Por Juan Salvador Pérez*
Continuamos este seriado de entrevistas que, en medio de la pandemia mundial, quisimos proponer desde la Revista SIC para invitar a pensar en lo más elemental y significativo de la vida. Eso que se hace presente con especial énfasis en momentos de mayor dificultad como los que enfrenta la humanidad actualmente. En esta ocasión tuvimos la oportunidad de conocer la visión de Nelson Rivera, director del Papel Literario de El Nacional, desde 1995. Miembro del Consejo Editorial de ese diario, desde 1993. Y quien también se ha desempeñado como consultor en el ámbito de las comunicaciones empresariales.
La entrevista gira, principalmente, en torno a 4 temas: oración, cambio social, solidaridad y literatura, en medio de un contexto inédito, como el que estamos enfrentando. La reflexión comienza abordando el siginificado, el sentido que tiene la oración, tanto para el creyente como para el no creyente. Luego, se hace un cuestionamiento a los posibles cambios y/o aprendizajes de nuestras sociedades post pandemia; así como el tema subyacente del heroísmo, la solidaridad y la compasión visibilizado por diversos medios de comunicación. Y, finalmente, no podía quedar atrás, el papel de la literatura en la adversidad .
1. Estas situaciones bordes que vive la humanidad, nos llevan a todos -de una forma u otra, creyentes o no- a encontrarnos íntimamente con nuestras preguntas. El Cardenal Carlo María Martini s.j. y Umberto Eco, alguna vez reflexionaron epistolarmente sobre ello, y hoy quisiera abordar este tema. ¿En qué consiste la oración del que no cree? ¿Y en qué consiste la oración del que cree?
Todo ser humano es, en su fundamento, un orante: alguien capaz de súplica y ruego. Ora el creyente y también el que se afirma como no creyente. Cuando uno y otro, en sus pensamientos o en sus palabras piden una solución o una gracia, que está más allá de sus fuerzas, son semejantes. Quiero decir con esto, que los humanos nos asemejamos en la impotencia, cuando reconocemos que no lo podemos todo. Pero esta impotencia, que consiste en escuchar la voz interior que dice, solo no puedo, es liberadora. No es comparable a una derrota. El reconocimiento humano de sus propios límites, tiene una recompensa: nos sitúa con más claridad en el mundo y nos acerca a nuestros semejantes. Es algo en lo que no pensamos nunca, pero la impotencia aglutina, estimula la convivencia. Nos aproxima a la verdad, a ese lugar donde nos interrogamos por las tensiones entre potencia e impotencia, entre facultad y carencia, por las fronteras entre persona y sociedad.
La distinción entre el que cree y el que no cree, me parece, podría ser un tanto incierta: el humano es un ser de creencias. La misma declaración del que dice, no creo, es una expresión de credulidad. Hay una inclinación, un fondo de credulidad en lo humano. Somos seres de creencias. Incluso en el más extremo de los cínicos o en el sujeto demoníaco, están presentes las creencias, es decir, la realidad de las dudas y el impulso a la oración. Toda oración vislumbra la existencia de una fuerza que sobrepasa y trasciende lo humano. Toda oración comparte un sentido: se dirige a lo infinito, al poderío de lo que no alcanzamos a constatar.
En la oración de quien tiene una fe -una confianza, más o menos configurada-, hay continuidad y dirección. Es palabra resonante, que se conecta con otros y avanza hacia Dios, hacia la idea de Dios. Esta es, en un primer pensamiento sobre su pregunta, una diferencia fundamental. La oración del no creyente se produce bajo el riesgo de constituirse en voz sin resonancia. Ruego legítimo, que no irradia más allá de sí mismo. Quien dice no creo, asume la impotencia de lo humano. Y afirma: no hay nadie o nada más allá. Pero esto es dudoso: si ora, es porque presiente que, a pesar de su negación, algo hay. Algo, que no vemos, existe. El creyente, al contrario, persiste. Dice: hay una fuerza más allá, que puede actuar a mi favor. Por lo tanto, oro y lo hago porque esa fuerza sigue allí y me escucha.
