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No llegarán a viejos

jueves20_Fathom Events _ Everett

Por Germán Briceño Colmenares

El 4 de agosto de 1914 hacía un espléndido día de verano sobre la campiña inglesa. Un par de equipos de rugby, uno inglés y el otro alemán, se disponían a celebrar la festiva cena de rigor después de concluido el partido. Como un gesto fraternal, se encontraban todos sentados a la mesa de forma intercalada, de manera que al lado de cada inglés se encontraba un alemán. En eso, cuando las copas se alzaban para el brindis, entra en el refectorio a toda prisa un ujier portando un mensaje urgente. Uno de los presentes lo toma en sus manos y lo mira sin dar crédito a lo que lee: Inglaterra acababa de declararle la guerra a Alemania. La estupefacción se apodera de todos ellos, quienes no saben bien si continuar con el festejo o tomar un cuchillo de trinchar y abalanzarse sobre sus recién declarados enemigos. Después de una intensa discusión, se llega por unanimidad a una inapelable y caballeresca solución que sólo podría darse entre buenos y leales deportistas: en lo que a ellos concierne, la guerra ha sido declarada a partir del día siguiente, así que continúan con la velada.

Llegado el fatídico día, la inmensa mayoría de todos aquellos buenos muchachos probablemente fue a alistarse voluntaria y gozosamente, con esa irreverente autosuficiencia sin límites ni miedos propia de la juventud, como quien súbitamente encuentra un escape a la insoportable rutina de una vida ordinaria y se embarca en una gran aventura hacia tierras exóticas. Todos pensaban de forma casi pueril que sería una especie de campamento de verano: una guerra corta y civilizada que Inglaterra no tenía forma de perder. Sin experiencia militar –y con escasa experiencia vital, pues muchos ni siquiera habían alcanzado la cota reglamentaria de diecinueve años y mintieron flagrantemente sobre su edad a los oficiales de reclutamiento–, pobremente equipados, ninguno de ellos estaba preparado ni podía imaginar la espantosa trinchera de cuatro años infernales en la que estaban a punto de hundirse.

¿Cómo es que un puñado de jóvenes, con toda una vida por delante, decide arrojarse con semejante temeridad en brazos de la muerte? ¿Cómo es que, en ocasiones, tantos creen servir los intereses de su país cuando en realidad sirven los del déspota de turno? Por aquellos mismos tiempos, hacia la otra orilla del Canal de la Mancha, en el corazón de Francia, un todavía joven, aunque maduro Stefan Zweig contemplaba una escena similar y observaba con asombro esa misma inusitada pulsión bélica, mientras reflexionaba y se preguntaba:

[…] en 1914, después de casi medio siglo de paz ¿qué sabían las grandes masas de la guerra? No la conocían. Apenas habían pensado en ella. Era una leyenda y precisamente la distancia la había convertido en algo heroico y romántico. Seguían viéndola desde la perspectiva de los libros de texto y de los cuadros de los museos: espectaculares cargas de caballería con flamantes uniformes; el balazo mortal siempre disparado noblemente en medio del corazón; la campaña militar entera era una clamorosa marcha triunfal. “Por Navidad volveremos todos a casa”, gritaban a sus madres los reclutas, sonriendo, en agosto de 1914. ¿Quién, en los pueblos y ciudades, recordaba la guerra “de verdad”?

En lugar de esa romántica epopeya, lo que tuvo lugar fue una atroz carnicería sin tregua, en medio de un lodazal erizado de alambradas, durante cuatro años funestos. Fue la última guerra de la antigüedad, en la que buena parte de los pertrechos eran cargados todavía a pulso o trabajosamente transportados mediante tracción de sangre; fue también la primera guerra de la modernidad, en la que hicieron aparición a gran escala la artillería pesada, los primeros tanques y las primeras y siniestras armas de exterminio masivo: bombas, gases, aviones, ametralladoras inclementes capaces de liquidar un batallón entero en cuestión de minutos. En definitiva, fue un conflicto que marcó el fin de la épica y la gallardía de la lucha cuerpo a cuerpo y, en su lugar, dio paso a la maquinal aniquilación del enemigo mediante un ciego aparato homicida, dejando una estela de sufrimiento y destrucción inconmensurables; todo ello como consecuencia de los inflados y coléricos egos imperiales europeos, que utilizaron a su juventud como carne de cañón al tiempo que cavaban su propia tumba sin sospecharlo.

El cineasta neozelandés Peter Jackson –quien saltó a la fama por llevar a la gran pantalla la trilogía El Señor de los Anillos de Tolkien–, como homenaje póstumo a sus antepasados que participaron en la contienda, se dio a la tarea de recuperar y aggiornar el material audiovisual existente sobre la Gran Guerra. El resultado es un sobrecogedor documental, que lleva por título el que encabeza estas líneas (They Shall Not Grow Old, en su original), crudo y escabroso como lo fue la realidad misma del conflicto. No es apto para todo el mundo por la descarnada y estremecedora crudeza de sus imágenes, pero nadie que lo vea permanecerá indiferente ante los horrores de la guerra, esa atroz continuación de la política por otros medios de la que hablaba Clausewitz. ¿Quién podría soportar la recurrente visión de un amasijo informe de hombres, trincheras, metralla y alambradas, girando sobre sí mismo hasta la extenuación durante cincuenta meses eternos, sobre un paisaje apocalíptico que se extendía hasta donde alcanzaba la vista?

Un buen día, sin que pareciera haber un claro ganador, sin que se hubiera alcanzado un hito u objetivo particular, casi que por obra del mero hastío y el agotamiento, a las 11 de la mañana del 11 de noviembre de 1918, cesaron las hostilidades. Esta vez no hubo euforia ni celebración, sino una íntima liberación de vencedores y vencidos, una especie de alivio y contenida alegría por poder despertar al fin de lo que a esas alturas era ya una pesadilla eternizada sin propósito ni justificación plausibles. Luego, de la misma forma súbita y atropellada en que lo habían dejado todo por la guerra, les tocó a los soldados emprender el regreso al propio país sin pena ni gloria; transformado ahora en un país distinto: frío, irreconocible y hostil, en nada parecido al que habían abandonado cuatro años antes en medio de vítores y aclamaciones. Ahora, queriendo pasar sin demora la ignominiosa página de la guerra, nadie parecía querer oír hablar de las batallas y sus rigores ni relacionarse con cerriles excombatientes.

A duras penas pude llegar consternado al final del documental, pues se me hizo intolerable pensar que ese infierno que yo había vivido a distancia y desde la tranquilidad de una habitación silenciosa y apacible durante poco más de una hora, fue la vida diaria de millones de combatientes durante cuatro años dantescos. Para muchos, más de un millón de ingleses solamente, fue también la última morada. Pero hubo otro pensamiento que me mortificaba todavía más: el sinsentido de que aquellos jóvenes caballerosos, alegres y desenfadados del partido de rugby veraniego en la campiña inglesa, hubieran tenido que cruzarse luego como temibles y mortíferos adversarios sobre el campo de batalla.

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