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No puede haber igualdad en un sistema autoritario

Crédito: Alejandro Cegarra/AP

Todas las sociedades son desiguales. No obstante, el problema de fondo en las sociedades democráticas radica en las dificultades, pese a la existencia formal de derechos, que experimentan los individuos y colectividades en acceder a ellos y hacerlos valer en pleno, lo cual se va traduciendo en espacios de participación política cada vez más reducidos e indiferencia ciudadana que da origen a sistemas autoritarios modernos. Entre aspiraciones y frustraciones, el caso venezolano es reflejo de ello 

Guillermo Tell Aveledo

En días recientes publicamos un comentario en las redes sociales, en el que decíamos, ante la arremetida presente desde el Estado contra las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), que quizás en el futuro alguien añorará esta era diciendo que solo aquellos que se involucraron en política podían correr algún tipo de riesgo serio.

Las respuestas no se hicieron esperar. Mientras algunos comentaristas compartieron la ironía, otros resintieron la alusión a ese comentario como evocación al lugar común en torno a la dictadura de Pérez Jiménez: “si no te metías en política, no te pasaba nada”, y donde la violación de derechos políticos afectaba apenas a un sector minoritario, mientras el resto gozaba de una vida sin aspavientos.

Como entonces, este es un espejismo propio de un momento de desafección y desmovilización. Hay sectores que viven bien, o algo mejor, aún dentro de la crisis humanitaria compleja. Por eso la advertencia: bajo un sistema autoritario, la participación política más ostensible siempre es peligrosa, pero la indiferencia ciudadana no es realmente un espacio seguro.

Desigualdad social y desigualdad política

Toda sociedad tiene desigualdades. Estas caracterizan todos los aspectos de la vida humana: las capacidades físicas e intelectuales, el acceso a bienes y servicios, contactos, espacios, conductas, es diferente entre distintos individuos y distintos grupos humanos, y para la mayoría normal de los individuos está además determinado por condiciones que escapan a rasgos o decisiones particulares. La profundización democrática de nuestras instituciones liberales modernas ha sido frecuentemente abordada desde una perspectiva esencialmente material que atienda esas diferencias.  Esto es especialmente así en aquellos sistemas en los cuales, pese a la existencia formal de derechos, su vigencia efectiva está mediada por las dificultades que enfrentan individuos y colectividades para poder ejercerlos: por ejemplo, si se pertenece a una minoría étnica o un sector social desaventajado, o si se vive en un sector de precarios servicios o poca actividad económica. Tal es el reclamo de la perspectiva igualitaria de la democracia: no solo que todos los grupos sociales gocen de la protección de unos derechos fundamentales, sino que tales grupos logren acceso a recursos y mecanismos para hacerlos valer.

No obstante, el modo en que las diferencias materiales afectan la conducta política, la desigualdad estrictamente política es un fenómeno en sí mismo, comprensible desde la dinámica de representación y participación. En las sociedades modernas, la representación ha implicado que la igualdad en la participación suele darse en la práctica al sufragio y a mecanismos de consulta variablemente vinculantes hacia las instituciones representativas, a cambio de un electorado más amplio y un reconocimiento de derechos sociales y económicos adicionales al de la participación política. Este es el punto de partida de la igualdad política como práctica institucional: la expansión de los partícipes en el poder a favor de perspectivas distintas e independientes, junto con la eventual adopción de medidas derivadas de estas perspectivas. Un poder responsable.

Este es un problema hasta en las democracias avanzadas, por lo que es crucial para las democracias mitigar tanto las desigualdades materiales como las estrictamente políticas. Sin embargo, pese a sus carencias, existe una correlación positiva en los avances en las libertades formales, con los avances en el enfrentamiento de desigualdades estructurales. Entretanto, es casi imposible mantener un objetivo igualitario por medios autoritarios.

Igualdad: aspiración y frustración venezolana

Desde 1811, Venezuela se ha declarado República. Esto implica una forma de gobierno popular, rechazando la división estamental y de castas propia de la sociedad colonial, con fueros y espacios de consideración diferenciadas: era un reclamo de igualdad política. El contencioso que se abrió inmediatamente, aparte de la fidelidad o no a la monarquía, fue el de la palabra “pueblo” y el ámbito de los derechos que este tenía: una república solo para los criollos era imposible.

La larga marcha de la democracia –como la llamó Germán Carrera– tuvo entonces su primer impulso en la demanda de libertad e igualdad de aquellos sectores que no eran reconocidos plenamente como ciudadanos. La guerra civil fue espacio del ascenso social: oficiales que desde una posición de relativa oscuridad brillaban en batalla, y cuyo talento era tenido como virtud ciudadana, mientras las instituciones formalmente liberales, no canalizaban eficazmente las demandas sociales: libertad de los esclavos, sufragio efectivo, educación pública, voto directo y universal, etcétera. Se perseguía el reconocimiento del pueblo por parte de las oligarquías también sucesivas, cuya práctica desmentía las libertades formales.

La transformación de esa realidad será la bandera esencial de la democracia moderna en Venezuela. Como resumiría Rómulo Betancourt en 1960, resolver “… la marginación de la masa […] del disfrute y goce de las ventajas de una vida vivible y deseable” no “por las vías de la violencia”, sino “mediante los instrumentos pacíficos de la ley”. Al denunciarse al mismo tiempo la desigualdad material de la política, la perspectiva dominante entre las élites fue que los derechos formales debían estar acompasados con el progreso en los índices de desarrollo humano, apuntalados por la distribución de renta petrolera y una actitud política pluralista. Las instituciones políticas eran receptivas a las demandas de la población a través del sufragio y la representación, pero también de los sectores sociales organizados (en gremios, sindicatos, patronales y una miríada de asociaciones) que tenían cabida en el arreglo corporativo del Estado.