2. Boccaccio comienza su novela Decamerón (1352) -precisamente saliendo de la Peste Bubónica que asoló Italia- con esta frase: “Humano es apiadarse de los afligidos”. ¿Luego de esta pandemia, la humanidad será más solidaria? ¿Habremos aprendido la lección?
La reacción a la desgracia, especialmente si ella es sobrevenida, es universal. Nuestra estupefacción se acrecienta bajo algunas circunstancias: cuando alcanza a personas indefensas, cuando acaba con las vidas de niños, cuando tenemos la idea de que las víctimas hubiesen podido salvarse, si no se hubiesen producido errores u omisiones. Pero cabe hacernos una pregunta, sobre qué es lo que nos aflige: si lo que vemos o el anuncio implícito, de que nosotros podríamos ser las próximas víctimas.
La mediatización del dolor ajeno tiene un doble afecto, tal como ya hemos tenido tiempo de comprobar con el COVID-19. En primer lugar, nos trae imágenes y relatos del sufrimiento, pero vertidos en un formato que se repite hasta la saciedad: el de los noticieros, que nos entregan 20 a 30 segundos de una desgracia, antes de saltar a la siguiente. El dolor se uniformiza. Las malas noticias se suceden unas a otras. Compactada, descrita con voz de dicción impecable, la aflicción pierde su especificidad. La sucesión de noticias cauteriza nuestra sensibilidad. La acota. La inscribe en un marco. Luego del enésimo de reporte de las víctimas de ayer, la única pregunta que el televidente se formula, cada vez con mayor impaciencia, es cuándo se acabará la pandemia, cuándo podrá regresar a su anterior cotidianidad.
Así las cosas, creo que no hay lección. No aprenderemos nada. El cuadro mental planetario, ya ha sido perfilado, en tres segmentos. El primero: una inmensa mayoría, víctima: o del virus o de la debacle económica mundial (que, con el paso de los días, mostrará un rostro cada vez más amenazante). El segundo: unos culpables/responsables de la devastación: China, los gobiernos, los viajeros. El tercero: unos héroes, que son los médicos, los paramédicos, los trabajadores sanitarios, los farmaceutas, los científicos, los uniformados, los funerarios, los conductores de ambulancias, los activistas de las oenegés que exponen su salud, los que han continuado trabajando para garantizar que podamos comer y estar informados.
Esos héroes, no solo salvan vidas y hacen posible que sigamos con la nuestra: también nos permiten repetir una de las operaciones predilectas de la modernidad: delegar la responsabilidad ciudadana en los héroes de la solidaridad. El solidario, el que expone su integridad para proteger la de otros, el que da sin esperar nada a cambio: he aquí tres figuras que gozan de especial aprecio en nuestro tiempo. Tienen esta capacidad: nos exoneran de actuar. Nos hacen sentir que, con aplaudirles y concederles mérito, ya hemos cumplido con la sociedad. En otras palabras: hacen más cómodo y liviano nuestro egoísmo, nuestro individualismo extremo y blindado.
3. No pocas han sido las pestes que han azotado a la humanidad y han cambiado el rostro de la vida de los seres humanos, su comportamiento social. Pero, sobre todo, destaca la conducta de los cristianos ante estas circunstancias. En 1591, Luis de Gonzaga se echa encima a aquel enfermo gravísimo que se encuentra tirado en la calle y lo lleva hasta el hospital, contagiándose él mismo, del tifo que lo mataría. ¿Qué significa hoy “echarnos al hombro” a ese enfermo?
Es un relato que interpela, pero solo a un pequeño grupo de la sociedad. Diré más: a esa pequeña élite que, a contracorriente de la banalidad y la autocomplacencia reinante, todavía se hace preguntas de orden ético, preguntas sobre el vínculo propio con los demás.
Hay en su pregunta, algo revelador e inquietante. Deliberado o no, Gonzaga asume el camino del sacrificio. Quiero decir: rompe, no solo con los lastres más inmediatos de la existencia, sino con el movimiento esencial de la condición humana, que es de la preservación de la vida. Gonzaga toma el testigo de Jesús de Nazareth. Se atreve a cargar con dolencias que no son las suyas -ese ser agónico que está pronto a morir, encarna al pobre y al olvidado-. Echarse al enfermo al hombro es, en lo esencial, un acto de amor. No uso la palabra gesto, porque no es efímero. Es decisivo. Cambiará el curso de su vida: le pondrá fin. Un cínico podría decir: se sacrifica por alguien desahuciado. Digo lo contrario: en lo que tiende sus brazos para levantar al enfermo queda ratificada la esperanza.
