Por Rafael Tomás Caldera
Te preguntas, Nelson, acerca del bien común. Son preguntas clave, que van al meollo del problema de las relaciones entre persona y sociedad, de toda sociedad y en particular de la comunidad política. Atañe ciertamente a la realización del ser humano.
Puede decirse que la cuestión es constante, de todo tiempo. En el nuestro, sin embargo, cobra una importancia especial por vivirse una honda crisis. Esa pérdida de los supuestos radicales de una época, como describe Ortega la crisis, obliga a pensar las cosas desde el principio. Más aún cuando el movimiento woke, por citar un elemento, o las ideologías de género han puesto en tela de juicio los supuestos de la convivencia de la cual el bien común es, a un tiempo, fruto y garantía.
Primera
Por lo pronto, podría precisarse, en función de lo que hemos de repensar, que ‘común’ en este caso no se opone a ‘propio’ sino a ‘privado’. La persona tendrá en propio, bienes que son por naturaleza comunes y tendrá otros que no pueden ser sino privados. En ambos casos, hablamos del bien de la persona humana.
Si se considera un bien privado, nos referimos a algo que, por sí mismo, no se puede compartir. El trozo de pan que te comes no me lo como yo. Al apropiártelo, debes hacer uso exclusivo de él. Ello deriva de la condición material del bien en cuestión, en este caso, el trozo de pan, y de lo requerido por su uso y asimilación por parte del sujeto. Podemos decir entonces que si el bien propio es privado lo es porque excluye a otros sujetos de su posible apropiación. Se comprende así ―como hacía notar un profesor de filosofía política―, que si alguien desea organizar un banquete de festejo debe calcular suficiente comida y bebida para que todos los invitados participen a su gusto. Que a nadie le falte algo de lo que pueda desear. En suma, las famosas bodas de Camacho en la cuales Sancho Panza sacó el vientre de una mala temporada.
En cambio, y por contraste, hay bienes personales ―por lo tanto, propios, incorporados por el sujeto a lo suyo― que, sin embargo, son por su naturaleza comunes. Ocurre así con los bienes mayores de la persona, como hemos de ver. Por lo pronto, como antes usamos el ejemplo del trozo de pan que alguien se come y no puede compartir, podemos mencionar ahora algo tan a la mano y tan importante para cada persona como el lenguaje. No hay lenguaje privado. Ha de ser común y también radicalmente propio: mi lengua. Siendo común, es al mismo tiempo el medio necesario del desarrollo del propio pensamiento, en sus diversas vertientes: desde la adquisición del conocimiento hasta la expresión de los sentimientos más íntimos.
Como vemos, ello ya apunta a dos aspectos de mucha importancia en la cuestión: que ‘bien común’ no se opone a lo personal, como si se tratara del bien de alguna colectividad impersonal, de un todo donde las partes hayan sido depreciadas. Por otra parte, se apunta cómo acaso los mayores bienes de la persona son y han de ser comunes, no privados.
Segunda
Tomemos ahora, como punto de partida necesario, la persona. Se comprende bien, por ejemplo, que Jacques Maritain, al tratar del tema en valioso opúsculo suyo, lo haya titulado La persona y el bien común.
Partimos de la persona, sujeto consciente y libre, no reductible a lo colectivo. No es una partícula de la naturaleza ni un elemento anónimo de la ciudad humana.1 Hemos de partir de aquí porque es justamente en la persona donde surge el interrogante acerca del problema del bien común en la sociedad, así como las preguntas acuciantes sobre su origen y destino individual. El acto de conciencia es en primera persona. Hic homo intelligit, dirá Tomás de Aquino2. Un acto de este sujeto humano, no de alguna inteligencia separada o de un ente colectivo. Esta persona que entiende está, por ello, dotada de capacidad de elegir. Sus acciones son propias. Así, parte importante de su problema existencial será lo que podríamos llamar la conquista de su libertad. Pasar de su condición inicial como ser capaz de elegir a un ejercicio constante y sostenido de su arbitrio al actuar, en el plano individual, social, económico y político. Esto es, llegar a ser libre.
Al considerar a la persona tenemos, a un tiempo, un sujeto individual concreto ―no genérico ni abstracto―, de naturaleza corpórea y alma racional. Su corporeidad lo inserta en la trama de relaciones del mundo natural, lo que llamamos ‘medio ambiente’, de lo cual depende para subsistir. Su capacidad racional, por otra parte, lo abre al universo de lo existente, de tal modo que lejos de verse atado a un nicho ecológico tiene el mundo por heredad.
Corpóreo, necesitará alimentarse para conservar la vida, para crecer. Se hallará sin duda sometido a esas servidumbres that flesh is heir to3. Racional, sus bienes esenciales serán el conocimiento y el amor, que le otorgan sentido y libertad. Podrá también desarrollar en su relación con la Naturaleza dos actividades propiamente humanas: la técnica y la estética.
