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Narrar al país en tinieblas

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La siguiente crónica describe la experiencia del equipo de periodistas de Radio Fe y Alegría durante el primer Apagón Nacional. Cuenta cómo la radio, en medio de la oscuridad, logró ser esperanza para muchos venezolanos y exiliados que por horas se sintieron solos e incomunicados.

Por Héctor I. Escandell Marcano | Radio Fe y Alegría 

– Aló, ¿Fe y Alegría?

– Buen día, dígame, está al aire.

– Llamo desde Maturín, estoy en pleno proceso de parto, estoy en el hospital.

– Señora, ¿cuál es su nombre?

– ¡Estoy en proceso de parto y no hay luz, no hay insumos y me están pidiendo de todo. Ayuda!

– Señora, dígame su nombre, por favor. ¿En qué hospital está?

– ¡Tu, tu, tu, tu…! –se escuchaba el tono de la línea ocupado.

– ¿Aló, señora? ¿me oye?

– ¡Tu, tu, tu, tu…!

Palabras más, palabras, menos. Todos quedamos en shock, en el sitio, sin saber que pasaba y sin más datos para ayudar a esta mujer que jadeaba pidiendo ayuda a través de la radio. Nosotros, en los estudios, también estábamos en un parto, pujábamos y hacíamos esfuerzos por seguir al aire. Era la segunda mañana del segundo apagón de marzo. La batería de una laptop decía: “low batery, 15 %, conecte el cargador”.

Prender la radio

El primer apagón nacional nos agarró en pleno trabajo periodístico. Las luces de la radio parpadearon dos veces y acto seguido, solo se escuchaba el ruidoso pitido de los sistemas de alimentación ininterrumpida (UPS, por sus siglas en inglés) y los reguladores de voltaje. Ese 7 de marzo transmitimos una rueda de prensa convocada por las autoridades de Fe y Alegría y de la Asociación Venezolana de Educación Católica (AVEC); hablaron de los deprimidos salarios que ganan los maestros, de la diáspora y de los niños dejados atrás. Los datos fueron alarmantes, pero lo más dramático fue ver como su impacto se desvaneció con el apagón. Al día siguiente nadie comentó nada de los más de ocho mil chamos de las escuelas que han visto partir a sus padres y se quedan al cuido de alguien que, en el mejor de los casos, puede ser la abuelita.

Venezuela se quedó en tinieblas, la oscuridad se apoderó de todo, las antenas de la telefonía quedaron para nidos de pájaros y el sintonizador de la radio no emitía más que lluvia. Solo se escuchaban las emisoras del gobierno “con declaraciones de guerra a los saboteadores del sistema eléctrico” y las de algunos circuitos que decidieron poner música. En Caracas, Unión Radio hizo lo que pudo; desde su lógica y desde el alcance de sus transmisores intentaban explicar lo que pasaba. Nosotros nos veíamos las caras y confirmamos la premisa que desde algunos años atrás repetimos sin cesar: “Radio Fe y Alegría sirve abierta, no cerrada”.

Al segundo día de oscurana se nos prendió el bombillo, nos sacudimos los lamentos y pusimos en práctica los precarios planes de contingencia que habíamos diseñado por si algún día se cumplían los pronósticos de los profetas del desastre. Ensayo y error, ensayo y error, ensayo y acierto. Después, otra vez, error, error, error, error, y al final, un acierto que produjo nuevamente la magia de la radio.

Cuando hubo luz, no hubo Internet, cuando conseguimos Internet, el ancho de banda no era suficiente para levantar el streaming (señal de Internet). Frustración, angustia y calentera. A empezar de nuevo. Con un compañero de la Red de Radios Jesuitas de América Latina y el Caribe conseguimos un servidor que trabajaba sin alta velocidad de navegación, él también nos recomendó una aplicación para teléfonos inteligentes con la que logramos superar el problema eléctrico de una cónsola, micrófonos y computadoras. Solo con un móvil y con los datos de Movistar ya estábamos al aire (por Internet).

