Por Luis Ovando Hernández, s.j.*
Más refranes
Continuamos hablando sobre refranes tomados de la mano de San Lucas, para sacar algún provecho para nuestras vidas y beneficio de los demás; añadimos a los dos proverbios de la semana pasada, otros cuatro: “ciego guiando a otro ciego”, “sacar la mota del ojo ajeno”, “por sus frutos los conocerán” y, el que comentaré con más detenimiento: “de lo que rebosa el corazón, habla la boca”.
La persona es probada en su conversación
El capítulo 27 de Sirácides nos hace reflexionar sobre la realidad de las palabras y discursos, ayudándose de imágenes y metáforas del cotidiano para que entendamos que del mismo modo que la criba “separa” la cosecha, el horno “prueba” las vasijas, y el fruto “revela” el árbol, las palabras “descubren” a las personas; es más, la persona es “probada” en su conversación.
El capítulo del libro sapiencial del Antiguo Testamento concluye con una máxima lapidaria: “No elogies a nadie antes de oírlo hablar, porque ahí es donde se prueba una persona”. De igual modo que intuimos que la mirada es una ventana a nuestro mundo interior, las palabras revelarían nuestra más genuina intimidad; nuestras conversaciones serían pues la “radiografía” de lo que realmente somos como personas, de lo que llevamos dentro, de nuestras aspiraciones, expectativas, esperanzas.
¿Esto es así? En este tiempo que nos ha tocado vivir, “detectar” la verdad siguiendo atentamente las palabras, no revela necesariamente el corazón de la persona. La razón es sencilla de explicar: hoy día, la mentira no es lo contrario a la verdad, sino que ésta última es “empapelada”, ocultada, manoseada, etc. Hay “verdad” en el ambiente, pero lo que se muestra no es la contundencia inequívoca y meridiana de los hechos y las pruebas, sino un “producto”.
Así las cosas, las palabras y discursos no descubren inmediata e inequívocamente a la persona, si bien es razonable el proverbio–consejo de no elogiar a nadie, hasta no oírlo hablar.
Descubrir la verdad
Algunos entendidos han definido el contexto actual como de “posverdad”. Es decir, la negación de la verdad no por la vía de la sobreexposición de mentiras, sino mediante la explotación de los sentimientos y emociones: “si a mí me gusta, entonces es verdad”. No se trata de relativizar la verdad (“cada cabeza es un mundo”, se decía); es más bien cubrir la verdad con un ropaje discursivo de modo que se niegue lo evidente: no es decir mentiras, sino negar la verdad. Esta operación se hace con una determinada intención, que en no pocas ocasiones no es buena.
Un uso indebido de los “mass media” y las redes sociales en la línea de lo apenas dicho, los convierten en la herramienta favorita de la posverdad: son el canal privilegiado para negar los hechos, “volteando la tortilla” a beneficio propio. Poco a poco, la posverdad se ha convertido el instrumento preferido de los autoritarismos políticos.
De este fenómeno, los venezolanos tenemos experiencia abundante. Para ejemplo, un botón: en Venezuela no hay niños de la calle, sino “niños de la patria”, se nos dijo en su momento. Todos sabemos y estamos conscientes de la situación actual de la indigencia infantil en nuestra injustamente desolada tierra.
A pesar de lo afirmado hasta aquí, los seres humanos no renunciamos a la verdad, en el sentido doble de lo que las lecturas bíblicas sugieren: conocer íntimamente a las personas y “cribar”, es decir “separar” la verdad de lo que no es.
Para ello —y esta es la hermosa invitación que se nos hace en el VIII domingo litúrgico—, debemos echar mano del discernimiento, que es un medio eficaz para descubrir la verdad y conocernos recíprocamente.
Las palabras y discursos propios y ajenos deben pasar por el “colador” que es el discernimiento. Solo así nos daremos cuenta si estamos o no en presencia de personas coherentes, porque sus palabras son confirmadas por sus acciones, y sus acciones se hallan dentro del marco de sus palabras: no es suficiente con afirmar que se es democrático —por ejemplo—, sino que hay que comportarse democráticamente.
El otro aspecto fundamental del discernimiento es la realidad, pues ésta se convierte en el criterio, en el examen de nuestros discursos pronunciados u oídos. Podemos vivir queriendo tapar el sol con un dedo, pero él continúa ahí, iluminando y procurándonos calor. Igual ocurre con la realidad, que terca y empecinadamente niega o confirma las palabras.
La persona de Jesucristo
Jesús de Nazaret es la realidad por antonomasia. Él es el criterio de discernimiento por excelencia. Jesucristo, su persona y misión, sus palabras y acciones, nos ayudan en esta tarea. El Señor, que es “el camino, la verdad y la vida”, afirma que nuestras palabras reflejan lo que llevamos en el corazón, y las palabras se traducen luego en eventos bienintencionados o menos.
“No elogies a nadie, antes de oírlo hablar” es una invitación a ser ponderados, pacientes a la hora de pronunciarnos, discerniendo bien lo que es verdad de aquello que es ropaje, oropel, palabras manoseadas que tocan nuestras teclas emotivas y disparan nuestros resortes sentimentales.