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Morir lejos de casa

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Jorge Márquez

El exilio médico de los venezolanos

María Laura Chang

Zaida Medina de Márquez no sabía que iba a morir tan pronto. Cuando llegó a Argentina por insistencia de su hijo, resignada a no tener atención médica en Venezuela, los doctores le dieron una esperanza de vida de un mes. El tumor que estaba alojado en su páncreas ya había hecho metástasis en los riñones cuando le hicieron el diagnóstico. Sin embargo, resistió tres meses.

A los 62 años, en la camilla de un hospital porteño del que apenas había escuchado el nombre días atrás, falleció. Era sábado, 2 de septiembre de 2017. A su lado, tomándole la mano con dulzura, estaba Jorge Márquez, su hijo mayor.

Zaida había llegado sola a Buenos Aires cuando el invierno azotaba la ciudad, a principios de junio de 2017. En Venezuela le había ocultado la enfermedad a sus familiares para evitar que se preocuparan, pero cuando supo que no podría realizarse ni siquiera un examen exploratorio en su propio país, tomó la decisión de llamar a sus hijos.

Jorge Márquez

Aunque tuviese el dinero, en Venezuela no era sencillo adquirir los insumos para la biopsia que le indicó el oncólogo. Y, si por casualidad conseguía la aguja, también era complicado conseguir un patólogo que analizara el examen. Solo cinco profesionales en el país se graduaron de esa especialidad en 2017, según Andrés Ruiz, el presidente de la Sociedad Venezolana de Anatomía Patológica.

Además, la Federación Médica Venezolana calcula que más de 20.000 médicos han emigrado a causa de la crisis. Consciente de las fallas tan elementales que había en los hospitales, Zaida no quería ni imaginar lo que debía enfrentar para hallar el tratamiento una vez que tuviera un diagnóstico claro.

Sus hijos ya cumplían tres años fuera del país y en casa solo contaba con su esposo Jorge Luis Márquez, de 67 años. Ambos eran ingenieros jubilados y pensionados del Estado, vivían en el hogar familiar en Barquisimeto, en el estado Lara. En 2014 habían tenido que cerrar la tienda de repuestos de computadoras que tanto les había costado emprender, porque se había vuelto poco rentable debido a la situación económica. En esa época, los dos hijos menores del matrimonio se mudaron a Panamá y el mayor, Jorge, a Argentina.

Fue este último quien se encargó de comprarle un pasaje a Zaida tan pronto supo la noticia. Sacó de sus ahorros poco más de 1000 dólares y, días más tarde, le dio la bienvenida. Para ella hubiese sido imposible reunir el dinero para adquirir un pasaje que costaba más de 8 millones de bolívares, el equivalente a 41 salarios mínimos de ese entonces.

El recibimiento fue emotivo. Tenían más de treinta meses sin abrazarse, pero no había tiempo que perder. Del aeropuerto de Ezeiza fueron hasta el Hospital Penna para asistir a una primera consulta. Hasta ese momento, Zaida no tenía idea de la gravedad de lo que ocurría dentro de su cuerpo.

Una aguja, una odisea

Al igual que muchos venezolanos que padecen problemas crónicos, la familia Medina Márquez ya conocía el rostro de la crisis de salud en Venezuela. Desde hacía dos años, encontrar el medicamento para la diabetes de Zaida se había convertido en una tarea titánica. En 2017 se volvió imposible.

La Federación Farmacéutica Venezolana calcula que, actualmente, 8 de cada 10 fármacos no se encuentran en farmacias del país. Las razones detrás de la falta de medicamentos responden a las deudas que tiene el gobierno venezolano con las farmacéuticas y a que muchas se han ido. En el resto de la región, cuando se reportan problemas por carencia de medicamentos, estos fallos suelen ser generados por bloqueos que ejercen las multinacionales a los medicamentos genéricos a través de patentes o presiones a los gobiernos, pero nunca por falta de pago.

Zaida pasó los últimos tres meses en Venezuela sin tomar Glucovance —glibenclamida más metformina clorhidrato—, un medicamento que le habían recetado para controlar la diabetes tipo 2 que padecía. Traerlo desde afuera tampoco era fácil por las limitaciones para el envío de fármacos desde el exterior, que aún siguen vigentes.

Ricardo Moraes/Reuters

Se resignó a controlarse el nivel de azúcar en la sangre solo con una buena alimentación, como si eso fuera suficiente. Pero, además, para un par de jubilados, afrontar una dieta balanceada en el país con la inflación más alta del mundo (1113 por ciento según la proyección para 2017 del Fondo Monetario Internacional) no era cosa sencilla. La ayuda económica de sus familiares los mantenía a flote.