Comenzamos a la lanzar mensajes al viento como botellas al mar, de pronto nos percatamos que la diáspora era una verdad absoluta. La mensajería de WhatsApp, de Instagram y de Twitter daba cuenta de la angustia generalizada. Desde Santiago, Buenos Aires, Madrid, Miami, Texas, Bogotá, Londres, y hasta de Australia, llegaban mensajes de gente queriendo saber de su familia en Barquisimeto, en Carora, en Mérida, en Boconó, en San Juan o San Fernando. En fin, hijos añorando la voz de las madres; padres queriendo saber  si sus hijos tenían comida y agua. En no más de dos horas, los migrantes se volcaron a nuestra señal y reconfirmamos que las estadísticas tenían nombre y apellido, que las familias separadas eran más que argumentos políticos. Que la diáspora tiene rostro y que en ese momento sufría también por el apagón.

Con la radio prendida, hubo un consenso en el equipo y era hora de informar y de acercar a las familias. No era tiempo de opinar y hablar de lo obvio: los culpables. Decidimos que nuestro esfuerzo se iba a dedicar a ofrecer un servicio público. Comenzó la búsqueda de hospitales con planta eléctrica, de centros para el abastecimiento de agua y comida. La gente lo agradecía y nos daban lecciones de solidaridad cuando ponían a la orden sus recursos para aliviar las penas de otros. No fue fácil lidiar con los que se aprovecharon del momento y vendieron hasta la forma de caminar. Las denuncias de recargas eléctricas de celulares y de botellitas de agua por un dólar comenzaron a llegar conforme aumentaba la desesperación.

Radio prendida, radio conectada

Con la señal de Internet viajando por los confines del mundo, ahora necesitábamos llegar a más gente dentro del país. En Maracaibo, nuestros compañeros lograron prender una planta y levantar un transmisor de baja potencia, pero no con el alcance suficiente para llegarle a la ciudad más poblada del país. En las horas de interconexión, las llamadas y los mensajes eran incontables, los auxilios de no tenemos comida y agua nos dejaban el alma en vilo. Lo mismo pasó cuando los periodistas de Lara lograron salir al aire. Desde un punto “X” los guaros aparecieron en el mapa de la barbarie. A los cinco días los merideños comenzaron a transmitir, antes lo hicieron en Guárico, San Fernando, Cumaná, El Tigre y Guasdualito. En Guayana el apagón duró poco, pero la señal de las compañías telefónicas no vio luz y se quedaron aislados. Desde Amazonas denunciaban que el oro y los pesos habían desplazado al “Soberano” y la mayoría no tenía para comprar nada. Poco a poco nos dimos cuenta de la magnitud del desastre.

En la televisión del gobierno, los ministros reportaban normalidad y los moderadores instaban a las familias a jugar perinola y trompo, a los papás, a pasar más tiempo con sus hijos y a dejar de lado los celulares. Nosotros insistíamos en enviar mensajes para que alguien le avisara a otro alguien que la familia estaba bien. Con luz y agua.

Uno de esos días, el ministro de Salud afirmó que en los hospitales no había muerto nadie por causas del apagón, mientras que en el estado Zulia, un personaje del gobierno llegó a decir que los fallecidos en un hospital zuliano igual morirían, con luz o sin luz. Una verdadera tragedia discursiva. La realidad era absolutamente contraria. Solo en nuestro entorno cercano murieron tres familiares de compañeros y compañeras que vieron su luz apagar porque la falta de electricidad no permitió que encendieran las máquinas de diálisis, el respirador y el tomógrafo que necesitaban con urgencia. La radio sirvió para narrar la realidad pura y dura que dejaron estos días de oscuridad.

Las redes que salvan

La página Web y el Twitter también guerrearon con el blackout comunicacional. Sin luz no había datos ni voz, los celulares solo funcionaban para alumbrar y jugar. El Twitter ardía desde el extranjero y poco a poco la gente comenzó a reconocer los puntos vivos de las antenas repetidoras que se mantenían cargadas. Los periodistas de Fe y Alegría buscaron y encontraron cuáles eran las operadoras que funcionaban para enviar reportes a través del WhatsApp que llegarían a destino horas o días después. Los de la frontera se encontraron con operadoras colombianas que cruzaron la raya imaginaria y servían en algunos puntos. La periodista de Amazonas, por ejemplo, cruzó el río en un bongo hasta el pueblo de Casuario, en Colombia, para pedir prestada una conexión de Internet inalámbrico y enviar un reporte a Caracas. La señal de humo indicaba que los habitantes del sur estaban “bien”: con luz y con un poco de agua.