Tercera
¿Qué es entonces la sociedad, de la cual todo sujeto humano, de una u otra manera, forma parte? Ya hablemos de familia, de empresa, de ciudad y comunidad política o del sueño de una república de los sabios, toda sociedad es una unidad de orden.
Su consistencia no tiene carácter sustantivo, como es el caso del sujeto humano, sino el propio de un ente relacional. ¿Significa ello que se trata de algo ilusorio, irreal? En absoluto. No solo se trata de algo real sino de algo indispensable para la persona humana.
Lejos de nosotros pensar, como pensar se quiso, que puede entenderse a la persona en abstracción de la sociedad. Al contrario, la naturaleza racional del ser humano, y no tan solo su constitución corpórea, hacen que la vida social le sea necesaria, de toda necesidad, para su desarrollo y plenitud. Ya lo hemos apuntado al hablar del lenguaje y bastaría para abundar en ello referirse a la ciencia, actividad colectiva de la raza humana; o al amor que funda íntimas comunidades de vida y permite el ejercicio mayor de la libertad en la donación de sí mismo.
Cuando afirmamos entonces que la sociedad, toda sociedad humana, es una unidad de orden hemos de plantearnos enseguida la cuestión de su buen ordenamiento, condición de su buen ser. Así, diríamos, resulta patente que todo grupo social ―incluido el Estado o, si se quiere, la sociedad política― oscilará entre orden y desorden: la necesidad, por una parte, de articular el conjunto de tal manera que pueda actuar como unidad en la historia; la lucha, por la otra, para impedir el deslizamiento entrópico hacia la multiplicidad o la dispersión. Orden y desorden, o también, consenso y conflicto.
Sin embargo, el orden no se constituye de manera espontánea, aunque ciertas comunidades como la familia deriven en forma inmediata de la propia naturaleza. Se requiere una fuerza impulsora, centrípeta, que integre en conjunto la multitud; se requiere una determinación estable del orden, que permita la preservación de la unidad. Se requiere, sobre todo, una medida intrínseca del orden que haga posible la realización de las personas, no su perversión o agostamiento. En otras palabras, se requiere que sea un orden justo. La cuestión de la justicia que ha de realizarse ―como lo vio Platón con suma claridad y dedicó a ello su famoso diálogo sobre la República― es la cuestión primaria del orden social.
¿Qué dará su contenido a la justicia, como aspiración, un contenido que permita y realice el bien común?
Cuarta
Si afirmamos ―con la tradición de la Doctrina Social de la Iglesia, donde mejor se ha preservado el tema― que “el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana”4, tendremos allí, a la vez, una definición de la medida y un apunte sobre la dinámica de su realización.
Un apunte sobre la dinámica porque, por su condición nativa, la persona tiene absoluta necesidad de la vida social5. El radical impulso humano a su preservación y el logro de su plenitud lleva a cada persona, con mayor o menor acierto, a participar en la vida social. Mayor o menor acierto, puesto que solo una comprensión suficiente del bien humano puede servir de medida intrínseca del orden de la sociedad.
Así, a partir de la carta encíclica Mater et Magistra de 1961, la Doctrina Social ha definido el bien común como “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y fácil de la propia perfección”6. Y esto ha podido ser concretado en tres elementos esenciales7:
- El respeto y la promoción de los derechos esenciales de la persona.
- La prosperidad o el desarrollo de los bienes espirituales y temporales de la sociedad.
- La paz y la seguridad del grupo y de sus miembros.
Quinta
Al hablar de los bienes de la persona, partiendo de la libertad en el ejercicio de sus derechos y la seguridad de un orden justo, donde se pueda vivir en paz, hay que considerar todo aquello que trae consigo el crecimiento y el despliegue de la personalidad de cada uno.
Ante todo, los bienes del conocimiento: la ciencia y la cultura. Luego, la perfección en las artes, artes de lo bello y artes de lo útil, donde se inscribe todo el progreso tecnológico que ―aún bajo la modalidad de la Inteligencia Artificial― deberá contribuir al desarrollo de la persona, no a su empobrecimiento o frustración. El desarrollo de la virtud, que hace al ser humano dueño de sí y capacita a la persona para la entrega en el amor.
El progreso material, económico, tendrá carácter instrumental, sin sustituir nunca la actividad más personal de cada uno de los sujetos.
Sexta
Enfocado así, ese “conjunto de condiciones que hacen posible el logro más pleno y fácil de la propia perfección” se traduce en el buen orden de la sociedad.
Este es, al mismo tiempo, el fundamento y la medida del ejercicio de la autoridad. Es lo que otorga su particular dignidad a la política, ese ocuparse de los asuntos comunes —los asuntos de la polis—, que ennoblece (o envilece) la vida entera de una persona dedicada a tan alta tarea.
