El trabajo dignifica, es decir, nos permite apropiarnos plenamente de nuestra condición humana. Lo afirmó en vida el papa Juan Pablo II, en su encíclica (1981) titulada Laborem Exercens:
Con su trabajo el hombre ha de procurarse el pan cotidiano, contribuir al continuo progreso de las ciencias y la técnica, y sobre todo a la incesante elevación cultural y moral de la sociedad en la que vive en comunidad con sus hermanos. Y ‘trabajo’ significa todo tipo de acción realizada por el hombre independientemente de sus características o circunstancias; significa toda actividad humana que se puede o se debe reconocer como trabajo entre las múltiples actividades de las que el hombre es capaz y a las que está predispuesto por la naturaleza misma en virtud de su humanidad. Hecho a imagen y semejanza de Dios en el mundo visible y puesto en él para que dominase la tierra, el hombre está por ello, desde el principio, llamado al trabajo.1
Al trabajo estamos llamados, tanto en lo personal como en lo comunitario, el trabajo lleva en sí un signo particular del hombre y de la humanidad, el signo de la persona activa en medio de una comunidad de personas; este signo determina su característica interior y constituye, en cierto sentido, su misma naturaleza.
El ser humano debe y necesita trabajar, la humanidad toda –como comunidad de personas– debe y necesita hacerlo, pero ¡cuidado! No es lo mismo trabajar, que “pasar trabajo”.
Pasan trabajo aquellos a quienes no les alcanza el dinero, no tienen como apañárselas para enfrentar las dificultades propias de la vida, aquellos a quienes les toca sufrir calamidades y desdichas sin posibilidades de superarlas.
Como vemos, es fácil diferenciar una cosa de la otra. “pasar trabajo” es todo lo contrario a trabajar. Hoy en día en Venezuela, se dice –o se pretende hacer creer– con irresponsable ligereza que “el país se activó”, que “las cosas se están arreglando” o se van encaminado… No obstante, está lejos de ser correcta tal aseveración. La brecha social en Venezuela se ha hecho grosera e indolentemente más amplia, y como cristianos es menester evitar confundirnos sobre esto o, peor aún, desentendernos de esta preocupante realidad.
Son millones los venezolanos que difícilmente logran con su empleo procurarse el pan cotidiano, teniendo que recurrir a diversas formas de consecución de recursos: recibir remesas de familiares en el exterior; emigrar; invertir su tiempo en múltiples oficios; vender pertenencias y, hasta en los casos más extremos, ofrecer sus cuerpos, denigrarse a lo más bajo, a lo más indigno, a cambio de sustento propio o de familiares a cargo, según sea el caso.
La idea de “pasar trabajo” le resta severas cuotas de dignidad al ser humano, y en Venezuela es mucha –muchísima– la gente que está pasándolo.
Es pues, justamente, en un entorno como el que estamos viviendo, cuando cobra más sentido que nunca la visión del pensamiento social de la Iglesia, siendo esta más que una teoría lejana, una invitación concreta a actuar.
Asumir el trabajo como la vía para hacernos todos plenamente humanos, mediante oportunidades equitativas que permitan una vida productiva para las comunidades, las familias, las personas, para todos, es posible con dedicada convicción, inteligente y creativa sensibilidad y, por supuesto, con profunda oración y acción: Ora et labora.
Notas:
-
Juan Pablo II (1981): Laborem Exercens. Carta encíclica del sumo pontífice.