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Odiar el pecado y amar al pecador

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Pedro Trigo s.j 

El Dios de Jesús es únicamente amor y por eso no conoce el odio. No lo conoce. Conoce sus efectos deshumanizadores entre los seres humanos, pero nunca lo ha experimentado. Tampoco Jesús, que ha venido a salvar lo que se había perdido. Y por eso nos pide que no nos contentemos con amar a quienes nos aman. Para llegar a ser hijos de su Padre, tenemos que amar a nuestros enemigos. Él lo hizo, incluso en el momento más decisivo: murió pidiendo perdón a su Padre por los que lo habían condenado y lo estaban torturando. Nunca los sacó de su corazón.

Pero, precisamente porque nos quiere, Dios nos habla la verdad y eso incluye reprendernos cuando hacemos algo malo para que no nos encallezcamos en el mal. Eso hicieron los profetas en su nombre a lo largo de toda la historia. Eso hacen también los papás responsables con sus hijos. Quienes nunca les echan en cara lo malo, es que aman más su tranquilidad que a sus hijos. Eso hizo Jesús con los dirigentes, que en vez de pastorear a su pueblo se aprovechaban de él, sobrecargándolo y abandonándolo. Sus invectivas fueron públicas y durísimas; pero no lo hizo movido por el odio sino por el amor: para que volvieran sobre sí y fueran dirigentes según el corazón de Dios.  Y no sólo reprendió a los dirigentes; también a sus discípulos, incluso a los más íntimos. A Pedro llegó a llamarlo Satanás, porque pretendía separarlo del designio de su Padre y arrastrarlo a que asumiera el suyo sacralizado.

Por eso una ley que persiga el odio, tiene que comenzar deslindándolo del carácter deliberativo de la democracia: de la discusión de las opiniones y proyectos, incluso de la descalificación de medidas del gobierno o propuestas de la oposición. Siempre hay que distinguir entre las personas y lo que hacen. Un cristiano nunca rechaza a las personas y un demócrata, tampoco; pero puede echarles en cara, con todo vigor, la política que siguen y las actitudes que toman y las leyes que aprueban y su modo de aplicarlas. Descalificar al Presidente, no es lo mismo que descalificar a la persona que ocupa la presidencia. Descalificar al Presidente es decir que lo está haciendo mal y que o rectifica o ha perdido la legitimidad por su pésimo desempeño. Todo eso es perfectamente legítimo en una democracia. Más aún, es signo de su buena salud. Todas estas actitudes y proceder están dentro de la legalidad y son perfectamente legítimas. Más aún, son humanamente sanas y deben ser estimuladas. No perseguidas.

Sólo cuando se ha afirmado todo esto con las palabras y con los hechos, puede tener algún sentido una ley en contra del odio. Pero teniendo en cuenta que el odio está dirigido contra las personas y nada tiene que ver con la indignación que pueden provocar sus conductas. Mostrar indignación por una medida del gobierno nada tiene que ver con expresar odio contra las personas que han dictado esa medida.

Insistimos que el odio es deshumanizador: deshumaniza al que lo siente y expresa; no a aquel a quien va dirigido, si mantiene su libertad y no se deja influir por esas expresiones, aunque le afecten. Si se deja influir, responde con la misma moneda y entonces él mismo comienza a formar parte del problema y no de la solución. El ejemplo más palmario de la conducta poco libre, poco adulta es la sentencia que aparece en camionetas: “Dios te dé el doble de lo que me deseas a mí”. Quien tal expresa es una mera caja de resonancia y no un sujeto responsable ante su conciencia y ante Dios.

Más aún, no sólo no tenemos que odiar; tenemos que amar a nuestros enemigos. Ahora bien, en este mandato de Jesús amar nada tiene que ver con ningún sentimiento; tiene que ver con el querer profundo, que puede existir a pesar de sentimientos negativos. Querer es querer su bien, pedir a Dios por ellos y hacerles bien. Así somos plenamente humanos; más aún, hijos de Dios. Se puede estar públicamente contra el gobierno y desarrollar los argumentos que sustentan esa postura, y querer sinceramente el bien de las personas implicadas. Si verlas empecinadas en el mal nos mueve, en cambio, a buscar su mal, no somos cristianos ni seres humanos con calidad humana. Ahora bien, buscar su mal, nada tiene que ver con pedir, por ejemplo, su dimisión. Eso no va contra la persona sino contra su desempeño político.

Por eso no tiene ningún sentido una ley que no establece ninguna de las distinciones que hemos hecho y que contempla como jueces del presunto odio, no a personas ecuánimes, imparciales y reconocidas por todos por su capacidad de juicio e integridad moral, sino únicamente a personas directa o indirectamente del gobierno. Que son jueces y parte.

Una ley así es una ley para perseguir a quienes critiquen al gobierno. Es una ley para intimidar a los críticos. Es una ley mordaza. Y además es una ley terrible: amenaza hasta con veinte años de cárcel. Eso no digo que es ejercer el odio, porque me pondría en las mismas, pero sí es ejercer el amedrentamiento y la retaliación, procederes incompatibles con la democracia y reñidos con la calidad humana. Por eso deseamos y pedimos que se suprima o, si no, que se rectifique, y, si se mantiene así, que no se aplique. Lo pedimos no sólo para el bien de los ciudadanos sino para bien, en primer lugar, de los que han hecho la ley y la han aprobado y están encargados de aplicarla.

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