Su hijo Jorge, que vivía en Buenos Aires hacía tres años, era consciente de la gratuidad y calidad del sistema de salud público argentino y fue una de las razones por las que insistió en el viaje de su madre. Al llegar al hospital bonaerense no pidieron más que un documento de identidad y una dirección en Argentina para anotarla en la historia médica de Zaida. Tampoco solicitaron nada distinto para realizarle los exámenes que el médico le indicó.

Las facilidades para recibir atención médica en Argentina desataron en esta última década lo que se ha denominado como el “turismo médico” en el país. Habitantes de otras naciones visitan Argentina exclusivamente para verse en los hospitales, pero en su mayoría se trata de ciudadanos de los países limítrofes: Bolivia y Paraguay. El colapso de Venezuela ha impulsado la inmigración de cientos de ciudadanos y casos como el de Zaida se repiten. Uno emblemático fue el de una mujer que, con ocho meses de embarazo, viajó once días en bus para dar a luz a su hijo en Córdoba, una ciudad en la región central de Argentina.

A pesar de que en el Ministerio de Salud de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires aseguran que la cantidad de pacientes extranjeros que se atienden allí no es relevante (menos del dos por ciento del total) algunos sectores de la sociedad se han pronunciado “alarmados” por la situación. En una edición del programa Periodismo para Todos, dirigido por Jorge Lanata y transmitido a fines de 2016, la periodista Romina Manguel resaltó negativamente la cantidad de no residentes que, según sus cifras, fueron atendidos en hospitales bonaerenses en 2015.

Meridith Kohut para The New York Times

“Están subvencionando a 340.000 extranjeros en medio de la emergencia en el sistema de salud”, dijo Manguel. Otros ciudadanos argentinos han hecho públicas sus inquietudes y hasta han pedido que las leyes cambien para que los foráneos paguen por los servicios de educación y salud. Pero, de acuerdo con la Constitución argentina, la atención médica se presta a todos sin distinción.

El año pasado, según estadísticas de la Dirección de Migraciones de Argentina, un promedio de treinta venezolanos se radica en ese país cada día: 11.289 personas tramitaron su residencia temporal durante 2016, lo que significa que el tamaño de la comunidad venezolana en Argentina se duplicó en solo un año. Los venezolanos pasaron de ser 13.049 en 2015, a 24.347 al final de 2016.

La cifra sigue en ascenso según expresan funcionarios como Cornelia Schmidt Liermann, presidenta de la Comisión de Relaciones Internacionales del congreso argentino, y Claudio Avruj, secretario de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural de la Nación. Ambos calculan que para finales de 2017 serán alrededor de 30.000 nuevos venezolanos los que habrán llegado a Argentina para quedarse.

Sobran los motivos para la emigración masiva. Pero, para Zaida y para su hijo, uno de los principales fue el contraste entre ambos sistemas de salud. Ningún centro público de Venezuela está en condiciones de subvencionar todas las pruebas diagnósticas o de hacerlas de forma gratuita. En muchos laboratorios no hay reactivos, los aparatos están dañados, no hay personal calificado o no hay insumos. En el país caribeño el desabastecimiento intrahospitalario de material quirúrgico y medicamentos se encuentra entre el 75 por ciento (según la Encuesta Nacional de Hospitales 2017) y el 95 por ciento (de acuerdo con cifras de la Federación Médica Venezolana).

Meridith Kohut para The New York Times

No es descabellado afirmar que el drama de un paciente oncológico en el país empieza antes de su diagnóstico.

Los médicos que atienden en hospitales públicos remiten a todas las personas a centros y laboratorios privados porque, aunque allí cuesten demasiado los exámenes, son los únicos que ofrecen el servicio. Estos no reciben los dólares preferenciales que administra el Estado para importar lo necesario, por lo que los costos se calculan con base en el dólar paralelo. Para fines de noviembre, un dólar estadounidense equivalía a 97.000 bolívares. El salario mínimo mensual no llega a los 457.000 bolívares: unos cinco dólares en el mercado paralelo.

Eso hace que hoy, una aguja como la que necesitaba Zaida para la biopsia pueda costar el equivalente a 83 salarios mínimos. Su precio en dólares es cerca de 300, pero en internet se puede encontrar por 37.982.100 bolívares. 

Desde 2012, el Ministerio de Salud venezolano no publica los Anuarios de Mortalidad en los que se registra la información concerniente a las distintas enfermedades presentes en el país.

