Javier Contreras
Cuando en otros países se habla sobre Venezuela, el abanico de opciones incluye desde la sorpresa hasta la tristeza, pasando por la indiferencia y la crítica tanto al gobierno nacional como a la dirigencia política de oposición, e incluso se cuestiona el accionar de la ciudadanía, bien por, supuestamente, conformista o bien por desarticulación en sus demandas.
Dejando a un lado las observaciones que se hacen respecto al comportamiento de la gente, generalmente de sectores que repiten la infeliz formulación: “Esto se acaba cuando los pobres se molesten y salgan a la calle”, aseveración que contiene en proporciones iguales desconocimiento de la vida de la sectores populares y falta de horizonte político, resulta interesante pensar en lo que Venezuela representa para quienes, desde otras latitudes tratan de analizar nuestra situación.
Hoy somos exportadores de migración altamente cualificada -la mayoría- rasgo que resulta insuficiente para no empezar a ser percibidos como huéspedes no deseados en cada vez más países.
También, somos ejemplo del despilfarro de recursos que nunca se convirtieron en riqueza real, porque como se ha dicho en infinidad de ocasiones, los ingresos de la renta petrolera no potenciaron un sólido aparato productivo nacional.
Representamos la cara visible de la debilidad institucional, esa que creció durante años de clientelismo, cierto grado de exclusión social, paternalismo estatal, populismo y antipolítica, proceso que muestra actualmente el peor de sus resultados.
Conviene tener claro que, aunque es importante la imagen que proyectamos hacia afuera, no es desde afuera que vendrán las soluciones, reconstruir la imagen de Venezuela en el exterior y, por tanto, su capacidad de negociación y posicionamiento será un proceso quizá directamente proporcional a la duración del deterioro que hoy vivimos.