Las redes se tejieron de a poco, para la gestión informativa fueron fundamentales los periodistas que alguna vez pasaron por nuestros estudios y hoy andan por el mundo. Desde Lima y Buenos Aires, dos compañeros con ADN Fe y Alegría asumieron voluntariamente la publicación de contenidos en Twitter y Web ante el silencio forzado de nuestros servicios digitales.

 Por otro lado, radios de Bolivia, Paraguay y Argentina retransmitieron nuestra señal por varias horas y en varios días, para informar a los compatriotas que están sembrados por esas tierras de los andes y del cono sur. Las redes salvan, y una vez más quedó demostrado con la solidaridad de los que prestaron sus servicios y sus talentos para lograr el objetivo de informar en medio de la oscuridad.

Querer “a veces” es poder

En el estudio nos alumbramos con los celulares, utilizamos las baterías de las computadoras y conectamos unos auriculares. Con los servicios de Digitel y Movistar encendimos la señal de nuestra radio; y digo nuestra, porque una vez más todos fuimos corresponsables de la hazaña en medio de la precariedad. La radio fuimos todos, la señal logró salir de esas cuatro paredes oscuras gracias al ingenio y al sacrificio de muchos, a más de cuarenta años experimentando la comunicación popular, ensayando, fallando e intentando hasta lograrlo. Cada vez que el chat de un compañero decía: fulano está grabando un audio, nos alegrábamos porque eso significaba que venía un reporte, la evidencia de que estaban con vida y trabajando.

Por la ventana de nuestra radio se veía a las familias arrastrar pimpinas cargadas de agua, empujaban con el orgullo más que con la fuerza de los músculos. Unos kilómetros más allá estaban los zulianos, desesperados por un poco de hielo; los larenses se bañaron en el Río Claro; los guariqueños le rezaban a San Juan, y los maracayeros redescubrieron riachuelos y alcantarillas para sacar un poquito de vida. En Caracas, el Ávila se impuso una vez más; a sus pies, cientos de personas esperaban para agarrar agua de la montaña que –nuevamente– salvó la vida a los habitantes de la capital. Así como en la mitología indígena, el Waraira Repano volvió a evitar la catástrofe. Mientras tanto, en el estudio estábamos nosotros –siempre en plural–, se respiraron ganas de trabajar, de acompañar, ganas de informar.

Eran casi las doce del mediodía cuando el teléfono volvió a repicar:

– Aló, buenos días, ¿con quién hablamos?

– Aló, estoy llamando desde Cabimas, mijo. Te estoy escuchando desde el celular, aquí ya tenemos una semana sin luz. ¿Qué pasa?, ¿qué le hicimos los zulianos a este Gobierno pa’ que nos trate tan mal?, aquí en mi casa ya no hay que comer, no hay agua. ¿Será que nos quieren matar de una vez por todas?

– Señora, ¿me dice su sombre?, por favor.

– Hijo, el gobernador dice que están trabajando, pero aquí no ha llegado ni una gota de luz. Gracias por informar, aquí las radios que se oyen tienen es música, que Dios los bendiga a ustedes. No nos dejen solos.

– ¿Señora, aló…?

– ¡Tu, tu, tu, tu…!

Los días de apagón se convirtieron en un reto de sobrevivencia para los venezolanos ya golpeados por la escasez, la hiperinflación y la emergencia humanitaria; también significó un ejercicio de serenidad para las masas y dejó en evidencia –una vez más– la torpeza de quienes no operan lo que queda de Estado.

 Para los comunicadores de Radio Fe y Alegría Venezuela fue un ejercicio de coherencia y compromiso con la noticia, con la gente. En sus casas tampoco había ni agua, ni comida, pero igual sacrificaron tiempo y familia para caminar, constatar y narrar las horas más oscuras.

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diciembre 10, 2024
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