La Sociedad Anticancerosa de Venezuela (SAV), junto con el Centro de Estadística y Matemática Aplicada de la Universidad Simón Bolívar, hizo público un pronóstico en el que se calcula que las muertes a causa del cáncer en 2016 fueron 25.674, un aumento de 11 por ciento respecto del año anterior. Esto ubicaría a Venezuela dentro del promedio regional con una tasa de 82,74 muertes por cada 100.000 habitantes.

El oncólogo, diputado y presidente de la Subcomisión de Salud de la Asamblea Nacional de Venezuela, José Manuel Olivares, dice que el retraso en los diagnósticos y tratamientos incide en la muerte de los pacientes oncológicos. Es el país, asegura Olivares, que tiene mayor tasa de mortalidad de pacientes con cáncer en América Latina.

El derecho a morir dignamente

Un tratamiento oncológico puede incluir quimioterapia, radioterapia o cirugía. En el 80 por ciento de los casos exitosos, estos procedimientos solo sirven para alargar la vida unos cuatro o cinco años. Zaida no lo dudó en ningún momento: bajo ningún concepto deseaba continuar con su sufrimiento. Rechazó cualquier promesa. El cáncer de páncreas es de los más complejos y mortales, así que de cualquier manera tenía mucho en contra. Se resignó a aguantar hasta que su cuerpo quisiera.

Jorge suspiraba intranquilo, pero por dentro sabía que era la mejor decisión. Quiso darle una última sorpresa a su mamá y compró los pasajes para que la hermana menor, el esposo y la madre de Zaida —su abuela, de 82 años— llegaran a Buenos Aires.

Pero Zaida Ledezma de Medina no necesitó ver o escuchar diagnóstico alguno para saberlo: apenas percibió que a su hija el blanco de los ojos se le había tornado amarillento al igual que su piel, que su panza estaba tan hinchada como la de una embarazada y que en su mirada el miedo yacía intacto, lo supo: cáncer de páncreas. Cinco años antes había visto morir a su hermana por la misma enfermedad, pero esto no era igual. Ver a su hija irse así era demasiado doloroso para ella. La anciana no resistió la impresión y pasó varios días en cama. La última visita que le hizo a Zaida en el hospital concluyó con un beso en la frente.

Cuando Jorge habla de Venezuela se le nubla la mente. Siente una mezcla de enfado y tristeza. Está convencido de que su país es un enfermo terminal. Dice que allí no hay nada que hacer. Pero no es solo eso: hasta un moribundo, por derecho, debe tener acceso a unos últimos cuidados médicos que le permitan fallecer dignamente. Se trata de un tratamiento paliativo, algo que en Venezuela también escasea.

Jorge Márquez

A Jorge le da escalofríos solo pensar que su madre hubiese atravesado todo el proceso allá. Sabe que ni en Caracas ni en Barquisimeto los medicamentos como el tramal o tramadol —de la familia de los opiáceos, para reducir el dolor— se consiguen con facilidad.

En enero de este año trascendió la tragedia de una niña en el estado Bolívar cuya familia estuvo hasta el último día de su vida pidiendo morfina para calmar los dolores oncológicos de la pequeña. Los médicos le habían recetado 22 ampollas diarias y sus padres, desesperados, pidieron por todos los medios. Llegaron donaciones a cuentagotas y durante los últimos días las enfermeras se vieron obligadas a reducir las dosis, aunque el tumor en el tórax le había fracturado las costillas y los dolores eran muy intensos. El medicamento llegó un día después de su muerte, el 1 de enero de 2017.

En Buenos Aires, ninguno de los familiares de Zaida se preocupó por conseguirle fármaco alguno. En el hospital le administraron todo lo que necesitó hasta su último suspiro. Zaida murió el 2 de septiembre de 2017 en la cama número 303 del Hospital Udaondo, a 7500 kilómetros de su hogar y separada de sus dos hijos menores.

La ceremonia de cremación se llevó a cabo ese fin de semana, tal y como lo pidió, sin actos religiosos, pero con un íntimo homenaje. Jorge Márquez padre no quería regresar a Venezuela, pero en octubre retornó a su tierra para terminar de vender las propiedades que aún le quedaban en el país. Su plan es vivir con sus hijos menores en Panamá o volver a Buenos Aires con el mayor.

La madre de Zaida, en cambio, no ve la hora de que llegue enero para regresar a su casa en Barquisimeto: quiere olvidar el dolor que le causó venir a Buenos Aires.

Fuente: https://www.nytimes.com/es/2017/12/01/morir-lejos-de-casa-el-exilio-medico-de-los-venezolanos

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