Este esquema decae al final del siglo XX. Se hablaba entonces con añoranza de desarrollo en sistemas autoritarios o tecnocráticos, pero también del alejamiento de los partidos políticos dominantes de sus bases, en el contexto de un colapso de las estadísticas sociales. La crisis económica fue interpretada como una crisis de desigualdad política: el sistema era cuestionable porque las libertades no incidían en decisiones de una clase política denunciada como cerrada, llena de privilegios e incluso territorialmente definida.

La emergencia de la revolución bolivariana fue una de las interpretaciones efectivas de ese fin de ciclo. La bandera igualitaria era esencial para la democracia bolivariana. Era un gobierno concebido a sí mismo como contrario a las “cúpulas podridas” y a favor de los pobres, planteándose la meta de la erradicación de las desigualdades materiales como no habrían logrado o querido los partidos democráticos. Los resultados han sido, empero, adversos: la crítica a la política llevó al vaciamiento de las instituciones representativas y a la cooptación de las nuevas instituciones de participación comunitaria, con una clara vocación antipluralista. Al reivindicar la democracia directa y delegativa en las figuras presidenciales, se acentuaron elementos autoritarios en nombre de la igualdad material, hoy insatisfecha.

La desigualdad importa

La desigualdad política es así el patrón subyacente del sistema vigente: aquellos que acumularon ventajas o mejoras en los tiempos de bonanza que caracterizaron la primera década del chavismo, son hoy parte crucialmente afectada. El no reconocimiento al pluralismo hace que toda política alternativa, y todo reclamo social que no esté canalizado en espacios cooptados por el Estado, resulte ineficaz: cuando los derechos políticos y civiles no están mediados por decisiones judiciales y administrativas (como ocurre con partidos políticos no oficialistas), no son reconocidos como legítimos (como ocurre con sindicatos y gremios, colectivos sociales, profesionales y empresariales, organizaciones no gubernamentales y movimientos comunitarios), o son reprimidos a través de la coacción y la coerción. No es que no existan desigualdades materiales: es que estas –empeorando sustancialmente en los últimos años– no tienen modo de ser canalizadas a través de las instituciones y reglas del sistema, estimulando un ciclo recurrente de participación pacífica-frustración-protesta-represión-abstención que no logra romper la inercia.

Esto no ha mejorado. Pese a las ventajas sociales adquiridas, con la cancelación de mecanismos políticos pluralistas, no ya participativos sino tan siquiera representativos, las decisiones de política pública corresponden a unos sectores social y materialmente alejados de la vivencia de las mayorías sociales. Nueve de cada diez parlamentarios nacionales representan apenas un tercio del electorado, lo que se repite en casi todos los legislativos regionales y municipales, mientras que las instancias comunitarias de base no obedientes son suplantadas o intervenidas. Las instancias jurisdiccionales de resolución de disputas político-administrativas, sociales y económicas, son refractarias a interpretaciones distintas a la del gobierno. El Poder Ejecutivo no se mide en comicios competitivos, desde hace décadas…

La conseja autoritaria tradicional, “si no te metes en política no te pasa nada” es desmentida por la precariedad de la bonanza y de las ventajas privadas. No solo aquellos sectores socialmente desfavorecidos, objetiva y subjetivamente, tienen enormes dificultades para emplazar al Estado a acatar sus demandas, sino que incluso aquellos relativamente prósperos están a una arbitrariedad de distancia de serios perjuicios: la regulación interventora en lo social, económico y político está suspendida o dejada a la discrecionalidad de un funcionario listo para someter a quien se atraviese en el capricho de un funcionario políticamente irresponsable. Es más insidioso que la amenaza de un Estado omnipotente, y esto vale tanto para el ciudadano común y corriente como para las grandes organizaciones.

Los partidos políticos, sindicatos y organizaciones civiles tienen que asumir la relevancia de esta situación. La ausencia de política pluralista en Venezuela no es un problema exótico de “aquellos que se meten en política” –como si dedicarse a lo político fuese un oficio ajeno a la ciudadanía–, sino un problema de incidencia real en la atención que el aparato estatal tiene sobre la sociedad. No es que podríamos estar bien pese a la ausencia de libertades, si tan solo tuviésemos una idílica dictadura paternal y benefactora; es que la situación de crisis humanitaria y desigualdad práctica es consecuencia de la situación autoritaria. La capacidad de incidencia en las acciones del poder es la primera marca de la relativa igualdad política, y la irresponsabilidad de quienes lo ejercen es evidencia de desigualdad, y se proyecta así en todas las desigualdades materiales no resueltas. Sin sufragio efectivo, división de poderes, partidos políticos activos, sindicatos y organizaciones autónomas, expresión contestataria en los medios, ¿qué garantiza siquiera que las demandas sociales, que el descontento tenga receptividad?

El futuro democrático de Venezuela habrá de pasar por un reconocimiento de la importancia de la desigualdad política. Si bien es cierto que no es posible regresar sin más a mecanismos de representación tradicionales, insuficientes y condicionados, hay que desmontar la creencia según la cual la libertad y la igualdad, e incluso la participación y la representación, son contradictorias: una democracia de base y popular requerirá, para ser tal, no solo de un fundamento material, sino de una conducta pluralista de parte de aquellos que tienen el poder dentro de instituciones representativas y responsables.

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