Por Cardenal Baltazar Porras Cardozo
La liturgia es maestra de la vida y ayuda al creyente a entender mejor la existencia cotidiana desde una perspectiva trascendente. Los días finales del mes de agosto asocia a dos santos singulares, madre e hijo. Este último ha tenido vigencia en el tiempo por su vida, azarosa primero, en búsqueda permanente de la verdad y del bien, para luego convertirse en uno de los padres de la Iglesia latina por su aporte que nos ha quedado en el tiempo en sus escritos, abundantes y variados.
Pero detrás de esta gran figura, Agustín de Hipona, estuvo su madre. Son ellas las que nos llevaron en su seno, pero continuaron a lo largo de la vida arropándonos en su regazo para compartir los éxitos y para sufrir cuando los hijos se descarrían del buen camino. Lo entendió así Agustín y lo dejó plasmado en sus Confesiones, especie de diario que recoge en la madurez, las cavilaciones de la vida, vistas ahora bajo el prisma de la fe, insaciable en él, por querer abarcar la grandeza del creador en la pequeñez de la inteligencia humana.
La lección perenne es que no podemos quedarnos estáticos. Toda parálisis es camino a la muerte y estamos hechos para la vida plena. El evangelio nos dice que hay que buscar para hallar (Lc. 10,9). Vivir es buscar. La cuestión es ¿por qué buscamos? ¿Cuáles son las necesidades del alma? La cultura actual nos induce a no tener más horizonte que el fugaz presente. Por eso se vive en la angustia de atrapar el tiempo que se nos escapa segundo a segundo. El alma humana tiene que estar arraigada en varios ámbitos naturales y comunicarse con ellos: la lengua, la cultura y un pasado común. Cuantas más adversas son las condiciones en las que se vive, se siente más necesario encontrar un sentido a la vida.
Mónica lo encontró haciendo seguimiento tierno y constante a su hijo. Obtuvo la alegría de palpar el fruto de sus lágrimas y desvelos. Agustín no renegó de su pasado, ni lo ocultó en sus años de gloria. Al contrario, le sirvió para darse y darle sentido a la existencia, la propia y la de sus seguidores. Cuando se tiene un por qué para vivir no importa el cómo. El peligro del ser humano es caer en las redes del perfeccionismo. No valorar lo que tiene a su alrededor. Este vacío que afecta a la persona se supera teniendo un motivo que realizar en la vida.
Los tiempos del Covid-19 ponen al descubierto logros y carencias de nuestro tiempo. El tiempo futuro, el de la postpandemia será mejor o peor, pero nunca igual al anterior. La prédica política se centra en denigrar del pasado sin asumir la propia cuota de responsabilidad. Por eso ofrece una sociedad mejor que nunca llega, ni llegará porque lo hace arrebatando la libertad y el discernimiento. Sólo busca seguidores ciegos, esclavos sin palabra, mendigos de las minucias que caen de la mesa del que lo tiene todo. Por ello, todo totalitarismo, toda dictadura es intrínsecamente mala, ilegítima, cercena la dignidad humana y su capacidad de superación.
El ser humano desea ir más allá. Buscar la trascendencia. Jesucristo escogió cumplir la voluntad del Padre. Su vida fue auténtica y libre. Dios es amor y luz. Todas las personas buscan lo que necesitan. Las necesidades son tanto materiales como espirituales, el alma se alimenta de estas últimas. El desorden, tanto material como mental, produce desasosiego. Lo bello sacia el deseo del orden que necesita la mente humana. La belleza es una manifestación de la libertad personal. Toda búsqueda implica un acto de fe.
Las muchas y bellas experiencias de solidaridad y ayuda mutua que observamos son un aliciente. También los desesperos que llevan a la manipulación y a la violencia, son signos que debemos arrancar de cuajo. Nos alientan los testimonios de muchas de nuestras comunidades en las que la creatividad y la alegría están a la orden del día para superar el marasmo en el que estamos sumidos. Los ejemplos de Mónica y Agustín nos animan a no desfallecer.