísticos de cualquier naturaleza. Es oportuno recordar que los cambios gramaticales o léxicos que han triunfado en la historia de nuestra lengua no han sido dirigidos desde instancias superiores, sino que han surgido espontáneamente entre los hablantes. Son estos últimos los que promueven y adoptan innovaciones lingüísticas que solo algunas veces alcanzan el éxito y se generalizan. No se puede decir más a favor de la libertad, la sensatez y el sentido común con menos palabras.

El meollo del asunto, que parece enardecer a algunos espíritus belicosos, tiene que ver con el supuesto carácter excluyente o no inclusivo que, según interpretaciones bastante sesgadas, tendrían ciertas expresiones nominales de género masculino (habría que incluir también las de género femenino, si a ver vamos). Quienes atribuyen tal sentido peyorativo a las locuciones en cuestión parecen ignorar adrede el hecho de que las mismas son interpretadas por todos como términos inclusivos de forma absolutamente general e inocente, es decir, ignoran tendenciosamente la realidad de las cosas y su connotación. Así, por ejemplo, la expresión nominal “los pasajeros del avión” no invisibiliza a las pasajeras ni es irrespetuosa con ellas, sino que las abarca o las incluye, de acuerdo con el sentimiento lingüístico de los hispanohablantes de todo el mundo, sostiene la RAE. Tampoco la expresión “las víctimas del terrorismo” excluye, ofende o discrimina a los hombres.

Sin embargo, no cae la RAE en la falacia de que el lenguaje inclusivo se corresponda sólo con aquella desdoblada manera de hablar que los fundamentalistas quisieran imponer, sino que somete acertadamente a examen la propia definición del término. Así, a la reduccionista fórmula que entiende el lenguaje inclusivo como aquel en el que las referencias expresas a las mujeres se llevan a cabo únicamente a través de palabras de género femenino, como sucede en los grupos nominales coordinados con sustantivos de uno y otro género, la RAE contrapone otro sentido según el cual la expresión lenguaje inclusivo se aplica también a los términos en masculino que incluyen claramente en su referencia a hombres y mujeres cuando el contexto deja suficientemente claro que ello es así, de acuerdo con la conciencia lingüística de los hispanohablantes y con la estructura gramatical y léxica de las lenguas románicas. En el primer caso sería inclusiva la expresión los españoles y las españolas, y no lo sería, en cambio, la expresión los españoles, que sí lo sería en el segundo caso por cuanto el contexto deja suficientemente claro que abarca también la referencia a las mujeres españolas.

Por si hiciera falta la RAE señala que está realizando avances, limpiezas y depuraciones para dar la necesaria visibilidad a la mujer en la lengua y para adecuar el Diccionario a las realidades actuales, con arreglo a la realidad y en la medida en que determinados usos lingüísticos se generalizan. Sigue la RAE, a lo largo de todo el documento, abonando copiosamente sus tesis con argumentos, razones y ejemplos. No quiero caer aquí en la indelicadeza de repetir en exceso cosas que allí están mejor dichas y explicadas. Sólo pretenden estas líneas expresar una inquietud cuyas motivaciones no logro explicarme: ¿De dónde surge una saña tan súbita y feroz contra la lengua? Máxime cuando la RAE ha estado más que dispuesta a recoger los cambios y avances, eso sí, que respondan a la serena y benigna realidad del uso consuetudinario y generalizado de los hispanohablantes, no a dogmáticas e incontestables imposiciones de una secta tumultuosa.

El premio Nobel de literatura Mario Vargas Llosa, liberal y libertario como el que más, decía en estos días en una entrevista televisiva: “No podemos forzar el lenguaje desnaturalizándolo completamente por razones ideológicas… El llamado lenguaje inclusivo es una especie de aberración dentro del lenguaje, que no va a resolver el problema de la discriminación de la mujer”. En similares términos se han manifestado otros escritores de renombre como Arturo Pérez Reverte, quien además es académico de la lengua. Unas semanas atrás, el actual director de la RAE, el atildado jurista Santiago Muñoz Machado, advertía que el desdoblamiento altera la economía del idioma y su belleza. Añadía que este tipo de variantes estropean una lengua hermosa y precisa. No podría estar más de acuerdo con él: cualquier intentona que pretenda violentar porque sí la economía y la belleza, es decir la poesía, de algo tan indefenso como una lengua, tendría que ser vista con recelo.

Para terminar recuerdo aquel pasaje del Evangelio de Lucas en el que los coros celestiales aclamaban el nacimiento del Redentor: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace”; y me pregunto: ¿Habrá acaso alguna mujer, feminista y ecuánime, que no se considere incluida en tan hermosa alabanza?

*germanbricenoc@gmail.com

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