Por otra parte, principio de unidad del grupo, las órdenes y decisiones de la autoridad solo son legítimas si conducen al bien común. La oligarquía, la oclocracia, la tiranía son formas desviadas de gobierno que anteponen la ventaja (que no el bien) de los gobernantes al bien de la comunidad8.
Séptima
¿No se requiere, por otra parte, de cada uno de los miembros de la comunidad un aporte para su sostenimiento, conservación y desarrollo? Volvemos aquí a la noción primera del bien personal, que no se equipara al bien privado, sino que el contrario alcanza al bien común.
La existencia misma y el buen estado de la comunidad es el primero ―en orden― de esos bienes, no solo porque se asegura la paz y nos vemos protegidos de la violencia, sino porque la participación (en diversas medidas) en los asuntos comunes desarrolla la libertad de la persona. Al ciudadano pasivo, aislado de los asuntos comunes, llamaron los griegos idiotés, alguien que se encierra en su mundo privado y, en tal sentido, queda a cargo de los otros y no crece como persona. Como si practicara un suicidio social.
El ciudadano ha de aportar de sus recursos y capacidades para el bien común. Pago de impuestos, prestación de servicios ―hasta el servicio militar, si es el caso―, comunicación de conocimientos. En particular, todo aquello que, con su conducta, lleve a preservar la sustancia misma de la vida de la comunidad: la tradición, que asegura una identidad; la proyección del futuro, que se traduce luego en el vigor de las instituciones y las empresas. La importancia decisiva del buen orden social en la realización de las personas hace de este aporte una de las tareas más altas que cada uno puede llevar a cabo.
¿Dar incluso la vida por el país? En uno de sus ensayos, Antoine de Saint-Exupéry que, como sabemos, murió en la guerra, anotaba: se puede dar la vida por el país si uno ve cómo en ese país se pone todo el esfuerzo posible para rescatar a unos mineros encerrados en el túnel de una mina. En definitiva, se puede poner la propia vida por una sociedad ordenada a la vida y el bien de las personas.
Octava
Desde luego, ello introduce un elemento adicional, sin lo cual —aun de modo implícito— no puede cuadrar la cuenta: el sentido trascendente de la vida humana ante el límite de la muerte.
No hablamos de monumentos funerarios, pirámides y mausoleos, estatuas, placas conmemorativas o fiestas patrias. Todo ello, por necesario que pueda ser para preservar la memoria, los grandes hechos de la comunidad, y alimentar de esa manera la tradición, no otorga inmortalidad.
Pero el ser humano, racional, es de naturaleza espiritual y no tan solo corpórea. Su alma, principio de vida, no pierde la vida al separarse del cuerpo. De tal manera que una parte, y parte importante de ese buen orden de la sociedad que llamamos bien común, está en permitir o facilitar, en todo caso no dificultar, la orientación de la vida de cada uno a su destino final trascendente.
En nombre de Dios Todopoderoso se han asentado declaraciones de derechos u ordenamientos constitucionales. No para sacralizar las leyes, menos aún las ordenanzas gubernamentales, sino para hacer presente en la vida social que, venida de Dios, la persona humana se realiza en Dios, verdadero bien común universal.
Al hablar de la sabiduría, Aristóteles observaba9 que la política no es el conocimiento supremo porque el ser humano como tal no es la mejor (ni la más principal) realidad del universo. La sabiduría lo hará trascender en busca de la inmortalidad en la unión a lo divino. Platón, su maestro, enseñó de modo constante que la filosofía —amor a la sabiduría— es una preparación para la muerte.
La figura y el orden de toda sociedad es temporal. Orden y desorden, decíamos, son como los polos entre los cuales se despliega el esfuerzo de cada generación por realizar, con el bien común, el bien de cada persona. Todo ello, sin embargo, pierde su sentido o, peor, se transforma en una suerte de religión política que lleva a la opresión totalitaria, si se borra del horizonte último la referencia a Dios.
La situación contemporánea en Occidente, con tantos episodios ya opresivos, negadores de la libertad de las conciencias, da prueba fehaciente de ello.
Notas:
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Cf. Gaudium et spes, n. 14.
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Suma teológica, I, 76, 1, c.
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Hamlet, acto III, escena I.
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Gaudium et spes, n. 25.
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Ibíd.
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Gaudium et spes, n. 26.
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Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1906-1909; 1924-1925.
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Cf. Veritatis splendor, n. 101: “En el ámbito político se debe constatar que la veracidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados; la transparencia en la administración pública; la imparcialidad en el servicio de la cosa pública; el respeto de los derechos de los adversarios políticos; la tutela de los derechos de los acusados contra procesos y condenas sumarias; el uso justo y honesto del dinero público; el rechazo de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a cualquier costo el poder, son principios que tienen su base fundamental —así como su urgencia singular— en el valor trascendente de la persona y en las exigencias morales objetivas de funcionamiento de los Estados”.
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Ética VI, 7, ll41a 20-25.