Por Kira Kariakin*
I
El paisaje íntimo adquiere otra tesitura cuando una de sus personas esenciales deja de estar allí. Armando Rojas Guardia falleció el nueve de julio de 2020. Quienes han escrito sobre él han señalado sus logros literarios como poeta y ensayista, la particularidad de su propia vida signada por una inteligencia superior, su misticismo católico, la asunción de su homosexualidad luego de la renuncia al ejercicio religioso, los períodos de locura y sus padecimientos físicos. Han repasado una vida intensa en todo sentido, vivida poéticamente, tal y como predicó a todos sus discípulos como un deber ser.
Armando entró al sueño profundo previo a la muerte mientras su mano era sostenida por uno de sus recientes e incondicionales estudiantes, Ignacio. Me pareció una hermosa sincronía que un Ignacio le sostuviera la mano al morir, habiendo sido Armando de vocación jesuita. Apenas el día anterior se le había dado su diagnóstico exacto y ese mismo día, recibió la unción de los enfermos de parte de Joseba Lazcano y Manuel Zapata, ambos sacerdotes pertenecientes a la Compañía de Jesús, congregación a la que siempre perteneció de corazón. Todos quienes integramos su grupo de apoyo, pensamos que estaría con nosotros un par de meses más. Tengo la creencia, de que una vez sabido con certeza lo que le aquejaba, su mente lúcida decidió no prolongar la espera para su encuentro con Dios.
Armando nos dejó un nueve de julio. Nos dicen que era el día de San Armando, pero busco el santoral y no me aparece un Armando que haya sido santo. Varios beatos, pero no santos. Quizás no lo he buscado bien. Me gustaba esa coincidencia, no porque piense que Armando sea santo, sino porque le hubiera arropado otra bendición más. Así como la de que el nueve de julio era el cumpleaños de Juan Liscano, el editor de El Dios de la intemperie, libro que merece una trascendencia que aún no ha ganado en el panorama literario internacional, pero que en Venezuela es obra brillante de nuestra ensayística.
II
Se me hace difícil no rendir testimonio de mi experiencia con él. Armando fue parte de mi universo, de ese paisaje personal donde él tenía su puesto indispensable. Pero esas memorias quedarán para otra ocasión. Solo diré que le conocí muy joven de 19 años, en una sesión de El árbol de la vida, actividad que coordinaba Armando José Sequera en la Universidad Simón Bolívar, y donde ejercíamos de cuentacuentos Patricia Gómez y yo. Lo refiero porque atesoro de esa ocasión una foto en papel. Sería el año de 1986 u 87. Armando fue con Yolanda Pantin, Rafael Arráiz Lucca y creo recordar que Armando Coll también, a leer sus poemas. Poetas de los grupos Tráfico y Guaire, no recuerdo si hubo alguien más que recitó ese día. En la foto están Armando, Yolanda, Lino Ayala quien es hoy mi esposo, y Javier Lasarte quien, en ese entonces, me daba clases en un estudio general.
Seguí la obra de Armando a partir de ese encuentro y luego pocos años más tarde, trabajé con él, en la promoción de El calidoscopio de Hermes con Alfa editorial, fui su agente literario por cosa de un año y, por último, tallerista. Armando pasó a ser parte fundamental de mi cotidianidad y vida por más de seis años, desde que ingresé a su taller en el 2009. Fui discípula y en ocasiones parte de su grupo de soporte, liderado por Luisa Helena Calcaño. No era ya el Armando de los años ochenta, el hombre fuerte, de voz poderosa, de una potencia viril en todo lo que creaba, en contradicción al estereotipo que muchos esperan de la homosexualidad. Era ahora el Armando que pasó por el campo minado de los excesos, de la locura, del deterioro del cuerpo, de distintas pérdidas amorosas, de las obsesiones y las iluminaciones. El hombre decantado en la madurez y la sabiduría. El maestro generoso.
Cómo explicar la experiencia de pertenecer a un grupo de unas diez personas que cada lunes, o martes según el caso, se sentaba a su alrededor a escuchar clases magistrales de poesía para luego sumirnos en la lectura de nuestro trabajo. Armando hablaba redactado, sin muletillas ni palabras repetidas, como si diera el dictado pausado de un texto de larga maduración. Las sesiones de taller no duraban más de una hora, pero bastaban para hacer combustión en nosotros. Para darnos rigor, disciplina y autoexigencia a la hora de escribir. Para no ser complacientes e ir siempre en pos de la palabra precisa. Para la búsqueda literaria y el hallazgo, para que el poema, en suma, fuera arte. Jamás fue indulgente, pero tampoco irrespetuoso con nuestra voz.
Así como era el maestro sabio también era el poeta que reconocía la maestría de los otros con humildad. Reverenciaba a Cadenas, a quien dedicamos varias sesiones del taller. Y era una suerte de hermano mayor cuando le tocaba presentar uno de los libros de sus discípulos. Se mortificaba para hacerlo bien y no causarnos una decepción, como si eso fuera posible. Al final, preguntaba bajito y con su sonrisa de muchachón, ¿quedó bien?
III
La muerte de Armando para quienes estuvimos cerca, fue otra lección. Armando fue maestro hasta el final. Una lección sobre amor, generosidad y el poder de la poesía que en medio de tanto antagonismo en el que vivimos fue un bálsamo en medio de la tristeza. Primero la solidaridad de muchos que, tanto en Venezuela como fuera de ella, se aprestaron a colaborar económicamente para una atención de calidad. Y luego, al saberse la gravedad en su último día, espontáneamente, sin convocatorias ni flyers de por medio, gente que fue tocada alguna vez por los versos de Armando, se abocó a reproducirlos acompañando con esa vibración de amor su partida. Fue un canto coral en homenaje, en agradecimiento al poeta, un canto de despedida. Creo que esto fue algo inédito en nuestra Venezuela. Que esa presencia soterrada, marginal, de la poesía, aflorara en medio del lodo de esta circunstancia nacional que nos ahoga, para mostrar la belleza que somos capaces de atesorar y hacer nacer cuando lo necesitamos. Flor de loto.
Pude verle, despedirme y darle de viva voz las gracias. Y he aquí la otra lección que nos dejó ante la muerte. Quien está en ese umbral es el que sufre, es quien necesita amor y compañía, no quienes nos quedamos aquí. Porque en la muerte se expone nuestra vulnerabilidad absoluta. Pero esa vulnerabilidad de Armando no nos era desconocida. Estaba como siempre estuvo con el alma desnuda. Fiel a sí mismo. Aún en esas últimas horas nos pudo dar una sonrisa, testimonio de bondad. Nuestro Armando, que se nos fue. Hombre bueno, hombre a secas, todo un universo del que nos lega un poderoso atisbo. Nos queda su presencia en la memoria, que siempre ocupará su lugar en este paisaje sin Armando.
*Escritora, editora, comunicadora social.
Nota del autor:
Este texto fue publicado inicialmente en Cinco8.