En ese acto de empatía gratuita de Gonzaga, de disposición al sacrificio, de apertura amorosa a un semejante que no es más que un desconocido a punto de morir, quizás está el poderío, la durabilidad, la vigencia del cristianismo. Todo lo que la escena irradia, nos devuelve a temas esenciales: la fuerza de la fe, la exclusión, la aporofobia, el individualismo patológico, el predicamento que asocia y funde, sacrificio y rentabilidad.
Una vertiente a considerar -solo una- es si la institucionalidad eclesial es capaz de revitalizar y diseminar la prédica de la esperanza, que tanta falta hace en el mundo. Es una curiosa brecha: la necesidad está allí, pero no está recibiendo, es mi intuición, una respuesta alentadora. El terreno está sembrado, pero no lo ocupan ni los políticos, ni las instituciones, ni los hombres de fe. ¿Por qué digo que está sembrado? Porque lo cristiano, la corriente de la cristiandad, está hondamente arraigada en Occidente. Es posible que ahora no esté en la superficie o que no sea tan evidente o que aguarde arrinconada. Pero sigue allí, puesto que es imprescriptible. No ha desaparecido ni desaparecerá porque es el elemento esencial de nuestra civilización judeo-cristiana. Lo cristiano está en nuestra constitución, en nuestra configuración.
Vuelvo a su pregunta: ¿Qué significa echarse encima a ese enfermo? Creo que significa resistir. La compasión, en esta época de egoísmo salvaje, narcisismo, culto a la banalidad y noticias falsas, es un modo de resistir. De hacer caso omiso a los cantos de sirenas. Quien cultiva la compasión, quien escucha su pulso, quien incorpora al otro en sus pensamientos y oraciones, resiste. Hay quienes creen que, a la crueldad del poder, hay que oponer una crueldad equivalente. Ojo por ojo. Eso no soluciona nada, sino que alimenta el círculo de la violencia. Creo que la única respuesta genuina y útil de la que disponemos, los imprescriptibles cristianos, tiene su fundamento en la compasión.
4. ¿Cómo se entiende todo este revuelo desde la literatura?
El conocimiento que tengo de los escritores me impulsa a esta especulación: son muchos los que están en estado de perplejidad. Tengo amigos que me han hablado de ello y también lo he leído en Twitter. Hasta los más disciplinados han entrado en una especie de parálisis temporal, con respecto a sus rutinas creadoras: no leen, no escriben, han dejado sus respectivas escrituras, hasta nuevo aviso. Ese es un dato de la magnitud del impacto emocional que nos ha causado la pandemia.
Estas declaraciones, probablemente nos autorizan a pensar que las noticias, la movilidad del virus, el torrente metafórico y especulativo que ha originado, el punto de partida en un mercado ubicado en una provincia de China donde el murciélago es parte de la dieta, la irrupción de la clase médico-sanitaria en las pantallas de cada hogar, todo ello guarda algo cautivador, que nos desplaza a una zona en suspensión. No alcanza a ser una serie todavía (lo será muy pronto, ya debe haber productores trabajando), pero sí que es una experiencia seriada: a medida que avanza, debilita el interés del telespectador.
Una variante de los literatos, los pensadores de oficio -filósofos, autores de libros de tendencias, futurólogos- han aparecido para anunciar que la pandemia ha llegado para erigirse en el hito que marca el final de una época y el comienzo de otra. La pandemia aparece como la madre de las catástrofes y el inicio de la era viral. Se han producido, no pocos exabruptos, como el que dijo que la epidemia era una invención. Me parece que todavía nadamos en aguas revueltas: es temprano para saber qué pasará con la creación -si es que ocurrirá algún giro sustantivo o no-.
*Magister en Estudios Políticos y de Gobierno. Miembro del Consejo de Redacción de SIC