Laureano Márquez
El episodio tiene por escenario el Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Decir Universidad de Salamanca es hablar de la universalidad de la universidad: es la más antigua de España y una de las primeras del mundo. Se celebra el Día de la Hispanidad; el rector, don Miguel de Unamuno, ya anciano, preside el acto. Doña Carmen Polo, esposa del general Franco, se encuentra presente en representación del Caudillo. Un dirigente ultranacionalista pronuncia un encendido discurso en el que ataca violentamente a Cataluña y a la Vascongadas, calificando estas regiones como “cánceres en el cuerpo de la nación El fascismo, que es el sanador de España, sabrá cómo exterminarlas, cortando en la carne viva, como un decidido cirujano libre de falsos sentimentalismos”, más o menos lo que nuestro gobierno ha pensado en los últimos 14 años de todo el que le adversa, incluidas, naturalmente, las universidades nacionales a las que no ha logrado doblegar, ni por la violencia, ni por la brutal asfixia financiera. Alguien en el paraninfo, entusiasmado por el discurso, grita: “¡Viva la muerte!, famoso lema de la Legión Española, original de Millán Astray, quien se encontraba en la sala y ante ese grito saltó como un resorte orquestando, entre sus seguidores, que se habían presentado al acto portando metralletas, himnos legionarios fascistas a favor de la guerra. Unamuno, que había dicho que no hay cosa más incivil que una guerra civil, tomó la palabra y aquél lo interrumpió con el famoso grito de “¡muera la inteligencia!” (en verdad el grito original parece haber sido el de” ¡mueran los intelectuales!”, lo que en el fondo viene siendo lo mismo, quizá por eso la historia ha querido recordarlo de la otra manera).
¡Muera la inteligencia! Cuando uno ve las imágenes de un autobús siendo incendiado en el rectorado de nuestra alma máter, junto a las obras de arte que la han hecho Patrimonio de la Humanidad, pero por lo visto no de los venezolanos, cerca de nuestro paraninfo, debajo de las oficinas del Rectorado, donde se encuentra la silla de Vargas, el rector magnífico de nuestra universidad —quien alguna vez le dijera a Carujo que el mundo era del hombre justo, del hombre de bien— no se puede pensar en otra cosa que en la fuerza que tiene la brutalidad, en el poder extraordinario de la ignorancia, en el daño que puede hacer la falta de academia, de estudios, de libros, de bibliotecas y, en definitiva, de cultura. Solo un enemigo del pensamiento libre, solo un enemigo de la inteligencia, del progreso, puede atreverse a tanto. Con razón dijo Andrés Eloy Blanco, al lanzar al mar los grillos del castillo de Puerto Cabello, al término de la dictadura gomecista: “Vayamos ahora a la escuela a quitarle a nuestro pueblo los grillos de la cabeza, porque un pueblo ignorante es presa fácil de la tiranía”. Santa palabra.
Es una hora triste para la inteligencia nacional. Algún día, cuando toda esta tragedia de destrucción pase, habrá que reconstruir el alma del nacional para el bien y la justicia. En esa tarea, nuestras universidades, que van a sobrevivir, porque no es la primera vez que son víctimas del ensañamiento de la tiranía, tendrán un importante trabajo que hacer en la reconstrucción del espíritu de libertad y la tolerancia, que debe orientarnos y que está en la base de su existir, porque desde Salamanca la universidad es la “casa que vence la sombra con su lumbre de fiel claridad”. Mientras tanto, hagamos nuestras las palabras con las que Unamuno respondió a la violencia fascista:
“Este es el templo de la inteligencia… Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha —me parece inútil el pediros que penséis en Venezuela—. He dicho”.
¡Viva la inteligencia!